Antes de hablar con brevedad sobre teatro novohispano, quiero recordar placenteramente a la persona de mi antecesor en el ámbito de la Academia Mexicana de la Lengua, a don Carlos Montemayor. AI revisar parte de su obra, encontré, desde los inicios de su actividad creadora, poesía, narrativa, ensayo, teatro, traducciones, trabajos lexicográficos y periodísticos, conferencias, prólogos, antologías y algo que atrajo mi atención: un libreto para ópera, que muestra su gusto e intereses musicales. Todo ello evidencia a una personalidad académica plena y merecedora de los reconocimientos y premios que obtuvo. Entre éstos veo uno dedicado a su actividad como editor y particularmente promotor de literatura escrita en lenguas indígenas de México. Esto tiene interés especial por la trascendencia cultural que continúa teniendo y que así constituye tal vez el mayor reconocimiento que puede hacérsele al aquí recordado con creciente valoración.
Ahora me referiré a un asunto propio de los intereses de don Carlos: el teatro, pero al más lejano en el tiempo de nuestra dramaturgia actual, de la que es algo así como su germen. Hablo de la creación teatral de nuestra época virreinal, de la que emprendió su trayectoria al inicio del segundo tercio del siglo XVI y continuó desarrollándose a lo largo del seiscientos y setecientos, para proseguir su imparable evolución hasta nuestros días. El recorrido ha sido largo y variado, tanto, que se hace necesario clasificarla, pues sus peculiaridades constituyen modos escénicos claramente diferenciados por su finalidad, hacedores ocasión, espacio, espectadores, organización o maneras de expresarse. Así, al hablar de dramaturgia novohispana, el vocablo ‘teatro’ requiere de otro que lo precise, para que su espectador/lector asuma perspectiva pertinente al momento de reflexionar en él.
Pienso en cinco pragmáticas precisiones: el teatro evangelizador, el colegial-conventual palaciego, el de coliseo, el callejero, y el de autómatas, más conocido este último, durante el virreinato, como ‘máquina de muñecos’. La dramaturgia evangelizadora, hecha por frailes franciscanos principalmente, se define por su propia denominación, y más adelante se discurrirá aquí acerca de ella. La colegial, además de las variantes cultivadas en conventos y en Ia corte virreinal, se proponía inicialmente ser parte de la formación humanística de novicios, en particular de jesuitas, a quienes se quería también adiestrar en homilética, para lo cual los superiores pensaban que un medio apropiado era la representación escénica que —según ellos podría favorecer Ia capacidad discursiva y de convencimiento de los novicios, así se realizaba al mismo tiempo una intención educativa vinculada al arte escénico como tal, con lo que se buscaba lateralmente propiciar la creatividad literaria, apoyada muchas veces en la composición dramática —en latín o en castellano— pedida a novicios a modo de ejercicio escolar, del que se conservan muestras en diversos archivos.
El propósito primero fue ampliándose hasta derivar en celebraciones dramáticas diversas: el inicio de actividades educativas, el aniversario de Ignacio de Loyola, en el caso de los jesuitas, el arribo a Nueva España de un nuevo virrey, o Ia conmemoración de acontecimientos eclesiásticos o seglares considerados relevantes en su momento. Era una teatralidad con antecedentes en el drama humanístico, que cumplía bien la finalidad esencial y restringida para la que fue concebida, pero que supo servirse de recursos espectaculares que la hacían también intelectualmente amena y llamativa con música, coros, bailes a veces, escenografía vistosa, todo ello presentado en espacios que podrían ser considerados profesionales, como fue el caso del escenario construido ex professo en el interior de hoy inexistente Colegio de San Gregorio, un lugar fastuoso del que queda sólo una detallada descripción documental de la época.
Dramaturgia equiparable a Ia comentada aquí con brevedad se dio mayoritariamente en Ia sede femenina de Ia Orden del Carmen Descalzo, en México: el Convento de Santa Teresa Ia Antigua, en donde Ias escenificaciones eran frecuentes, a pesar de Ia prohibición que pretendía eliminarIas. Era una teatralidad concebida, al parecer, sólo como celebración de acontecimientos considerados dignos de ser testimoniados: profesión religiosa, aniversario de un priorato o natalicio, o bien Ia visita al convento por parte de una autoridad eclesiástica. No se daba allí Ia intención formadora y educativa acostumbrada por Ia teatralidad jesuítica.
