Una música, unos cuadros y un filme: Análisis del estilo y la multiplicidad en La sombra del caudillo

Miércoles, 17 de Julio de 2013
Una música, unos cuadros y un filme: Análisis del estilo y la multiplicidad en La sombra del caudillo
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

Por César Chávez Bonilla

Alfonso Reyes con su Ifigenia Cruel; Vasconcelos, con su Ulises criollo y, por supuesto, con esos famosos “libros verdes” muestran su afición a Grecia. Pero ¿dónde anda la prueba de que Martín Luis Guzmán también revivió a los clásicos?

Ya alguna vez el epigramático hispano M. Valerio Marcial llamó a Catulo “el sonoro” (Epigramas, VI: 34); el día de hoy, recupero el adjetivo y lo pongo junto al nombre de Martín Luis Guzmán. Voy a explicar por qué.

En efecto, la poesía de Catulo es de una sonoridad notable. Pero ¿qué es esa sonoridad? Recuerdo ahora, inevitablemente, el tercero y cuarto versos del Carmen quinto que compuso el de Verona: “… rumoresque senum seueriorum / omnes unius aestimemus assis.”; en ellos, Catulo dice a Lesbia, su amada, cuánto han de valerles los chismorreos de los ancianos. Reescribo esos versos; pero, ahora, haciendo notar algo: “… rumoresque senum seueriorum / omneuniuaestimemuassis.” Tan cerca unas de otras, ¡cuántas eses! Hay tantas cuanto seguro las había en los rumores, en las voces, en los chismes que Catulo desprecia. Martín Luis Guzmán también es astuto: sabe que ese chismoso sonido es, pues, sibilante y suave como el de esas voces o el de un suspiro; pero sabe también que puede ser aciago, tormentoso. Entonces voy a acordarme de una descripción de aquel volcánico panorama: “Estaba el Ajusco coronado de nubarrones tempestuosos y envuelto en sombras violáceas, en sombras hoscas…” Guzmán la emula; hace sonar  la tormenta en la lectura.

Esta astucia bien pudo aprendérsela a Catulo, así como a algún contemporáneo de éste (no tengo la fortuna de haber leído siquiera a la mitad de aquéllos); pudo aprendérsela a Dante, quien en la Divina Comedia logra que sus infernales versos suenen a las infernales penas, así como que sus otros celestiales, a los celestiales goces. Bien pudo ser así, o bien, pudo Guzmán no haber aprendido de ninguno de aquéllos. Lo que es cierto es que este poético ingenio acompaña a grandes literatos desde hace siglos; pero yo pienso, sin embargo, que en aquellas reuniones del Ateneo seguramente no faltaron las lecturas de Catulo de Verona.

Otro poeta, que los Ateneístas también debieron haber leído, es Publio Ovidio Nasón; pero, para hablar detalladamente de eso, tengo que mencionar antes algunas cosas.

Martín Luis Guzmán no fue solamente, pues, “el sonoro” o “el astuto”: fue, también, “el gráfico”, “el colorido”. Es un arte esforzado el de asociar un color con el ambiente psicológico; tornarlo en alegoría de sentimientos, pensamientos y hasta premoniciones o advertencias. Los colores y sus matices, los cambios de luces, las detalladísimas escenas: da la impresión de que Guzmán atrapó, en vez de los acostumbrados aburrida pluma y monótono tintero, los pinceles y la paleta de los colores para hacer de su novela una bella (o muchas bellas) pintura(s).

Pero hay aquí un detalle: la astucia poética (o simplemente astucia) de este arte —colorear sentimientos y atmósferas de la mente— es no muy clara. En estos días es difícil verla y, por ello, a veces carece de prestigio. La cuestión es la siguiente: los seres humanos somos animales que, por ventura, aprehendemos el cosmos más por los ojos que de cualquier otro modo. ¿Qué pasa cuando decimos que una frase es oscura?, ¿qué cuando pedimos a Dios nos ilumine? Oscuridad, que es ignorancia, y luz, que es sabiduría: esta relación, aunque obvia, es una construcción lingüística bastante intrépida.

