Fragmento inédito[1]
9 de marzo de 1897. —Todos los periódicos de estos días se han ocupado con elogio del ilustre fallecido Guillermo Prieto, y a mí me parece muy bien. Fue una figura nacional y tuvo la suerte de vivir mucho. ¡No hay como vivir, para triunfar; sobre que sólo el hecho de prolongarse es ya un triunfo grandísimo! Veremos a ver cuánto tiempo perdura su recuerdo.
Muy niño yo, conocí al poeta engrandecido ya, ya circundado de gloria y colmado de aplausos. Lo conocí, al igual que a don Sebastián Lerdo de Tejada, en la casa de mi tío don José María Iglesias, por los “setentas”, según suelen decir los ingleses; antes del setenta y cinco en que perdía a mi madre, y que por eso no se me olvida.
El señor Lerdo nos encontraba a mis primos, a mis hermanos y a mí, a los hijos de don Francisco Zarco, a los Bárcena, en los anchos corredores sombríos de la aduana de Santo Domingo —de que mi tío fue administrador y en la que siguió viviendo recién elegido para la Suprema Corte de Justicia— y Presidente de la República y todo, se inclinaba hasta la pequeñez de nuestras infancias y nos acariciaba al pasar, dejándonos noción confusa de su persona y de su cargo; instintivamente, me anticipaba a la profunda exclamación de es el rey, como un hombre cualquiera pero, en el fondo, halagado con la idea de que un Presidente me hubiese dado la mano.
El saludo del prócer interrumpía nuestra algazara, que tal es la fuerza de lo convencional y facticio cuando de antiguo viene consagrado: ¡impresionar a su paso hasta la misma niñez!, y nos mirábamos entre risueños y encogidos frente al suceso; nos asombrábamos, luego, a los barandales, y oíamos en la escalera, un repetido frotar de fósforo contra marmaja —el señor Lerdo, detenido en el descanso, encendía su cigarrillo— y en el vasto patio colmado de mercancías y sombras de la noche, el rodar de la victoria descubierta, en cuya testera distinguíase apenas la figura enlutada y aristocrática del Presidente, apoyada en el respaldo del carruaje, y veíamos su brazo derecho subiendo y bajando en el aire con luz diminuta —la del cigarrillo aprisionado en los dedos de la mano— para saludar al inválido centinela de la puerta interior que tributaba trabajosamente, por su manquedad o cojera, los honores de ordenanza al jefe supremo.
Con Guillermo Prieto, mi conocimiento fue mucho más completo e íntimo, a pesar del medio siglo que nos distanciaba; veíalo muy a menudo; le oía tutear a mis primos, a nosotros, a mi tío, al género humano; a cada instante se hablaba de él, de sus versos, de sus proezas, de su talento; me acostumbré a reputarlo como hermano de mi tío, salían a diario, de bracero, charlándose sabe Dios cuántas intimidades, juntos regresaban, juntos estaban casi siempre. Me acostumbré a su figura, a su voz, a sus canas, a su descuidado pergeño. Luego, estos condenados años inatajables, quieras que no, fueron desbastándome el entendimiento y despertándome observación y análisis; años, libros y hombres dieron principio a su enseñanza —nunca perfecta ni agotada— y yo, con Guillermo Prieto entre otros, ensayé mi criterio propio, erigime en tribunal y fallé sobre virtudes y defectos suyos, olvidándome ¡ay de mí! de los propios que me adornan y afean.
Probablemente dentro de poco no se ocuparán ya de él, según es de regla entre nosotros echar al olvido a los muertos —que nada pueden darnos— y sólo ocuparnos de los vivos, que dan y quitan. De ahí que yo me empeñe en consignar en estas páginas mi juicio sobre el bardo nacional por excelencia.
Desde luego, Guillermo Prieto, según dije arriba, tuvo la gloria de vivir 78 años; lo raro es que disfrutara también de la otra gloria: ser aplaudido, y popular, y amado. ¿Lo mereció? Conforme a mi leal saber y entender, ¡sí!