La organización de todos los aspectos concernientes a Ias representaciones iba por cuenta de Ias monjas, pero Ia autoría de Ias obras —al menos Ias hasta hoy conocidas— solía encargársele a un miembro de Ia Compañía de Jesús, como fue el caso del Coloquio jocoserio de los elementos; no obstante, se sabe de varones carmelitas que, además de poesía, escribieron para el teatro, como fray Juan de Ia Anunciación y sus coloquios, entre los que destaca, por su reelaboración de mitos clásicos, el Coloquio de las Tres Gracias.
Fue abundante Ia composición teatral surgida en conventos y colegios religiosos, pero no es prudente expresar hoy juicios definitivos acerca de Ia dramaturgia colegia-conventual novohispana, dada Ia ausencia de siquiera un inventario completo de autores y obras del género, sin embargo no es del todo temerario hablar de autores identificados, de temas desarrollados, de modos de lenguaje versificado y, en particular, de originalidad basada en recreación de asuntos, personajes o mitos, y ofrecida a un público relativamente selecto, a través de actores improvisados como eran los colegiales que emprendían su trayectoria eclesiástica, o las educandas en conventos femeninos.
La temática de esta modalidad teatral se ha definido aquí como conmemorativa de dogmas, instituciones, autoridades, personajes y aniversarios, pero —hasta donde hoy es posible afirmarlo— solían incluirse en esas celebraciones dramatizadas asuntos de orden simbólico-religioso, aligerados a veces por Ia gracia discreta de algún personaje. Ejemplo de ello lo ofrece el texto del mencionado Coloquio jocoserio de los elementos, en donde el elogio de Ias virtudes de una priora auténtica —no de ficción— se fundamenta en Ia comparación de sus cualidades morales con los principios fundamentales de Ia filosofía antigua: fuego, agua, tierra, aire, que, personificados y dialogadores, corresponden, cristiana y respectivamente, a amor que obliga a obediencia, a Ia pureza de intenciones, a Ia humilde pobreza y al soplo divino que alienta Ia clausura, todo ello sin profundización ideológica, sino mas bien con intención de amenizar intelectualmente a una comunidad eclesiástica reunida para festejar a una priora, peculiaridades estas que caracterizaron buena parte de Ias piezas conocidas de teatro colegial-conventual, entre Ias que se incluyen Ias escritas en latín, en donde los rasgos intelectuales se acentúan a partir de reminiscencias clásicas como lo evidencian, por ejemplo, los diálogos de Bernardino de Llanos.
Otra etapa evolutiva del teatro novohispano es la representada por Ia que yo llamo ‘de coliseo’, a causa del edificio identificado por ese nombre y que había sido construido y utilizado precisamente para escenificaciones teatrales; hay estudiosos, sin embargo, que se refieren a esta modalidad como ‘teatro profano’. De paso cabe decir que el único arquetipo conservado de estas edificaciones se encuentra en Puebla, ciudad importante para esta dramaturgia, además de Veracruz y, desde luego, Ia capital del virreinato. Una u otra de ambas denominaciones se refiere la dramaturgia ofrecida en Nueva España aproximadamente desde 1642 y a lo largo del virreinato. Fue una teatralidad de carácter público a Ia que podía asistir cualquier persona, exceptuados indios y negros. Entre Ia concurrencia destacaban, por su manera ostentosa de arribar al coliseo y por su vestimenta, los individuos y familias de situación económica desahogada, que solían asistir más para ser vistos que para disfrutar y apreciar el espectáculo. Constituía un modo de identificación de miembros de la clase gobernante o que podían influir en decisiones de Ia autoridad novohispana. Este público mostraba un aspecto de la sociedad virreinal, aunque no el de mayor mérito, pues su comportamiento en el interior de los coliseos era muy impertinente, corno lo hace ver documentación conservada e incluso el testimonio de un viajero italiano, quien afirmó que por la inmoderación prevaleciente entre espectadores hubiera preferido que le pagaran por no asistir.