Así, como éste, hay muchos ejemplos en que la lengua cotidiana esconde, sin que lo note el que la habla, un trasfondo ingenioso, un espíritu poético. En una conferencia que dio en torno a la poesía, dijo Borges que “Cada palabra es una obra poética”; luego, que “El lenguaje es una creación estética”. Así las cosas, es fácil afirmar que Guzmán, por sonoro y colorido, es un genio de la lengua, quien la evidencia como esa creación estética, como esa obra poética que menciona el argentino.

En seguida, varios ejemplos donde Guzmán toma el pincel:

Ahora Aguirre llevaba a Rosario cogida por el brazo. Ahora las nubes cubrían el sol con frecuencia y mudaban, a intervalos, la luz en sombra y la sombra en luz. La tarde, aún moza, envejecía a destiempo, renunciaba a su brillo, se refugiaba tras el atavío de los medios tonos y los matices.

Resuena aquí la jerga del artista gráfico: medios tonos, matices, brillos… Innegable decir que, en la cita anterior (que ciertamente es un cuadro bien pintado), hay una profunda descripción del ambiente, del clima, la cual, a poco de su lectura, se transforma en la psicología que circunda a la escena.

Luego, el siguiente fragmento:

Había sacado [Remigio Tarabana] un pañuelo blanquísimo, que sacudió para hacer más amplia la frescura de los pliegues […]. Y hubo entonces lugar de que lucieran, en el contraste de los dedos morenos sobre la albura del lienzo, las aguas de un hermoso cabujón azul engarzado en tenues reflejos de platino.

Eso blanquísimo, esa albura me sabe a una limpidez aristocrática; eso moreno en la piel acaso me hace pensar en las razas de los que son fuertes por naturaleza; ese azul, ¿azul de reyes?, poderoso azul es junto al platino. Aristocracia, fuerza física y poder político, todo dicho y cifrado en términos del color.

Un fragmento más:

El alma de Axkaná era evocativa, soñadora; por un momento voló también, y su vuelo, a influjo de la perspectiva que lo inspiraba, fue un poco azul y quimérico, un poco triste como la mancha gris del Castillo sobre la regia pirámide de verdura.

¿Un vuelo azul? No se necesita más muestra que compruebe lo que he venido diciendo: éstos son alegóricos colores. También está la gris tristeza de ese famoso Castillo, que incluso llega a manchar la lozana verdura de una más feliz pirámide de vegetación. Entonces, Martín Luis Guzmán nos está haciendo ver que ciertos colores les van a ciertas cosas, aun inmateriales; pero tal instrucción, y acaso de forma mucho más directa, ya la había dado ese poeta del que prometí dar algunos detalles. Ovidio, en el libro primo de las Tristes, compone estos versos, a saber, el quinto y el sexto: “Nec te purpureo velent vaccinia fuco / —non est conveniens luctibus ille color—”. Ovidio, hablándole a su libro, le pide no lucir feliz de ninguna manera; le dice que el púrpura no es un color que pueda irle, pues es el luto, el ir vestido de tristeza es lo suyo.

Acaso Guzmán leyó a Catulo, a Ovidio y a muchos otros poetas latinos de la época, o acaso no leyó a ninguno de éstos, de resultas que la lección fue para él un tanto a priori, o que la aprendió en alguna otra parte. Esto, en realidad, no importa; pero que Guzmán participe de esta maestría y que la aplique en su obra, haciendo que algunos lectores le aprendamos bastante, eso —repito— sí importa.

Martín Luis Guzmán es un hombre que ha sabido conjugar, en su literatura, tantas formas de expresar la belleza: ora con sonidos que exceden el ámbito de la lírica más inmediata, ora con imágenes que pintan sentimientos y escenas. Y hay en esto un hecho de relevante importancia: es dable preguntar ¿qué pasa cuándo se juntan los sonidos y las sucesiones de imágenes? La conjunción de estas dos cosas resulta ser la esencia de un novísimo arte: el cine. En este sentido, la obra de Guzmán, La sombra del caudillo, reclamaba ser llevada a la pantalla grande. Y así fue.