De todas sus obras me quedo con la poética, no obstante que mucho hay de notable, y aun de plausible, en su obra de prosador y en su larga obra política. De sus versos, prefiero sus romances y los que ensalzan a nuestro pueblo; gusto más del cantor popular que del poeta con vistas a Tirteo. Prieto es tal vez de nuestros hombres de letras —sin contar al “Pensador”— quien más se ha inclinado a escuchar los latidos de nuestros humildes, las picardías de nuestros “léperos”; las abnegaciones y ternuras de nuestras “chinas”, las heroicidades de nuestros guerrilleros y las excelencias y defectos de los de abajo; por tal causa, sobrevivirá. Y cuando dentro de muchos años alguien quiera tener idea de lo que fue y de lo que a cabo llevó nuestra masa, irá a sus romances en peregrinación devota, y entre las páginas de ellos, entre las líneas desiguales de sus versos, encontrará material bastante para reconstruir toda una época —bien azarosa por cierto— y todo un pueblo ignorado mucho tiempo, calumniado a las veces y al que nunca se ha querido comprender a las derechas.
Prieto fue, por temperamento, un amoroso (y aun a cuenta de esta cualidad, que, extremada, en defecto se torna, perpetró algunos delitos pasionales que algo ennegrecen su fisonomía moral). Tuvo por nodriza a la miseria, pero engrandecida por un verdadero culto a su madre, lo que sin duda hizo que pudiera vencer a la primera. Y así, enamorado y miserable, entró en la vida y con la vida luchó a brazo partido, ¿cómo no había de triunfar?... Por escaso de dineros y abundante de cariños, su primera juventud se la pasó muy cerca de los pobres, ¿qué de extraño hay en que desde entonces se diera a amarlos y los amara siempre?
Ah, yo estoy cierto de que en muchos labios humildes y rojos, libaron los juveniles y hambrientos suyos, esos primeros besos de amor que jamás se olvidan, los que mejor nos saben, los que con su dejo de llama se nos quedan en la memoria de los sentidos, para recordarnos, cuando ya no lo somos, que también fuimos jóvenes alguna vez, y que en esa vez nos quisieron y besaron por nosotros mismos.
Yo estoy cierto de que pechos sanos, trigueños y mórbidos palpitaron precipitadamente, y se anegaron en sollozos, y se abandonaron tremantes y vírgenes a la magia traicionera de sus primeras rimas, improvisadas a la luz de la luna, junto a las chisporroteantes lumbraradas de nuestras verbenas populares y místicas, frente a las ventanas enrejadas de las casucas de nuestros arrabales, a hurtadillas de los santos en procesión irreverente, al arrullo dulce y melancólico de las cuerdas de alguna guitarra quejumbrosa, en las altas horas, cuando las doncellas despiertan en sus lechos, turbadas por los arpegios y por sus propios anhelos, y lloran sin consuelo, en la tiniebla, porque el padre y las rejas se oponen a que sean felices, según lo prometía el galán que canta y se va, la música que se apaga…
Y estoy cierto también de que de tales amoríos nacieron las endechas mejores de nuestro muerto bardo, sus romances más perfectos, sus letrillas más patrióticas, su encantadora y única “Musa Callejera”.
Sus versos todos —pongo aparte los políticos, los que él mismo quizá no estimó mucho— sus versos son una redención y una acción de gracias; acción de gracias a las “chinas” que lo amaron cuando joven, que se le entregaron rendidas y deslumbradas por su talento, que le dejaron gustar las mieles de su querer semi salvaje y desinteresado, que lo enloquecieron con sus caricias y sus enojos y sus celos… Todas esas zagalas que “Fidel” no pudo olvidar nunca, a pesar de años y triunfos, sin duda ajustaron con él misterioso pacto sin palabras escritas ni conminatorias cláusulas, en la hora solemne y augusta del espasmo; sin duda le suplicaron al oído:
—“Tómame toda, gusta de mi cuerpo y de sus hechizos, sé feliz entre mis brazos trémulos; y no me pagues ni me des en cambio nada por ahora, fuera de tu juventud y de tu fuego… pero, júrame que mañana, cuando crezcas y subas, cuando llegues a las alturas y tus versos que hoy nadie aplaude, sean aplaudidos y repetidos en esta tierra nuestra, júrame que entonces me cantarás a mí, a mi raza, a mis parientes y allegados, a mi padre que es guerrillero, a mi hermano que es contrabandista, a mi hijo que tal vez será soldado a la fuerza o héroe voluntario, a mi novio que es lépero, a mi primo que es bandido, a todos los míos, a partir de hoy tuyos también por el parentesco que con ellos te impongo, a todos nosotros que somos pueblo, que somos los humildes, que somos los más, pero que también somos ¡ay! los desamparados, los calumniados, los sin ventura, carne de cañón y frutos de horca, carne de placer y de miseria… cántanos tú, ampáranos y embellécenos, que en alguna parte y por alguna vez se nos tolere y se nos mire sin ascos ni repugnancias, que de entre las páginas de tus libros y de entre las cuerdas de tu lira salgan nuestras virtudes y nuestros vicios, y sepa México lo que éramos, lo que somos, sepa lo que fuimos cuando nuestro total desaparecimiento, que poco a poco realizase, se haya consumado… ¿Me lo prometes?... ¿me lo juras?...”.