El teatro de coliseo estuvo sometido en buena medida por Ia autoridad gubernamental, que le asignó formalmente una finalidad primordial, ajena a su índole artístico espectacular. Ésa fue Ia de educar cívicamente a los asistentes al coliseo mediante obras con rasgos amonestadores o correctivos que dejaban al lado la calidad artística, que sólo interesaba a la literatura, para decirlo con palabras de algún censor. Estos propósitos e ideas quedaron expresados en ‘providencias’, bandos y reglamentos gubernamentales no siempre acatados, por lo que simultáneamente a esas disposiciones fue establecido un aparato censor bien organizado y con ejecutores llamados ‘jueces teatrales’, designados por el propio virrey en turno; eran dos, quienes con anticipación leían los libretos y eventualmente autorizaban su representación con enmiendas o modificaciones importantes que podían derivar incluso en el cambio de título de alguna obra. Por supuesto que autores ultramarinos no eran consultados al respecto y hasta podría resultarles irreconocible alguna obra de su autoría, situación que se hacía cada vez más evidente en el caso de Ias follas constituidas por partes de dos o más obras de autores diferentes.
El afán correctivo de esta teatralidad hizo que Ias autoridades vinculadas al quehacer escénico plantearan Ia necesidad de aplicar una preceptiva dramática correspondiente, fue así como, sobre todo en el ilustrado siglo XVIII, se difundieron numerosos bandos con esa intención e incluso un Discurso sobre los dramas, que no fue atendido a cabalidad, pero que da idea clara de los criterios gubernamentales con que se quería orientar Ia dramaturgia novohispana de coliseo. Se entrevé esta situación en los abundantísimos y a veces apostillados programas mensuales en los que se leen nombres de autores que —según juicio de censores— satisfacían las pretensiones moralizadoras de autoridades gubernamentales; así, aparecen mencionados, por ejemplo, José de Canizares, Fernando Gavila, Tomás de Iriarte, Luis Moncín, Agustín Moreto, Antonio Valladares, pero en particular Calderón de Ia Barca, cuyas obras eran consideradas propicias para el cumplimiento de los afanes de autoridades cívicas novohispanas que veían en Calderón Ia pauta imitable, el grado de que, cuando por alguna razón era excluida de Ia programación mensual una comedía elegida en principio, ésa era sustituida por alguna calderoniana, sin examen ni censura previos.
Este modo de dramaturgia se nutría fundamentalmente con creaciones de autores peninsulares, aunque hubo algunos novohispanos y de Ia América española en general, cuyas obras fueron representadas con éxito, fue el caso del cubano radicado en México, Fernando Gavila, quien no sólo escribió piezas para el teatro, sino que también se desempeñó como actor y director escénico. Otro fue el de María de Celis, cuya personalidad profesional parece equiparable a Ia de Gavila, pero es necesario conocer primeramente la documentación completa respecto a su creación dramática, antes de emitir un juicio fundamentado. Por otra parte, hay que considerar el hecho de que los comediógrafos autóctonos se veían relegados ante los peninsulares, e incluso debían pagar derechos de representación, cosa que no ocurría con los europeos.
La organización del espectáculo en coliseos iba por cuenta de un empresario, llamado entonces asentista, quien era responsable de elaborar cada programa mensual de escenificaciones, además de elegir a los actores, músicos, bailarines y cantantes que integraban Ia compañía teatral la cual era financiada por el gobierno virreinal, del que resultaban sus asalariados, hecho este que beneficiaba al aparato censor.
Esta estructura de organización fue sólida y derivó en el establecimiento en Puebla de una escuela que hoy llamaríamos de artes escénicas, aunque fue de vida efímera durante el último tercio del setecientos.
Espacio para esta dramaturgia fueron los coliseos, entre los que destacaron por sus cualidades arquitectónicas los de México y Puebla, que fueron bien cuidados y atendidos por el gobierno virreinal, pues de sus ingresos dependía en gran medida el sostenimiento de los hospitales, de aquí que también Ia temporada teatral abarcara todo el año, exceptuada Ia cuaresma. Así, el teatro de coliseo, aunado a Ias corridas de toros y de novillos, era el espectáculo público por excelencia. En ocasiones teatro y corridas coincidían en el escenario durante una tarde de coliseo.
