Como para desmentir la sentencia hegeliana de que el búho de Minerva no despliega sus alas sino cuando ha caído la noche, he aquí que hoy viene entre nosotros, a ser uno de nuestros pares, este joven maestro que no ha llegado aún a la cuarentena, pero que si ha llegado a la más alta excelencia intelectual (y el hombre lo es privativa y soberanamente por el intelecto) que es la sabiduría.
Como soy enemigo de hipérboles y encarecimientos, y como en este lugar, además, debe respetarse ante todo la propiedad del lenguaje, os ruego creer que tomo tan altos términos en su más propio y riguroso sentido. Desde que Aristóteles lo dijo así, la sabiduría es el saber de las primeras causas y principios, el supremo saber por consiguiente; sólo que, por esto mismo, es un saber en que interviene no únicamente la percepción intelectual de las esencias puras, sino igualmente la aprehensión vivencial de los valores.
Pues a la conquista de este saber (que es conjuntamente un scire y un sapere) ha conspirado desde su adolescencia, sin la menor intermisión, la vida entera de Agustín Basave y Fernández del Valle. Una vida ejemplar, hasta donde los hombres podemos juzgar, por las virtudes personales, familiares y cívicas de quien la ha vivido: una vida en procura incesante, para asimilarlo y para difundirlo, de todo cuanto es grande, noble y hermoso. La filosofía ha sido, como lo reconoce él mismo, su vocación principal; pero la filosofía, una vez más, no como hacinamiento de nociones hechas, ni siquiera como cuerpo de proposiciones pensadas y repensadas con originaria responsabilidad, sino como la más alta forma de vida humana después de la santidad, tal y como la concebían los antiguos cuando hablaban del bíos theoretikós.
Una vocación así que compromete al hombre por entero y que redunda, cuando es abrazada por un hombre de buena voluntad, en un saber de salvación, viene de Dios tan sólo; pero mucho tienen que ver también, y precisamente como medios instrumentales de la Providencia, las conocidos factores genéticos y nutritivos, la tierra y la sangre. Yo por lo menos no puedo explicarme, a Agustín Basave y Fernández del Valle sino como oriundo del hogar cristiano y tapatío de don Agustín Basave y doña Margarita Fernández del Valle de Basave.
Para cualquiera que haya conocido al arquitecto don Agustín Basave (quien pasó ya desgraciadamente de este mundo) creo que será evidente de suyo la honda influencia espiritual que ejerció en su hijo, y cómo éste recibió de aquél, antes que de nadie más, el gusto y la afición por las cosas del espíritu, que es la raíz última de toda auténtica vocación intelectual, cualquiera que sea su especificación ulterior. Fue don Agustín Basave, en la doble actividad que le conquistó un nombre prestigioso en la arquitectura y en las letras, un espíritu enamorado de la belleza, en constante desvelo de apresarla dondequiera que pudiera intuirla o producirla: y sobre esto, un alma pura, un hombre que pasó haciendo el bien. No sé en qué mejor ocasión que la presente pueda yo rendirle, de todo corazón, este respetuoso y conmovido homenaje.
Después de la familia y concurrentemente con ella, dos ciudades mexicanas en bipoIaridad complementaria (precisamente como los valores de que son respectivamente portadoras): Guadalajara y Monterrey, le dieron a nuestro nuevo colega su formación y sus hábitos, y son una y otra, a su modo cada cual, igualmente explicativas de su obra.
De Guadalajara, su ciudad natal y su domicilio hasta el fin de sus estudios secundarios, recibió Basave lo que más importa, que es la preferencia por los valores del desinterés y la contemplación, que son y han sido la fuente de todo filosofar real y posible. Son la “única cosa necesaria”, como lo dijo el Señor a la afanosa Marta, y de la que nadie carece en Guadalajara, con sólo abrir bien sus sentidos al paisaje, al aire y a la luz. En la célebre expresión de Efraín González Luna, es la ciudad a la medida del hombre, que le ofrece el marco apropiado al despliegue armonioso de sus virtualidades, pues no le agobia ni por asfixia como los pueblos, ni por sobresaturación como las urbes. Ciudad a la medida del hombre fue también como ninguna otra en la historia, Atenas, el hogar predilecto de la filosofía: y algo tendrá que ver también en la filosofía mexicana, guardadas todas las proporciones, la ciudad que es entre nosotros la réplica más aproximada de aquélla.
Tapatío por el derecho del suelo y de la sangre. Agustín Basave ha venido a ser regiomontano también por el del domicilio. En Monterrey fue imbuido en la religión del trabajo, la más sobresaliente cualidad, entre las positivas, de sus habitantes: y de otro modo no nos explicaríamos la copiosa producción de este joven filósofo: una docena de libros en números redondos, amén de incontables articulas y conferencias. Homo sapiens y homo faber de uno y otro ha de revestirse el espíritu humano en su condición carnal, y ambos se funden armoniosamente en la patria mexicana, y aquí y ahora, en la personalidad de Agustín Basave.
Por lo demás, él mismo reconoce, en el bello discurso que acabamos de oírle, que su actual domicilio es una “circunstancia difícil para una probada y definida vocación filosófica”. Pero por esto mismo, es tanto más de admirar el temple heroico de estos Solitarios del Cerro de la Silla que han podido allí liberar el espíritu en su vuelo más alto. Su empresa me parece ser émula, en nuestro medio, de la de aquellos Padres Apostólicos que en los yermos de la Tebaida o Capadocia hicieron obra tan levantada de teología y filosofía. Unos y otros son el más rotundo mentís al determinismo, al geográfico en especial, y la comprobación, para nosotros, de que por todos los ámbitos del territorio nacional será posible ver florecer la cultura superior en todas sus manifestaciones.