Y Guillermo Prieto ha de haber jurado que sí, ha de haber prometido que lo haría. Lo raro, lo extraordinario no es que prometiera y que jurar —no hay hombre nacido que se resista a formular juramentos tales, si labios que acaban de besarnos, húmedos todavía de los besos nuestros, nos lo suplican—, lo raro y extraordinario es que el poeta cumpliera y cantara al pueblo. Fue así para mí la génesis de su musa callejera, de sus letrillas patrióticas, de sus romances nacionales; creo más, creo que hasta su pseudónimo es el símbolo de su promesa: “Fidel”…
Después, el talento de Prieto se impuso, y, por poeta, por literato, principió su encumbramiento, su bajar y subir en la política tumultuaria y ardiente de aquellas épocas de formación y de combate.
Otras calidades poseyó que le dan lugar estimabilísimo en la vasta galería de personajes de antaño: me refiero a su honradez. Es probado que pasaron por sus manos cerca de ¡¡¡300 000 000!!! de pesos, cuando la desamortización de bienes eclesiásticos, y que no sólo no conservó ni uno de ellos, sino que renunció a la suma de $200 000 que de gratificación le correspondían como Ministro de Hacienda por llevar a cabo la desamortización famosa. Sin que de maldiciente se me tache, puedo afirmar que no siempre ha sido de práctica honradez tamaña.
Y ya hemos visto su fortuna: sus rimas, su biblioteca, su modesta “Casa del Romancero” en Tacubaya, y una corona de laurel.
Porque fue coronado con aplauso grandísimo; una manifestación espontánea y sin precedente entre nosotros.
Cuentan los que saben de esta coronación que cuando el poeta salió a la calle seguido de sus admiradores literarios, al concluir el banquete en que le ofrecieron ese premio preciadísimo, no bien la gente del pueblo se enteró de lo que motivaba esa agrupación de personas de levita y chistera caminando por mitad del arroyo en pos de un viejo que les era conocidísimo, empezó a engrosarse la cauda que lo seguía y empezaron a cruzar por los aires gritos de “Viva Guillermo Prieto”, “Viva nuestro poeta”, “Viva el poeta del pueblo”, hasta el punto de que los gendarmes tuvieron que encauzar el curso de ese río voluntario, y Guillermo Prieto, conmovido, al aire sus canas mal defendidas por la montera y en la diestra temblorosa su polvoriento sombrero hongo, no atinaba a responder y a pagar tales muestras de cariño, sino con sonrisas truncas por la emoción y lágrimas de dicha que de sus ojos cegatos e inquietos le resbalaban lentamente.
La idea de ofrecerle una corona fue genial y llevada a muy feliz término, no obstante que se empleó el defectuosísimo sistema del sufragio. Meses antes, un periódico redactado por escritores entusiastas, propuso que por medio de cédulas los pobladores de esta buena ciudad de México designaran bajo su firma quién era, en su concepto, el mejor poeta nacional y consiguientemente el más acreedor a que se le obsequiara con una corona.