Entre Ias modalidades de teatro novohispano se encuentran, finalmente, el callejero y Ia denominada ‘máquina de muñecos’. El primero de éstos se da desde fines del quinientos (1588 aproximadamente) y a lo largo del virreinato. Fue una dramaturgia que tuvo el privilegio de su tiempo de Ia expresión espontánea con escasas restricciones, pues no estaba sometida por reglamentación o preceptiva alguna ni por Ia censura, salvo en contadas ocasiones derivadas de denuncias surgidas de prejuicios, del rigor eclesiástico o simplemente de envidia. En esa casi libertad de acción radica su mayor atractivo —no sólo literario sino también social—, pues le dio calidad teatral plena, en medio de limitaciones diversas, hayan sido éstas económicas, actorales, de tramoya y de espacios escénicos apropiados; aun así, el teatro callejero se ofreció en dos modalidades; el profano y el de tendencia devota. El primero se proponía exclusivamente divertir al público heterogéneo que transitaba por calles y plazas y que se detenía atraída por una representación breve, ligera y con buena dosis de improvisación, lo cual la hacía perfectible; sin embargo solía incluir cantos y bailables a los que gustosamente se sumaba Ia concurrencia.
Los actores procedían de alguna compañía de coliseo que los había despedido, otros eran claramente los improvisados que buscaban un modo de sobrevivencia. Era una dramaturgia apoyada a veces en crítica o burla de personas y de costumbres, lo que daba al espectáculo un atractivo tono jocoso y hasta irreverente, como eran algunos entremeses y mojigangas, entre los que cabe mencionar, a modo de ejemplo, el del Galán liberal, Ia Mojiganga de los frailes, y Ia que criticaba Ia ubicación de Ia estatua de Carlos IV, tres piezas anónimas dieciochescas representativas de una teatralidad callejera, cuyos descuidos no le restan méritos esenciales, a pesar de Ia manera informal con que se elaboraban Ias guiones y de su desatención a normas gramaticales, aunque con uso de lenguaje versificado Ia mayoría de Ias veces, según se constata en textos conocidos hasta ahora.
En otro sentido, conviene decir que el teatro callejero se sostenía con aportaciones espontáneas de su público y con otras que eventualmente le otorgaba el gobierno virreinal a petición de sus organizadores, pero, a diferencia de lo que ocurría con los coliseos, la autoridad cívica no interfería en Ia teatralidad callejera, sino excepcionalmente.
El teatro callejero de esencia devota fue abundante, no solamente en la capital del virreinato sino también en poblaciones del interior del enorme país que fue Nueva España: Orizaba, Puebla, Querétaro, Real del Monte, Veracruz.
Esta dramaturgia solía ocurrir en fechas destacadas del calendario eclesiástico, en particular el día de corpus y Ia ocasión en que se conmemoraba la caída de Tenochtitlán el 13 de agosto. Pero también eran numerosas las veces en que Ias varias cofradías, permanentes, bien organizadas y con recursos humanos y financieros propios, efectuaban marchas y procesiones que incluían representaciones teatrales sobre carros, con Ias que se celebraba a venerables figuras sagradas, entre las que destacaban, en autos, comedias y loas, Ia Virgen de Guadalupe y también Ias llamadas Passiones, algunas de éstas escritas y representadas en latín durante Ia Semana Santa. Pero no era un teatro de índole exclusivamente religioso, sino que también solía figurar a tipos sociales comunes: el comerciante, un enfermo, el vendedor callejero, un colegial o el profesional de una disciplina, personajes bien caracterizados, con matices hilarantes a veces y con lenguaje coloquial, con lo que se quería satisfacer Ia búsqueda de entretenimiento de un público sencillo y heterogéneo. Estas espontáneas representaciones quedaban enmarcadas por elemental y fugaz disposición escénica, que era parte de Ia vida novohispana popular, desinteresada de reglamentos y preceptivas, lo que hoy le otorga vistosidad adicional.
En este modo de teatralidad hay numerosas muestras, algunas conservadas manuscritas, como son Ias piezas anónimas Sainete jocoso entre un indio y una india, o el Entremés gracioso, dialogado entre una vieja, un estudiante, un payo y una tornera.
Una modalidad de teatro callejero fue la ‘máquina’ o ‘comedia de muñecos’, mejor identificada hoy como ‘teatro de títeres’. Este se dio desde temprana época virreinal, con fines de entretenimiento divertido, pero de esa época se conoce actualmente sólo documentación respectiva que concierne a permisos de representación en México, Guadalajara. Guanajuato, Hidalgo, Puebla, Querétaro, Veracruz, pero se ignora si hubo textos o guiones; hay que aguardar los inicios del ochocientos para encontrar una buena cantidad de éstos, tanto manuscritos como impresos. Es un aspecto casi desconocido de nuestra dramática popular acerca del cual no es posible aún ofrecer juicios definitivos, pero sí aproximaciones.