Las limitaciones temporales de todo acto académico (cuando desgraciadamente, “académico” ha venido a ser sinónimo de “perfunctorio”) me impiden, muy a mi pesar, reproducir la trayectoria evolutiva del pensamiento filosófico del doctor Basave. Nos situaremos en la obra que por la fecha de su publicación y por su título mismo, puede considerarse su ápice y coronamiento, que es su Ideario Filosófico. En ella, según nos dice el autor en la Introducción, ha intentado agrupar orgánicamente sus aportaciones a la filosofía de nuestro tiempo. “El libro —añade— pretende ser, ame todo, una síntesis cabal de mi integralismo metafísico antroposófico dentro de una filosofía como propedéutica de salvación”. Estos términos están usados aquí con toda precisión, y lo único que hay que hacer es ponderarlos brevemente. El integralismo o sincretismo (así lo dice él mismo también) es el carácter más aparente de esta filosofía que si bien tiene sus raíces en la tradición aristotélico-tomista, no deja de ser ampliamente receptiva de las otras corrientes de la filosofía cristiana, la agustiniana principalmente, y más allá aún, o más acá, del pensamiento moderno. Es la única actitud, cabe agregar, que corresponde al filósofo de raza: esta apertura vital no a la derecha ni a la izquierda exclusivamente, sino a todos los horizontes: a todo lo que después de examinado, se compruebe ser verdadero. Es la que proponía San Pablo al decir: “Probadlo todo y retened lo bueno”; la actitud, en suma, que venturosamente se impuso sobre los fanáticos, para los cuales no podía haber diálogo alguno entre Atenas y Jerusalén.
Por esta plenitud, no indigesta sino coherente; por esta receptividad que redunda luego en reelaboración personal, ha podido Adolfo Muñoz Alonso, catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad de Madrid, discernir en la obra de Basave estos tres bellos atributos: prestancia, originalidad, seguridades. “La prestancia —explica— le viene de la erudición bien digerida; la originalidad le nace de la recreación de la temática; las seguridades se las presta la tradición de la filosofía perenne”.
Dentro de esta universalidad, es natural que a nuestro filósofo le solicite de preferencia el tema acaso prominente en la filosofía contemporánea: el tema del hombre: y más cuando se adviene a la filosofía, como en el caso de Agustín Basave, de una disciplina tan humana como es el derecho. Por esto nos parece que sus mejores logros en este terreno se hallan en la elaboración, tan largamente trabajada, de lo que él mismo denomina su Antroposofía Metafísica; término que nada tiene que ver con los esoterismos propios de la llamada teosofía, sino que lo forjó su autor para subrayar la independencia de esta teoría del hombre con respecto a la antropología ligada a las ciencias naturales.
Lo de menos, por supuesto, es el nombre, y lo de más la cosa misma: esta imagen del hombre que Basave nos ofrece, delineada sobre la inconmovible estructura aristotélica, pero con las nuevas aportaciones, con la vida y el color que le presta el manejo diestro de las técnicas fenomenológicas y de la analítica existencial.
De especial profundidad y belleza son esas páginas suyas, en las cuales, en una victoriosa superación del nihilismo existencialista, se nos muestra al hombre transido al mismo tiempo de “desamparo ontológico” y de “afán de plenitud subsistencial”. La angustia existencial desemboca de este modo no en la desesperación o en el absurdo, sino en la esperanza cristiana, porque Agustín Basave es, ante todo y sobre todo, un pensador cristiano. “Todas las fuerzas de nuestro espíritu —dice— convergen al sol de la trascendencia del Ser divino”. Y por esto mismo pretende ser su filosofía, por su último rasgo autodefinitorio, una propedéutica de salvación.
En el inventario tan sucinto que estoy haciendo, o mejor dicho selección, de la obra del colega que hoy recibimos, no podría de ningún modo pasar por alto la producción del jurista, o a éste simplemente, aunque no hubiera producido nada en cuanto tal. Porque Agustín Basave es una corroboración más de lo bueno que es el haber llegado a la filosofía después de haber cursado las disciplinas jurídicas, que dejan hábitos indelebles de claridad, precisión y orden, y aunque no vuelva uno a acordarse de ellas, preservan siempre de perderse en metafisiqueos nebulosos o de naufragar en el piélago del confusionismo.
Pero no sólo por la bienhechora permeabilidad de su filosofía por el espíritu jurídico, sino directamente y con rendimiento muy apreciable, ha continuado Basave cultivando el derecho al par de la filosofía, en entera conformidad con la tradición clásica y con la hispanoamericana, según la cual el filósofo no está en las nubes, sino en la tierra, en la suya propia, ni deja de ser ciudadano, antes por el contrario hace de la República uno de los objetos preferentes de su especulación.
Fruto de su fecundo magisterio corno profesor de Teoría del Estado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Nuevo León, son los dos libros publicados por el doctor Basave en el campo de la filosofía política: su Teoría del Estado y su Teoría de la Democracia. En uno y otro es visible el influjo no menos estimulante de la filosofía en el derecho, ya que sólo al filósofo es dable trascender el plano fenoménico para aprehender la esencia que ha de expresarse en toda teoría digna de este nombre. He aquí, para hacerlo patente, el párrafo preambular de la Teoría de la Democracia.
Antes que una forma política de gobierno, la democracia es una forma de convivencia humana. Y antes que una forma de convivencia humana, es una vocación del hombre. Vocación que culmina, en lo político, con la realización práctica de los postulados éticos de la coparticipación, de la corresponsabilidad y de la ayuda recíproca. Supone el reconocimiento y protección de los derechos de la persona humana. Lleva a su plenitud el ser dialógico del hombre. Sirve corno instrumento para la cabal realización personal. Hace del ser humano —y no del Estado— la base y el fin de la estructura política. Pide la adhesión de seres libres y erige la persuasión en método. Permite subsistir la variedad de opiniones políticas y prohíbe la bárbara mutilación de los sectores sociológicos disidentes.
No puede, en verdad, expresarse mejor la concepción fundamental de la filosofía política que sustenta y desarrolla el doctor Basave: una democracia que es a la vez personalista y comunitaria, que no es el despotismo del número, sino el régimen apropiado al armonioso desarrollo de la personalidad humana. Este es el mensaje de quien, corno Agustín Basave, no es un filósofo de estufa, sino que ocupa resueltamente su lugar al sol como miembro activo y responsable de la comunidad mexicana.