***
Guillermo Prieto, fuerza es que hable yo ahora del reverso, tuvo defectos, es innegable. Desde luego y principalmente, fue un incurioso; descuidaba de las ropas que cubrían su cuerpo desmadejado y tardo, se descuidó en política más de una vez, y ¡ay! descuidó siempre el aliño de sus trovas.
Sus malquerientes, ¡cómo no había de tenerlos si valía tanto! achacábanle otro: cierta falta de sinceridad para con los literatos y personas que disputaba por sus admirados y por sus amigos más caros. No me es dable rectificar ni ratificar especie tan grave, pues por lo que a mí se refiere, y debido quizá a los vetustos lazos de amistad que a él me ataron siempre, no conservo de él a este respecto sino el recuerdo luminosos de un cariño nunca desmentido y de un trato benévolamente paternal.
Que Guillermo Prieto quisiera conservar en las masas el culto que éstas nutrían por él, de antaño, es humano y no es censurable. De ahí tal vez que llamara hijos a todos sus interlocutores; de ahí que en la confusión que este rodar y rodar de años trae consigo, afirmara a muchos que había tenido intimidades con sus padres, de ahí que reclamara el brazo, indistintamente, de humildes o poderosos, para andar una o dos calles, para dar alcance al tranvía que lo llevaba a la ciudad de los Mártires, para ir i sentarse en la Botica de Llamas, para entrar y salir de la Cámara de Diputados, vibrante en tantas ocasiones con el fuego de su palabra y la energía de su retórica romántica. Todo esto quería decir que el Romancero no se resignaba a que su ancianidad naufragara contra los implacables escollos de la ingratitud y el olvido.
Buscaba, indudablemente, que no se borrara de las memorias de los hijos lo que los padres habían oído o habían presenciado: que él, Prieto, era “el de la larga fama”, el cantor de nuestro pueblo, el salvador del Presidente Juárez, el Tirteo de la Reforma y del Imperio que entusiasmaba a las huestes con sus rimas inflamadas y su palabra de oro de convencional irreducible.
Cierto que en ocasiones extremaba la nota; que gustaba de aparentar más achaques y más vejez en momentos solemnes, como cuando en la memorable sesión de la Deuda Inglesa cruzó a rastras el salón de la Cámara sostenido por dos amigos, y, muy trabajosamente, como quien se ase a un leño salvador, se asió él con los brazos trémulos a los barrotes de la tribuna, desde la que disparó, declarándose muy cerca de la muerte y del sepulcro, uno de los discursos que él sabía por larga y gloriosa experiencia, habían de despertar en sus oyentes las energías amodorradas y las decisiones dignas; cierto que fue innecesario el que se retratara en la fotografía de Manuel Torres, apoyado en un desarrapado granuja voceador de diarios y en un grueso bastón, como si ya sus fuerzas estuvieran a punto de abandonarlo; pero ¿con todas estas perdonables teatralerías, empequeñecíase por ventura su valía como hombre y como poeta? Entonces, ¿por qué censurarlas, si tengo para mí que antes contribuían a imprimirle carácter nuevo y a no dejar que se borrara el antiguo?
Su fama transpuso mares; de ello pude cerciorarme por mí mismo cuando mi prolongada y grata permanencia en Buenos Aires.
De cuatro poetas, principalmente, provenían las noticias y descripciones en nuestras inolvidables reuniones literarias de que hablo en el tomo primero de este “Mi Diario”: de Manuel Gutiérrez Nájera, de Guillermo Prieto, de Juan de Dios Peza y de Salvador Díaz Mirón. De los cuatro y de muchos más prosadores inclusive, di muchedumbre de pormenores hasta donde mi memoria o mis noticias alcanzaban; y se leyeron composiciones suyas, algunas merecieron la reproducción en diarios o revistas. Aun recuerdo que esta suerte corrieron “Las Mariposas” de Manuel.
Guillermo Prieto los interesaba excepcionalmente por su activa y sonada participación en nuestra lucha épica contra la Intervención, que tanto nos ha dado a conocer en esos países surianos y tanta simpatía les han engendrado hacia nuestro México. Hay, además, la circunstancia de que en rimas, en edad, en manera de vestir (siendo aseado Guido y Prieto no) y hasta en un remoto parecido físico, Guillermo Prieto ofrece varios puntos de contacto con Carlos Guido y Spano, un poetazo bonaerense, ya mencionado en estas páginas, de toda mi admiración y cariño.