Al menos desde 1715 se sabe que hubo ‘cómicos de Ia lengua’ o ‘farsantes’, como algunos los llamaban, es decir personas empobrecidas, generalmente desplazadas de compañías profesionales que se organizaban en otras improvisadas, para representación con títeres de madera en diversos espacios abiertos distantes de ciudades e incluso rurales, para no perjudicar los ingresos de los coliseos, sin embargo hay constancia documental de que muchas veces el espectáculo se hacía en carpas, pabellones y también en casas particulares urbanas llamadas ‘coliseos de figuras’, circunstancia que estaba prohibida, mas no era infrecuente; ocurría además que los muñecos, también llamados ‘autómatas’, eran sustituidos por personas, lo cual ocasionó una propuesta de supresión de la actividad, aunque ésta quedó sin efecto, a pesar de Ias denuncias por desórdenes ocasionados por la función y hasta por vulgaridades manifiestas en ella y en su ambiente algo tosco e inmoderado.
Como quiera que se hayan dado estas situaciones, el hecho fue que el espectáculo fue muy popular y difundido en comunidades de escasos recursos, tal vez en parte por ausencia de un pleno y riguroso aparato censor como el que padeció el teatro de coliseo, y que hizo que particularmente durante el setecientos se extendiera por gran parte de Nueva España y casi en cualquier época del año, exceptuada Ia cuaresma, así lo hacen ver Ias numerosísimas solicitudes de exhibición que se conservan, desde mediados del siglo XVIII, entre las que hay una de 1759 que incluye la petición de un empresario del género que planteó Ia conveniencia de construir un coliseo de figuras en la pequeña población de Real del Monte, en el actual estado de Hidalgo, con lo que los beneficios económicos de los titiriteros se incrementarían, pues las ganancias estarían destinadas a ellos por completo, sin entregar un solo peso a la administración hospitalaria, como era el caso de los coliseos; esta situación se daba ya arbitrariamente desde años anteriores, pero se quería reglamentarla a mediados del setecientos.
Este modo de actividad teatral derivó, entrado y avanzado el siglo XIX, en otro más evolucionado basado en guiones y con actores de carne y hueso, que también logró gran popularidad por su caracterización de individuos comunes y por sus temas satíricos referidos precisamente al momento en que se representaban. Así, encontramos títulos y textos como La corrida de toros, La pelea de gallos, EI borracho, Las coplas de Don Simón, Un baile en arroyo jíbaro, también transmitido con el título de Las astucias de un novio. En éstos y en otros textos conservados se ironiza y divierte a partir de situaciones y de personajes cotidianos que evidencian una idiosincrasia sencilla, ingenua y también pícara, manifestada en un lenguaje marcadamente popular, todo ello desde una perspectiva espectacular perceptible en acotaciones numerosas.
Ocasionalmente se ofrecían escenificaciones de asunto religioso en una casa habilitada para montajes de comedias de muñecos en el Parque de la Moneda, de México. Allí, en enero de 1815, se representó, por ejemplo, Lucifer vencido, un breve drama pastoril acompañado por un sainete y coros.
A modo de conclusión preliminar acerca de este género teatral, no es exagerado decir que constituye un testimonio social, literario y lingüístico digno de mayor atención de Ia que ha tenido hasta ahora.
Al inicio de estas páginas me referí al teatro evangelizador, promovido, organizado y realizado por franciscanos aproximadamente durante Ias dos últimos tercios del siglo XVI. Es un género ampliamente conocido y estudiado, del que, por lo mismo, intentaré hacer una síntesis.