En lo que ve, por último, a sus méritos específicos para pertenecer a esta docta corporación, celadora por excelencia de la lengua castellana, son patentes de inmediato en el excelente discurso que hemos escuchado, y en el cual, con extraordinario acierto, ha sabido el recipiendario ofrecernos, en una cumplida síntesis, la imagen del hombre que emerge de la vasta obra del gran humanista mexicano que fue nuestro querido y añorado Director, don Alfonso Reyes.
En todos sus escritos es Agustín Basave artífice de limpia y correcta prosa, la cual es ante todo, si no estoy en un error, la que se ajusta a su objeto. La buena prosa, además, estuvo en la tradición de la filosofía occidental hasta la Crítica de la Razón Pura; y de esta tradición es idóneo representante el nuevo miembro de la Academia Mexicana.
En esta Casa, en fin, donde tiene el supremo señorío, como en todas las que con ella están confederadas en la tutela del idioma, don Miguel de Cervantes Saavedra, no podernos olvidar el significativo homenaje que a su mayor honra y gloria ha prestado el nuevo académico con suFilosofía del Quijote, obra que, en mi concepto, es un maridaje feliz, y bien difícil por cierto de lograr, entre literatura y filosofía. ¿Cómo, en efecto, combinar la abstracción ideatoria con la imagen viviente y concreta, ni menos aún, reducir la una a la otra, con su consiguiente y recíproca depauperación? Pero no es esto lo que ha tratado de hacer Basave, ni siquiera ha pretendido explicitar en categorías filosóficas —y por más que el intento sea de suyo legitimo—la cosmovisión que indudablemente tuvieron Cervantes y su héroe. Su fin ha sido tan sólo, según lo declara él mismo, “hacer una filosofía sobre el Quijote como obra de arte”, mostrar los valores ínsitos en ella y abrir el camino “hacia una Axiología del Quijote”, la cual, a su juicio, no se ha emprendido hasta ahora con todo el rigor que demanda una investigación tan necesaria en los estudios cervantinos.
En esta Casa, vuelvo a decir, que desde este momento es la suya, entra por derecho propio quien ha sabido hacer del idioma el más noble de los usos, que es hacerlo vector de ideas y órgano de la filosofía, la cual, con la poesía, es la más alta expresión del espíritu humano. Al darle la más cordial bienvenida en nombre de la Academia Mexicana, hago votos porque la madurez, en que igualmente está entrando, acendre e incremente una obra que —por el sol de mediodía que luce sobre sus bardas— es, en la previsión humana, ilimitadamente promisoria.
Sean mis primeras palabras para don Francisco Monterde. El conocimiento y la admiración que de su persona y obra tengo, lo debo, en buena parte a mi padre. Las amistades no se heredan de padres a hijos; se prosiguen cuando hay afinidad y se incrementan por el amor hacia el desaparecido que quiso —fiel y cordial— al amigo común. Mi presencia en esta docta Corporación de varones —así lo pienso y así lo digo— no se debe tanto a mi obra — “en train de se faire”, como diría Bergson— y a mis escasos merecimientos personales, cuanto a la generosidad proverbial del doctor don Francisco Monterde, proponente de mi candidatura como académico correspondiente. con residencia en Monterrey, y a vosotros, señores académicos. por haberme aceptado tal como vengo: más armado de entusiasmos que de obras. más pleno de proyectos que de realizaciones. Recibid el testimonio de mi encendida gratitud y de mi más alta estimación intelectual.
Habéis tomado el acuerdo —loable en más de un aspecto— de “que los discursos de ingreso de los académicos correspondientes deben referirse a alguna persona o a determinado aspecto de la literatura en el Estado en el cual representen a la Corporación”. Aunque tapatío por nacimiento y familia, soy regiomontano por domicilio y destino. En Monterrey cursé una carrera universitaria y en Monterrey han nacido mis hijos. Lo digo, pensando en el refrán castellano: uno no es tanto de donde nace cuanto de donde pace. Monterrey ha sido mi circunstancia primordial. Circunstancia difícil, cierta mente, para una probada y definida vocación filosófica. Pero el hombre debe ser señor, y no náufrago, de su circunstancia. Por eso me ha parecido insuficiente la conocida frase orteguiana: “yo soy yo, y mi circunstancia”, De cualquier modo, no puede perderse de vista la circunstancia cuando se juzga a un hombre y a una obra.
Escogí algún aspecto de Alfonso Reyes, por tres razones fundamentales: 1) Su incuestionable estatura intelectual; 2) Su trayectoria definitivamente concluida; 3) Su carácter de Director, hasta su muerte, de esta misma Academia. El tema escogido, “la imagen del hombre en Alfonso Reyes”, está dentro de la línea de mis preocupaciones y de mis afanes más entrañables.
Imagen —apunta el Diccionario de la Real Academia Española (decimoctava edición — es “Figura, representación, semejanza y apariencia de una cosa”. Y el mismo Diccionario registra otra acepción del vocablo: “Representación viva y eficaz de una cosa por medio del lenguaje”. El descubrimiento o revelación de la realidad acontece por la palabra. Con su habitual sentido de penetración, Heidegger expresa que “la esencia de la imagen consiste en hacer ver algo”.[1]Alfonso Reyes, hombre de letras, tiene su imagen del hombre. No es la idea de un filósofo; es la imagen de un artista. “Cada uno —nos advierte el propio don Alfonso— mira el mundo desde su ventana. La mía es la literatura”.[2] No se trata de utilizar un método riguroso canonizado por la filosofía; tampoco se pretende ensayar fantasías arbitrarias divorciadas de la realidad. El literato, el poeta, ilumina, esclarece, con imágenes y con ideas, la realidad circundante. Al preguntar por la realidad, parece decirnos Alfonso Reyes, cada hombre se sitúa en un mirador. La literatura, disciplina expresiva de estructura lingüística, representa, imagina, por escrito, un contenido psíquico de nivel valioso.