Aunque en el año de 1960 Julio Bracho haya dirigido el rodaje de La sombra del caudillo, aunque el filme haya sido luego censurado por un tiempo, el hecho realmente importante no deja de ser ése: que la naturaleza misma de la obra captura lo que llamé la esencia del cine; lo realmente importante es que, al conjuntar sonidos (esas bellas músicas poéticas) e imágenes (esas, de nuevo, detalladísimas pinturas), la obra es una suerte de cine a la vez, sin siquiera tener que escapar del ámbito de las páginas en que fue escrita. Las cosas así, valdrá decir que ni siquiera importa el citado filme o los asuntos ya políticos, ya sociales, que giran en torno a él, sino el hecho de que la obra pudo transformarse, con facilidad, en este cine; o que acaso ya lo era.

Hay algo que no puedo irme sin mencionar y es lo siguiente: un auto, un Cadillac que aparece en la obra es, de cierto modo, una espina dorsal en la novela. Ésta empieza, continúa y termina con el Cadillac. Al comienzo, “El Cadillac del general Ignacio Aguirre cruzó los rieles de la calzada de Chapultepec y haciendo un esguince vino a parar junto a la acera, a corta distancia del apeadero de Insurgentes”. Luego, en otra escena, “El Cadillac dio entre tanto un sinnúmero de rodeos y vino a situarse, en espera, al extremo de la última calle transitable”. Y, al final, cuando “Segura salió a la calle. Junto a la Profesa lo esperaba el Cadillac de Ignacio Aguirre”. Tal vez las cosas transcurren al ritmo del automóvil, o éste corre al ritmo de las cosas. Los ejemplos anteriores, así como esa escena en que el auto sigue lentamente a la pareja de Rosario y Aguirre, me hacen pensar que, en caso de que esos momentos tuvieran que rodarse, el mejor sitio para la cámara sería el Cadillac mismo, ese vertebrador automóvil.

Conclusión: La obra múltiple de Martín Luis Guzmán y algunas reflexiones

A manera de conclusión, preciso decir que, para mí, todas estas cosas que vengo diciendo con respecto al estilo de la obra, así como los otros detalles que menciono, se traducen a los términos siguientes: Martín Luis Guzmán no es un artista, sino muchos. El hombre no escribió su novela, sino que la pintó; le puso músicas a ésta, porque la invistió de una compleja lírica; de ello, luego, salió algo de cine. Creó una pieza de arte múltiple; una pieza que ha sido, además, causa de otras tales.

Por otro lado, está aquel hecho de si en esta novela Martín Luis Guzmán recuperó o no a los clásicos. Esta interrogante es importante, pues el escritor perteneció al conocido Ateneo de la Juventud, el cual tuvo como objetivo lo que evidentemente se cumple en las obras de Reyes y de Vasconcelos que menciono hace unas páginas. Lo cierto es que no puedo estar completamente seguro de si Guzmán leyó a Catulo o a Ovidio (o a algún otro poeta latino que no mencioné) y de si esas lecturas le sirvieron, luego, para construir su novela. Pero esto  no es realmente grave, porque, a fin de cuentas, el autor recupera en su obra las astucias, los aciertos de estos antiguos poetas —y ciertamente de muchos otros— y, en este sentido, revive directa o indirectamente al mundo clásico.

Por otro lado, quiero mencionar una reflexión que me vino poco después de haber leído esta obra. Son sólo unas cuantas líneas que acercarán al lector a la óptica a través de la cual miro algunas cosas:

¿Cuál es la diferencia entre el verso y la prosa? Cualquiera que fuere, ciertamente debe descartarse la posibilidad de que el uno pueda ser poesía y la otra no. Es verdad que el verso tiene cierta medida (a diferencia de lo prosaico, que es libre en ese sentido) lo cual lo hace consonar, potenciado por la rima, con algún otro verso de la composición en cuestión; pero eso no lo convierte en poesía. La poesía es algo más; acaso es esa cosa liviana, alada y sagrada, como dijo Platón y recordaba Borges. Por ser  así las cosas, resulta indudable que Martín Luis Guzmán nos regaló en sus letras una prosa de gravísimo valor poético.

Quiero compartir, y para finalizar, otra reflexión, pues es fruto de mi lectura de La sombra del caudillo y de otras tantas y tan diversas: El léxico, y el lenguaje per se (acaso icónico, acaso arbitrario, acaso una suerte de combinación entre ambas cosas), seguro que es un ejercicio poético constante; y es que siempre me ha parecido que todo lo que decimos, hasta lo más cotidiano, es el resultado de un ingenio similar al que solemos ver en el poeta.

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