Fue una dramaturgia concebida para doctrinar, en lengua náhuatl, a indígenas monolingües, particularmente a los de la cuenca de México, aunque hubo eventuales escenificaciones en castellano en otras regiones del sur del país a cargo de frailes dominicos. El propósito esencial, además de proponerse Ia abolición de celebraciones rituales indígenas, era el inculcar en sus espectadores dogmas de Ia religión católica y preceptos neotestamentarios. Hacen ver esto títulos y textos como EI Juicio final, La aclaración de los reyes, La ascensión del Señor, La destrucción de Jerusalén o La venida del Espíritu Santo. Se conserva incluso el texto para representación de una Vida de Cristo, compuesta en náhuatl y en castellano. Así, temas y desarrollo escénico quedaron muy circunscritos, pero enmarcados por notable espectacularidad consistente en fuegos de artificio, vuelos imaginarios, vegetación, animales vivos, apariciones y desapariciones, música, canto a veces y simulación de lugares emblemáticos (Infierno o Gloria, por ejemplo). Estos componentes de representación tenían su lugar en espacios diversos e improvisados, pero preferentemente en capillas abiertas, de Ias cuales hay ejemplares conservados en el actual Estado de Tlaxcala.
Los hacedores franciscanos de este género, entre los que destacó Andrés de Olmos, aprovecharon en alguna medida elementos de Ias moralidades y del drama litúrgico medievales, a los que mezclaron danzas y cantos propios de Ia expresión de religiosidad indígena, con lo cual atraían el interés de Ia población autóctona, aunque este recurso también fue causa importante de Ia suspensión de esta dramaturgia medio siglo después de iniciada; sin embargo, esta manera peculiar de acción dramática ha pervivido en lo esencial hasta nuestros días en diversas poblaciones del centro y sur del país con Ias modalidades que le han impuesto circunstancias históricas cambiantes.
Ejecutores concretos de estas piezas teatrales eran los indígenas mismos, quienes eran previamente instruidos por los frailes en todos los aspectos concernientes a Ia representación. Ocurría así un teatral mestizaje temático, escénico y lingüístico que hace su básica originalidad.
El teatro evangelizador muestra etapas evolutivas a lo largo de su presencia. Una de ellas surgió desde finales del siglo XVI, expresada en castellano con temática preponderantemente guadalupana, dejando al lado propósitos y asuntos que interesaron a los franciscanos en el siglo XVI. Importó entonces arraigar y difundir ampliamente, y no sólo entre comunidades indígenas, el culto a la Virgen María a través de su advocación guadalupana y de todo lo que le concierne. Desde luego, asunto fundamental fue el de Ias apariciones, que dio tema a innumerables piezas teatrales, muchas de ellas impresas ya, pero muchas más manuscritas e inéditas. Entre Ias primeras son dignas de mención a modo de ejemplo, el Auto marianoescrito por Joaquín Fernández de Lizardi, el Coloquio para celebrar Ia maravillosa aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, recuperado al menos por Antonio Vargas Arroyo; un anónimo Coloquio guadalupano, y varios más, también sin nombre de autor, bajo el título de Coloquio; a estas piezas se suman un auto guadalupano llamado Flores apparuerunt, y una Comedía en tres actos, ambos de ignorados creadores. Entre Ias piezas anónimas destaca una con notable invención dramática titulada Comedia famosa de Ia sagrada aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Así, el propósito evangelizador se enriqueció y diversificó aprovechando Ia esencial experiencia teatral franciscana con todo su aparato de representación y espacios disponibles, a los que se sumaban atrios, plazas, calles y por supuesto el cerro del Tepeyac.
Con lo dicho hasta aquí he querido ofrecer una síntesis extremada concerniente a los ancestros de Ia dramaturgia mexicana, que tal vez ayude a su conocimiento y comprensión plenos.
En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Germán Viveros nos ha hecho un elogio de su antecesor en la silla XX, Carlos Montemayor. Éste se destacó como clasicista y, además, como cultivador y defensor de las lenguas indígenas. Por eso me parece muy adecuado que Viveros, quien ha trabajado en las letras clásicas, sea su sucesor.
Montemayor realizó diversas traducciones de textos clásicos, así como eruditos estudios de los mismos. Recuerdo su traducción de Safo y un libro sobre la IV Égloga de Virgilio, y un homenaje a su maestro de Chihuahua, Federico Ferro Gay. Viveros ha elogiado el trabajo de Carlos Montemayor, que en realidad fue muy digno de encomio.
Por su parte, Viveros ha realizado numerosas traducciones del griego y del latín, tanto del mundo clásico como del novohispano. Sólo recordaré su traducción del griego de Marco Aurelio y su traducción del latín de la historia del Colegio de Pátzcuaro, en Michoacán.