Cada hombre —el hombre de letras no es una excepción— tiene su idea del hombre. Explícita o latente, errónea o verdadera, rica o pobre, con todos los matices constatables, pero, en todo caso, operante. Sin ella no es dable vivir humanamente. Necesitamos conocernos para actuar y para dirigirnos hacia el destino que nos está reservado. Toda cosmovisión es, en cierto sentido, egocéntrica (no egoísta). Nos importa conocer la estructura fundamental del homo humanusporque en ella estamos envueltos. Pero la verdad es que no hemos creado al hombre, sino que nos encontrarnos siendo hombres, permeados de humanidad, y sin habernos dado el ser. Un saber plenario sobre el hombre supone la facultad de crearlo. Que nos quede, al menos, la satisfacción de plantear los problemas y trazar las directrices, con cierto rigor y pulcritud.
Las referencias directas al ser del hombre, en la obra escrita de Alfonso Reyes, son escasas. Entre ellas no existe —fácil resulta constatarlo— ninguna articulación lógica. Y sin embargo, hay un proceder peculiar, una como emotividad humanística al reóforo de una constante preocupación. Su proceder no es el del científico que demuestra, sino el del artista que muestra. A la luz de un principio rector cohesiona elementos heterogéneos y los recrea en el seno fecundo de un propósito estético. Todas las obras de Alfonso Reyes dan la impresión de estar atadas indisolublemente a su alma.
¿Qué escribes ahora? —te preguntan—. Y tú no sabes ya si contestar con rabia o con risa: ¿Qué escribo? Escribo: eso es todo. Escribo conforme voy viviendo. Escribo como parte de mi economía natural. Después, las cuartillas se clasifican en libros, imponiéndoles un orden objetivo, impersonal, artístico, o sea, artificial. Pero el trabajo mana de mí como un flujo no diferenciado y continuo. ¿Qué estoy escribiendo? He aquí lo que estoy escribiendo: mis ojos y mis manos, mi conciencia y mis sentidos, mi voluntad y mi representación: y estoy procurando traducir todo mi ser inconsciente en esa sustancia dura y ajena que es el lenguaje, y que por desgracia no fue hecha para tan delicada tarea. Mañana todo eso se llamará la novela de tal, la comedia de cual, el poema de esto y el ensayo sobre lo otro. Eso estoy escribiendo ahora.[3]
¡Espléndido texto sobre el proceso de creación literaria y sobre la inadecuación del lenguaje! No pretendo ofrecerles el sistema de Antropología filosófica en Alfonso Reyes. No lo tiene ni se lo voy a construir. Me he dado a la tarea de entresacar y ordenar, de su extensa y multiforme obra, los textos que aluden a lo que el hombre es y no a lo que tiene. Con esta investigación —modesta, ciertamente, pero no exenta de esfuerzo— me propongo, primordialmente, trazar caminos, ofrecer criterios de comprensión, incitar a ulteriores meditaciones directas y estudios sobre el tema.
Los existencialistas han afirmado, con notable dramaticidad, que el hombre está “arrojado” a la existencia. Yo prefiero decir —por fundamentales razones que no esgrimo para no alejarme del tema central— que estamos enviados a la existencia por Alguien que nos ha confiado una misión personal. Alfonso Reyes —muy próximo al “estamos embarcados” de Gabriel Marcel— nos dice en tono jovial: “Estamos a bordo de la vida, vivir es nuestra profesión”.[4] Estamos a bordo de la vida, querámoslo o no, con la posibilidad de naufragar o de llegar a puerto. El riesgo y la incertidumbre son ineliminables. Pero cabe adoptar, ante la vida, una actitud de aceptación o de repulsa.
Hay dos modos fundamentales de saludar la vida: uno es la aceptación y otro el reto. Los demás son meros compromisos entre ambos, o falsos equilibrios que resultan de su combinación... Inútil decir que la aceptación de la vida no puede llevar al suicidio”. [5]
Si la vida es ya de por sí algo valioso, importa conocer las razones o sinrazones que llevan al suicidio. No se trata de una curiosidad vana, sino de una investigación ejemplar con visos pedagógicos:
Sobre cada tumba de suicida debiera abrirse una información a perpetuidad. Sobre cada uno, escribirse un grueso volumen de investigaciones cuidadosas: así conviene al valor de la vida y a la orientación de nuestras almas.[6]
En rigor, la vida es acción, drama, esfuerzo... No podemos abandonarnos inercialmente para que la vida nos viva; tenemos que asumir la vida, desde dentro, y marcarle su rumbo. Este carácter de complicación, de faena laboriosa, que tiene la vida humana, ha sido advertido más de una vez por Alfonso Reyes:
La existencia humana, si la desvestís de sus adornos, resulta un desnudo problema. Y mientras más se desciende en los grados sociales, mientras más de cerca se considera al hombre de carne, más crudamente se descubre esta viejísima verdad: la existencia humana es una fatiga, una lucha: y el gusto de la vida es el gusto de la complicación. No: la vida sencilla no es la vida genuinamente humana: la vida sencilla es el patrimonio de los dioses, no de nosotros.[7]
Lucha y fatiga porque la vida humana de cada hombre viene tan sólo bosquejada en su naturaleza y es preciso llevar este bosquejo a su cabal realización. La dimensión temporal del hombre es insoslayable. “Hablar del tiempo ha sido y será siempre un rasgo irreducible del hombre. ¿Qué es el hombre? El hombre es un ser que habla del tiempo con sus semejantes”.[8]
Ha dicho Max Scheler que el hombre —“asceta de la vida”— es el único ser que dice no a la naturaleza. Alfonso Reyes da un paso más y afirma: “El hombre no quiere aceptar: lo que quiere el hombre es innovar, desde innovarse a sí mismo hasta innovar el ambiente”.[9] Obsérvese que Reyes usa el término innovar, es decir, mudar o alterar las cosas, introduciendo novedades. En otras palabras: al hombre no le gusta la naturaleza cruda, bruta; sino colonizada, aderezada. Por eso se viste y construye casas, guisa y manufactura. La historia es el registro de esta actitud de protesta contra la naturaleza bruta.