Quería Guillermo Prieto, según rezaban sus letras, que algún entendido porteño hiciera la crítica de los escritos encomiadísimos de nuestro D. Agustín Rivera; y yo quería, en retorno, que Prieto me obsequiase con un ejemplar dedicado de su “Romancero”, con cuya lectura proponíame, y lo conseguí, proporcionar a mis amigos ratos de esparcimiento positivo.
A esos dos empeños se contrae la carta que aquí se exhuma y reproduce, y que es un retrato de su manera, más fiel que la mejor fotografía:
Señor D. Federico Gamboa,
Tacubaya, Casa del Romancero, Febrero 4 de 1892.
Muchacho muy querido de mi corazón:
Tu estimable de 4 de noviembre fue recibida y agasajada en esta casa a su llegada hace muy pocos días, y no la había contestado por la dificultad casi insuperable de encontrar a ningún precio un solo ejemplar del Romancero, hasta ayer que por una verdadera casualidad conseguí el que te remito por conducto del Ministerio de Relaciones.
Quedo en espera del juicio crítico de la obra del P. Rivera.
Con ansia espero las poesías de Rafael Obligado: es un poeta eminente que me admira por su inspiración y patriotismo. Sus obras, como las de Olegario Andrade, son aquí escasísimas, y no sé qué hiciéramos para que nuestra comunicación fuese más extensa y activa.
Como te dije al principio, va el Romancero con las expresiones más sinceras de mi tierno y paternal cariño.
Quedo con la mano extendida para recibir tu novela y leerla, y releerla, y saborearla a mis anchas.
Te quiere y admira, tu viejo,
Guillermo Prieto
¡A Rafael Obligado, dale un abrazo de exprimirlo!
Cuántos aplausos no provocó la epístola, cuando el propio Rafael Obligado le diera lectura en uno de sus “lunes”…
Cuántas ocasiones posteriores, el nombre de Guillermo Prieto fue amistosamente aclamado a orillas del Plata, al desgranarse los versos dulcísimos de su “Romancero”…
La prosa de Prieto no me convence, y en su obra de Historia Patria menos, no obstante que posee lo que sus rimas, y su palabra familiar, y sus discursos, y su ser entero poseían: fuego y amor, alma y entusiasmo…
Creo que deben exceptuarse del entredicho los “Viajes de Orden Suprema”, por desgracia incompletos, y el “Viaje a los Estados Unidos”, que es de enjundia regocijada y sabrosa.
Hanme asegurado que el poeta dejó, manuscriptas pero íntegras, sus “Memorias”. ¡Quiera Dios que ello sea cierto y que sus ejecutores testamentarios no demoren el aparecimiento de esas hojas vívidas!
***
Por lo demás, son tan fugitivos nuestros entusiasmos y de tal naturaleza nuestros buenos sentimientos para con los muertos particularmente, para con los muertos que, fuera del recuerdo, nada tangible pueden ofrecernos, que ya ustedes lo verán (señalando al público que haya de leer impresos estos renglones cuando el actual tomo segundo de “Mi Diario” salga a luz en traje de calle, es decir, para dentro de diez o doce años). Guillermo Prieto continuará volviéndose polvo en su fosa, y ni en calle, jardín o plaza se alzará el monumento a que tiene derecho y que hoy por hoy todos declaran acto de justicia.
No importa, ya nos dejó bastante, y mucho imperecedero; nuestra congénita ingratitud no ha de hacerle mella, quizá lo haga reír, allá, donde esté reposando su alto espíritu poético y enamorado de su país y de su raza; quizá repita él mismo las palabras con que dio punto a su Romancero: “si fuere así, tendré un desengaño más, desengaño cruelísimo, porque he vertido en mi Romancero lo que había de mejor y más puro en mi corazón de mexicano”.
[1] Forma parte del segundo tomo de Mi Diario que comprende los años de 1897, 1898, 1899 y 1900.
Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.
(+52)55 5208 2526
® 2024 Academia Mexicana de la Lengua