Pero la dedicación especial de Viveros ha sido a la historia del teatro, tanto la del clásico como la del novohispano. Igualmente, encontramos estudios suyos sobre la medicina hipocrática y galénica, a la que accedió gracias a sus investigaciones acerca del teatro, pues en el tiempo de la colonia lo que se colectaba en las representaciones teatrales era frecuentemente destinado a los hospitales.
En cuanto a la literatura dramática, Viveros ha abarcado diversos aspectos del teatro clásico, tanto griego como latino. Pero donde más descuella su trabajo es en el campo del teatro novohispano. Ha rescatado, editado y estudiado numerosas piezas dramáticas de nuestro pasado colonial. Eso lo ha colocado como un estudioso benemérito de las letras mexicanas. Así, menciono: Teatro dieciochesco de Nueva España, México: UNAM, 1990; Memorias del teatro en México. Tomo IX: Dramaturgia novohispana del siglo XVIII. Selección, edición, estudio introductorio y notas de G. Viveros, México: SEP, 1993; Talía novohispana. Espectáculos, temas y textos teatrales dieciochescos, México: UNAM/CONACYT, 1996 y Manifestaciones teatrales en Nueva España, México: UNAM/CONACYT, 2005.
Ha atendido al teatro propiamente novohispano, desde sus comienzos en el siglo XVI hasta los textos dramáticos de principios del XIX. Lo más importante es que ha ido a los archivos y repositorios, de los que ha salvado numerosos textos inéditos. Eso es lo que me parece más meritorio, pues ya se han estudiado mucho los autores reconocidos, todos ellos editados, mientras que nuestro autor ha ido a los textos olvidados e incluso en peligro de perderse.
Tales son las labores que debemos agradecer a nuestro investigador, pues está trabajando a favor de la historia patria literaria y cultural. Defiende nuestro pasado, la memoria histórica y humanística que poseemos.
En su disertación, Viveros destaca los distintos momentos del teatro mexicano que ha ido estudiando. Es, como he dicho, principalmente el de la colonia. El teatro catequético, ya que los misioneros usaban representaciones para evangelizar, sobre todo los franciscanos; el teatro escolar, ya que se usaba también para la didáctica en las escuelas, especialmente de los jesuitas; el teatro conventual, como el de las monjas carmelitas; el teatro palaciego; el teatro profano que llama de coliseo, pues se representaba en el coliseo de la ciudad de México; el callejero y de autómatas, la “máquina de muñecos” o de títeres. No sólo había coliseo en México, sino también en otras partes, como en Puebla y Veracruz. Allí cabían muchas cosas, de índole muy distinta.
En el teatro de coliseo, al que se le asignaba como finalidad la educación del pueblo, había una censura muy estricta. Viveros ha investigado cómo las autoridades intervenían, mediante unos “jueces teatrales”; y cómo los empresarios o asentistas lo cumplían en sus actores.
Llama la atención que las obras de Calderón de la Barca ni siquiera eran examinadas ni expurgadas, mientras que otras se prohibían. Algunas más se permitían, pero con modificaciones. Todo eso nos habla de los parámetros éticos y estéticos de esa época.
Viveros ha estudiado, asimismo, las loas en México en el siglo XIX, para lo cual acudió de manera principal al Archivo Histórico del Colegio de Vizcaínas, de donde han salido excelentes investigaciones, como lo vimos en la desaparecida profesora Josefina Muriel.
Se conservan varias loas mexicanas del XIX, que han sido descritas por nuestro autor en otro discurso. Forman parte de nuestra herencia literaria. Algunas de esas loas son muy notables, pueden codearse con las mejores que se produjeron en España. Otras no son tan buenas, y desmerecen un poco. Pero todas, en su conjunto, son elementos de nuestro tesoro cultural.
Recientemente Viveros se ha dedicado al teatro guadalupano. Todas aquellas obras dramáticas que versan sobre la Virgen de Guadalupe son numerosas. Hay un extenso repertorio de las mismas. Y forman parte de la historia novohispana.
Por eso Germán Viveros se ha colocado como un investigador benemérito de la cultura patria, en el ramo de la literatura teatral, que representa el pensar y sentir del pueblo en un determinado momento histórico.
Y por eso mismo, Germán Viveros ha sido llamado a formar parte de nuestra Academia Mexicana de la Lengua, lo cual tiene bien merecido. Sea, pues, bien recibido en el seno de la misma, que ya es su casa.
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