El estado humano es el de protesta. Si el hombre no hubiera protestado, no habría historia —historia en el sentido común de la palabra—. El albor de la historia es un desequilibrio entre el medio y la voluntad humana, así como el albor de la conciencia fue un desequilibrio entre el espectáculo del mundo y el espectador humano.[10]
El quehacer humano no se reduce, sin embargo, a colonizar la naturaleza bruta, a imprimirle una cierta dosis de humanidad, si se nos permite la expresión.
Podemos creer que la inteligencia, joven, rebosante, gozosa de poseer su luz, se esparce y derrama, olvida su destino —que es el de alumbrar la acción—, se aleja del preconcebido plan de la naturaleza, se ejercita en el vacío de su propio ambiente, se gasta en impulsos ya irracionales, con el regocijo de toda virtud exuberante: crea su plano ideal donde se revuelca y retoza. Y nace, así, la sonrisa que no nutre y el juego que no multiplica.[11]
Alfonso Reyes —clásico al fin y al cabo— luchó siempre contra los turbulentos y airados demonios del romanticismo desorbitado y decadente. Sostuvo, denodadamente, la supremacía del “logos”.
La razón —nos dice— es lo mejor que tenemos los hombres: temblemos de nombrarla. Gustemos de conocer, de estudiar, de entender. Basta de absorberlo todo por los tentáculos del misterio. El instinto trabaja en nosotros, a pesar nuestro: no vale la pena de preocuparnos por él a toda hora. El instinto sólo exige cuidados de higiene. Pero la parte racional que hay en nosotros, ésa se cae a pedazos, se cae sola, si no nos curarnos de restaurarla día por día. Yo, por mi parte, vivo asqueado del abuso del sentimentalismo que me ha precedido: acabemos con ese caos blanducho, con ese cieno que hay en el fondo, con esa pereza, ese desorden... Cosa sagrada el sentimiento: vivimos de rodillas ante él. Pero ¿no es verdad que el arte no debe ser un perpetuo chantaje sentimental? Vamos a hacer una cruzada por lo que hay de superior en el hombre. Vamos a conquistar, a fuerza de brazo si hace falta, el respeto para las alas. Hemos dado algunos en suspirar otra vez por lo que hay en nosotros que nos acerca al ángel. Fray Luis de Granada hace decir, llorando, al Abad Isidoro: “Lloro porque me avergüenzo de estar aquí comiendo manjar tan corruptible de bestias, habiendo sido criado para estar en compañía de ángeles y comer con ellos el mantenimiento divino”. [12]
El respeto para las alas, a cuya conquista nos insta don Alfonso, tiene un inconfundible sabor platónico. En un instante de contenida emoción. Sócrates define el ala. La naturaleza del ala, nos dice, consiste en llevar hacia lo alto lo pesado. Con la generosa cruzada por la supremacía de lo espiritual, Alfonso Reyes anhela la misión aerostática del ala: elevar hacia lo alto. “ad astra”, las humanas pesadumbres. Su impulso apunta hasta el límite áureo en que el pensamiento ha comenzado a ser emoción.
Pero la misión aerostática del ala no puede hacernos olvidar un dato primario y radical: somos “seres-en-el-mundo”. “¿Cuál es la actitud inmediata del hombre ante el mundo?” —se pregunta Reyes—. “La ironía”, responde.
Por una parte, en nuestra legítima calidad de hombres, el mundo excita nuestra ironía: por otra, en nuestra calidad de seres naturales, caemos en la red de las leyes y tenernos que acatar el mundo; puesto que —hemos dicho— “conservarlo ya incorporado el impulso de libertad, es conservar el anhelo de un retorno a la no existencia”... “Lo que hay en el hombre de actual, de presente y aun de pasado, nada vale junto a lo que hay en él de promesa, de porvenir”. “Lo que aún no existe ha tenido un hijo: se llama el hombre. El hombre existe para que pueda existir lo que aún no existe”. [13]
La ironía —burla fina y disimulada— es la actitud de un ser que palpa su finitud y su desamparo ontológico en el mundo, pero que no quiere descomponerse, en su figura de hombre, y por eso da a entender lo contrario de lo que expresa. Tal vez esta interpretación de la ironía rebase el texto comentado. Desgraciadamente carecemos de otros pasajes más explícitos sobre esta actitud —fundamental para don Alfonso— del hombre ante el mundo. Nos dice, eso si —y no deja de parecer irónico— que el hombre es hijo de lo que aún no existe y que lo presente y lo pasado nada vale junto a lo que en él hay de promesa. No anda distante del aserto orteguiano: la vida es futurición, y de la tesis heideggeriana sobre la primacía del futuro en la existencia del hombre. Aunque cabría preguntar si futuro no es lo que ha de venir, lo que le ha de acaecer a un presente. Nunca lo futuro puede referirse directamente a lo pasado, porque lo pasado también tiene que referirse a lo presente. Luego entonces, la idea primigenia y fundamental del tiempo es el “ahora”, el presente que está presupuesto en los otros dos tiempos y sin el cual no se podrían ni siquiera concebir.
En 1930 Alfonso Reyes condensó, en una encuesta que se le hizo, sus convicciones sobre el hombre y sobre la vida.
—¿Cuál es el principio filosófico que mayor influencia ejerce en mi espíritu?
—No acierto a formularlo en síntesis. Aquí va el resultado de un breve análisis, aunque sea un galimatías:
La frente. (La primera, en la frente.) Postura del hombre en la Creación. El hombre es un medio y no un fin. Los fines humanos son, para la Divinidad, sólo medios. De aquí el mal y el dolor. Aceptación estoica.
Los ojos. La Estética. La escala platónica del deseo, desde el apetito hasta la contemplación. Imperioso afán hacia la belleza, y sospecha de que la comprensión es un resultado de hábito en la contemplación.
La boca. La expresión: toda la Poética. Suma voluptuosidad, suma sensualidad, la palabra. La palabra, único verdadero producto humano, único sentido en que el hombre crea, o colabora plenamente con la Creación.
El corazón. El orden humano es un orden moral. Todo acierto humano, consciente o inconsciente, era una investigación hacia el Bien.
El vientre. La Economía, la Economía Política, la Política. Nunca lo he entendido muy bien. ¿Acaso aquí el anhelo de independencia, de libertad? ¿Libertad para qué? ¿Para trabajar siempre en lo que quiera? Y trabajar siempre en lo que quiera ¿no será más bien jugar? Tal vez.
Las manos. El principio ortodoxo de toda acción; a saber: a) rigor en lo esencial; b) tolerancia en lo accesorio; c) abandono de lo inútil.
Los pies. La fábula del astrónomo al revés: ver, cada día, dónde se va afirmando la planta, y afirmada bien. Y en cuanto a la trayectoria del viaje (es curioso), cierto fatalismo, cierta obediencia semejante a la que me permite acatar con sencillez, en mi carrera diplomática, los cambios de país que me ordenan desde México. De aquí el horror de los “manifiestos”, “plataformas”, “programas” —y hasta de las definiciones como esta que voy haciendo, que me parecen atentados contra la plasticidad necesaria de mi ser.
(Creo que es inútil continuar más abajo de los pies).[14]
Partiendo de la Creación, y no del hombre, Alfonso Reyes advierte que el ser humano es un medio y no un fin. Se limita a decirnos que para la Divinidad, los fines humanos son sólo medios, sin precisar el sentido de este aserto y sin hablar del respeto que el mismo Dios tiene para nuestra esencia de seres librevolentes. Cree poder derivar el mal y el dolor del carácter de medio que tiene el hombre, pero no explica su naturaleza ni apunta su fundamento metafísico, aunque fuese en forma sucinta. Concluye en la aceptación estoica y no en la aceptación cristiana. Hasta aquí nuestras reservas y nuestras observaciones críticas a este primer punto, la frente (La primera, en la frente) de su Anatomía espiritual, manifestadas por imperativos de conciencia y de honestidad intelectual.
Sobre los ojos, don Alfonso nos ha dicho, en otra parte de su obra, que “son unas ventanas por donde entra y sale la conciencia a toda hora”.[15] ¡Fecunda y espléndida imagen! En ella está entrañada una significativa tesis de antropología filosófica, a saber: que el cuerpo, y singularmente los ojos, son escenarios y campo de expresión del espíritu. Por los ojos entra la escala platónica del deseo y el irrefrenable afán hacia la belleza.
La palabra, que pronuncia la boca humana, no sólo dice algo sobre la significación de las cosas, sino que devela en algún modo la intimidad del que habla y le comunica con la intimidad de un semejante. “Animal provisto de la palabra” (zoon lógon éjon) llamaron los griegos al hombre. Alfonso Reyes, que vivió de la palabra y para la palabra, siente hacia ella sumo respeto, es verdad, pero también júbilo, voluptuosidad, sensualidad. La saborea siempre como un "bocatto di Cardinale”. Sabe que es el único verdadero producto humano, la única creación, cuasicreación o colaboración plena en la Creación. El lenguaje —significación y sonido— es una exclusiva de la persona. La existencia propiamente humana de los hombres que evocan su ser e invocan el ser de los otros comienza con el lenguaje.
Humboldt llega a decir —expresa Reyes— que el hombre mal pudo haber hecho el lenguaje, cuando el hombre mismo ha sido hecho por el lenguaje. Prescindamos de la paradoja: lo que él vio como oposición es una modelación mutua. Conservemos el segundo miembro del aserto. La Antigüedad sintió aguadamente que el lenguaje es el sostén de la vida humana, el Logos. El lenguaje se le ofrecía en sus varias aplicaciones:
El lenguaje, aunque producto humano, hace al hombre, nos viene a decir Reyes. Y no solamente le constituye como hombre, sino le configura como mexicano, como alemán o como griego. Veamos este otro texto de Reyes:
Sólo a través de la lengua tomamos posesión de nuestra parte del mundo. En último análisis, el pueblo se vuelca y se resume en su lengua, donde hay la mención de todo su haber material y la sustentación de todo su haber moral, en cosas, en ideas, en emociones, en su respuesta ante la problemática de la existencia y su apreciación sobre todos los incidentes de la jornada humana, en su concepción de la vida y de la muerte.[17]
Es oportuno recordar aquí que a través de la lengua española, pronunciada al modo nuestro. Alfonso Reyes tomó posesión de su ser de mexicano. Vivió por y para el servicio de su tierra, hasta donde alcanzaron sus alientos, con la clara conciencia de que
la única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se entendió sin el todo. Claro es que el conocimiento, la educación, tienen que comenzar por la parte: por eso “universal” nunca se confunde con “descastado”. [18]
No escribió en vista de una idea preconcebida sobre lo que sea el espíritu nacional, porque su buen gusto le impidió caer en el estulto y horrendo “jicarismo”. Pero todo lo que hizo pertenece a México en el mismo grado en que él le pertenecía. La “familia mexicana —expresaba ufano don Alfonso— procede, simbólicamente, de don Juan Ruiz de Alarcón, el poeta ele la cortesía y de las buenas maneras, que osó llevar su vocecita correcta y afinada hasta los corrales atronados de la Comedia Española”.[19] Proyectó Reyes emprender una serie de ensayos bajo la divisa: En busca del alma nacional. Su propósito quedó incumplido. Nos restan, sin embargo, importantes observaciones que es preciso recoger y llevar a su cabal desarrollo. Recordemos de pasada —otra cosa no podemos hacer por ahora— esas notas que don Alfonso asigna al mexicano y que pueden integrarse en una caracterología: cortesía, discreción, pulimento, señorío. disimulo, tendencia a la mesura y a la rotundez clásica. Pasa por alto, el autor, el pathos religioso, el barroquismo, el personalismo trascendente del mexicano. Pero nos ha incitado a vislumbrar el mensaje que ha traído al mundo nuestro pueblo, ha buscado afanosamente el pulso de la patria, nos ha lanzado hacia la cultura latina —matizada de española hasta donde quiera la historia— porque sabe que las aguas hispanolatinas son las únicas que nos han bañado culturalmente. Lo demás, lo autóctono —objetos, formas, colores, sonidos— es un enorme yacimiento de materia prima que se ha incorporado y disuelto en el fluido de la cultura hispanocatólica. O para decirlo con palabras del autor que comentamos:
Nadie se encuentra ya dispuesto a sacrificar corazones humeantes en el ara de divinidades feroces, untándose los cabellos de sangre y danzando al son de leños huecos. Y mientras estas prácticas no nos sean aceptas —ni la interpretación de la vida que ellas suponen—no debemos engallarnos más ni perturbar a la gente con charlatanerías perniciosas: el espíritu mexicano está en el color que el agua latina, tal como ella llegó hasta nosotros, adquirió aquí, en nuestra casa, al correr durante tres siglos lamiendo las arcillas rojas de nuestro suelo.[20]
Retomemos el hilo de nuestro discurso. El orden humano —dice Reyes un su Anatomía espiritualal tocar el corazón— es un orden moral. Todo acierto humano, consciente o inconscientemente, era una investigación hacia el bien. ¿Acaso este aserto no indica claramente: que estarnos en constante relación con el bien: una noción inmediata, un objeto universal que todo ser busca para sí, un trascendental? No se trata, tan sólo, de una cosa exterior y por lo mismo inasimilada y no poseída —objeto de deseo—, sino también, y de manera primordial, de cierta perfección en el ser individual. Somos bondad —relativa, deficiente— que apetece mayor bondad y máxima permanencia en la perfecta integridad del propio ser. Y cuando tomamos conciencia de este apetecer, comprobamos nuestra libertad. Libertad no sólo como dato psicológico, sino como hecho ontológico. Soy mi libertad. Tengo que hacerme, haciéndolo todo, excepción hecha de mi naturaleza. La libertad es indeclinable. Atentar contra la libertad es atentar contra la esencia y contra la dignidad del hombre.
El último individualista se quejaba y decía:
—Impuesta, ni la felicidad; a fuerza, ni la gloria.
Tras una pausa, el último individualista continúa sus quejas:
—Decís que el individuo es el pecado original de la sociedad.
Y yo os digo: fiaos en el alumbrado público, y pronto os dejarán a oscuras.
—Y decís que el individuo es el verdadero microbio, y que la asociación de los individuos es la salud. Y yo os digo que, en vuestro higiénico pavor del microbio, os ha de pasar lo que al elefante higienizado. [21]
La acción —cuyo símbolo, para Alfonso Reyes, son las manos— debe ejercitarme de acuerdo con el principio ortodoxo: a) rigor en lo esencial. b) tolerancia en lo accesorio; c) abandono de lo inútil. San Agustín a la vista: “En lo necesario la unidad, en lo dudoso la libertad, en todo la calidad”.
Y en cuanto a la trayectoria del viaje —“Los pies”, en la Anatomía Espiritual— don Alfonso, aunque nos hable de “cierto fatalismo”, nos deja entrever su sentimiento “naturaliter” cristiano, cuando nos habla de esa “obediencia semejante a la que me permite acatar con sencillez, en mi carrera diplomática —nos dice—, los cambios de país que me ordenan desde México”. ¿Acaso este sencillo acatamiento no implica la admisión de un Ser superior que gobierna el mundo de acuerdo con su propio plan? Mientras otros optaron por la rebelión, Alfonso Reyes escogió la sumisión al orden, a la ley, a la Providencia quizás. Porque ese acatamiento sencillo y alegre del destino involucra la aceptación de un plan digno de Dios, de su sabiduría, de su poderío, de su justicia y de su bondad. También por la vía estética cabe tina aproximación a la Providencia. Díganlo, si no, estas palabras de Reyes en El Deslinde: “la actitud estética se acerca a la confianza religiosa mucho más de lo que sospechábamos”.[22] No queremos decir con esto —¡entiéndase bien!— que don Alfonso haya concebido su obra bajo el influjo de la Revolución cristiana. Se trata de otra cosa. Resulta muy difícil, si no imposible, pensar y sentir, en el siglo XX, sin pensamientos y sentimientos cristianos. Al menos para un hombre de cultura occidental.
Alfonso Reyes encontró, en el humanismo, su razón de vivir. Su ideal fue siempre el mismo; su aspiración nunca vaciló. En varias ocasiones confesó que el escribir era para él un modo de respiración. A punta de pluma organizaba la maraña mundanal y le hacía cobrar sentido. La literatura, la poesía, fueron en sus manos “como una vasta investigación en busca de la conciencia nacional, encaminada a dar al ser mexicano mayor vinculación con la tierra y un apoderamiento mayor sobre las realidades del mundo”.
Nunca se arrepintió de su oficio, a pesar de contratiempos y torturas. En el júbilo de la creación encontró compensación y descanso. Y aunque el don de admirar la belleza y de engendrar la belleza no sea, acaso, el más alto don concedido al hombre, como lo creyó siempre, de buena fe, Alfonso Reyes: es lo cierto que la firmeza de su vocación estética le acercó a la virtud moral.
Como todos los poseedores de una auténtica vocación literaria, Alfonso Reyes luchó y sufrió “en el asalto a ese castillo de amor que es la poesía”. Sabía que la adusta perfección no se entrega al primer requerimiento y que el secreto ideal duerme oculto en la sombra.
Yo también, nos confiesa, me he quebrado alguna vez la cadera contra el Ángel de Dios, a lo largo de temerosas noches de duda y desesperanza, para amanecer el día siguiente con la sensación jubilosa de que la naturaleza toda al fin me entregaba su secreto.
A la juventud de México le señaló una misión:
Pronto he de recoger mi barco en la atarazana, y os dejo esta palabra de aliento. Defended contra las nuevas barbaries la libertad del espíritu, y el derecho a las insobornables disciplinas de la verdad. A mí me ha tocado llegar unos minutos antes, sólo para abriros la puerta: a vosotros, bravos cachorros, alumnos inquietos de las musas, a vosotros el porvenir y el triunfo.
Pero no se limitó a señalar una misión y abrir una puerta. En cada argumento de su obra total resplandece un valor estético. Su mirada cordial, flexible, amplia, cortés se acerca a los hombres y a las cosas con “una bondad estética”, dispuesta a comprenderlo todo. Su destino amable le llevó a explorar y a salvar cuanto pudo.
Alfonso Reyes, ensayista, poeta, crítico, traductor, maestro y erudito, fue, ante todo, un escritor. Un escritor de raza, que todo lo medía y lo calibraba. Un escritor clásico —en el más digno sentido de la palabra— que leyó todo y todo lo fichó y lo juzgó. Su galanura y su gracia de estilista es incomparable. Ágil y fresco hasta el final, su prosa nunca denotó anquilosamiento ni fatiga. Mientras su cuerpo fue doblado y subyugado por su irremediable mal cardiaco, su espíritu estuvo siempre en disponibilidad para emprender, una y otra vez, las grandes aventuras del pensamiento y de la sensibilidad. Amó apasionadamente la antigüedad clásica —a los griegos, sobre todo— sin haber sido nunca, por eso, un extraño a nuestra realidad cultural. Formado en severas disciplinas filológicas, sus inquietudes le llevaron lo mismo a la literatura clásica española —por la que sintió siempre una particular predilección— que a las corrientes literarias de la época; al estudio de la aportación cultural hispanoamericana y al tratado que resume las enseñanzas de la retórica grecolatina: a las pequeñas fantasías estéticas y al deslinde del fenómeno literario. Y aunque la poesía forme una parte mínima de su obra escrita, fue —¡qué duda cabe!— un poeta de arte noble y sereno que supo atar en el hilo central de su emoción personal, todo lo recogido por su curiosidad y simpatía inagotables.
A Monterrey, su ciudad natal, permaneció vinculado, por inequívoca voluntad, toda su vida. Entre los años de 1930 y 1937, publicaba, en América del Sur, un “correo literario” ron el nombre deMonterrey y con el emblema del Cerro de la Silla. Movido por la nostalgia e impulsado por un afán de íntimas nupcias con su ciudad y con su paisaje, escribió aquellos versos:
Monterrey de las montañas,
tú que estás a par del río:
fábrica de la frontera,
y tan mi lugar nativo
que no sé cómo no añado
tu nombre en el nombre mío:…
Monterrey, donde esto hicieres,
pues en tu valle he nacido,
desde aquí juro añadirme
tu nombre en el apellido.
Y el regiomontano universal expresa:
Nuevo León es el laboratorio del civismo nacional. Sus valores espirituales tampoco están a discusión. Desde Fray Servando Teresa de Mier —bravo y algo fantástico luchador de la Independencia— hasta nuestros días, se suceden los trabajadores de las letras y la inteligencia. Algunos de ellos han alcanzado renombre dondequiera que se habla nuestra lengua y aún más allá. Saludemos a Nuevo León, vivero de buenos mexicanos. Saludemos a Monterrey, alarde de la humana virtud, abrigado en su estupendo valle, donde se alzan como centinelas el Cerro de la Silla y el Cerro de la Mitra, con sus caprichosas siluetas, y aquel bastión de la Sierra Madre que el poeta Manuel José Othón ha cantado bajo el nombre de “Las montañas épicas”.
Basten los textos que anteceden, me parece, para justificar la regiomontanidad de Alfonso Reyes. Su universalidad es patente. Su mexicanidad, inequívoca. Permanece en la vida cultural de México, de alguna inimitable manera superior, en sus discípulos, en su biblioteca y en sus libros. Esperamos, para el tema del hombre, la publicación de una obra inédita de don Alfonso, Andrenio: perfiles del hombre, que se nos antoja decisiva. Lo que importa, ahora, es que te siga, ya de pleno y de lleno, su tarea. Tarea inconclusa, pero abierta. Abierta como la realidad que desborda a todo sistema. Y abierta, con singular tensión, al misterio del hombre.
Pero cierta noche que acampaban, y Diógenes proyectaba al azar la luz de su linterna, el muchacho le dijo al oído:
—¡Apaga, apaga tu linterna, padre! ¡Que viene la mejor de las presas. y ésta se caza a oscuras! Apaga, no se ahuyente. ¡Porque ya oigo, ya oigo las pisadas iguales, y hoy sí que hemos dado con el Hombre![23]
Las nuevas generaciones mexicanas hemos aprendido, de Alfonso Reyes, que México puede dejar oír ya, sin temor a confundirse, su clara voz. Él nos ha lanzado por sendas universales y nos ha dado la esperanza —porque México es el nombre de una esperanza humana— de participar en el diálogo mundial.
[1]Vorträgue und Aufsätze, Neske, Pfullingen, 1954. Pág. 200
[2] Norte y sur, pág. 31.
[3] Ancorajes, págs.. 19-20.
[4][4] Obras completas, t. III. El suicida, pág. 227, Fondo de Cultura Económica.
[5] Opus cit. Pág. 231.
[6] Opus cit. Pág. 229.
[7] Obras Completas, t.III, El cazador, pág. 168.
[8] Opus cit. Pág. 88.
[9]Obras completas, t. III. El suicida, pág. 248.
[10] Opus cit. Pág. 242.
[11] Obras Completas, t. III, pág. 238.
[12] Obras Completas, t. II, Calendario, págs. 333-334.
[13] Obras Completas, t. III, El suicida, págs. 239-240.
[14] A lápiz. Anatomía espiritual, págs. 145-147.
[15] Obras Completas, t. II, Calendario, págs. 354. FCE.
[16] Obras Completas, t. XIII, La Antigua Retórica, págs. 366-7.
[17] Obras Completas, Tentativas y Orientaciones, pág. 275.
[18] La X en la frente, pág. 57, Porrúa, y Obregón, S.A. México, 1952.
[19] Opus cit., pág. 28.
[20] Opus cit., pág. 92.
[21] Obras Completas, t. II, Calendario, págs. 319-320. FCE.
[22] El Deslinde, pág. 48, El Colegio de México, 1944.
[23] Obras Completas, t. II, Calendario, pág. 323, Fondo de Cultura Económica.
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