Miércoles, 25 de Junio de 2008

Ceremonia de ingreso de don Víctor Hugo Rascón Banda

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Discurso de ingreso:
Un acto de fe 

Señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, don José Moreno de Alba;
señores académicos;
señores invitados, amigos y amigas:

Un día, hace 50 años, en un pueblo minero fantasma de la Barranca del Cobre, en el corazón de la Sierra Tarahumara, un niño le preguntó a su madre: “¿Quién hace las palabras?”, “Dios”, le respondió ella, y le recordó la frase bíblica “En el principio fue el Verbo”. El niño no quedó conforme. Al llegar al tercer año de primaria le preguntó a su maestra Socorro: “¿Quién hace las palabras? ¿Quién decide si llevan hache o acento, si van con grande o con chica?”

La maestra sonrió, le mostró la primera página de un diccionario y le respondió: “Los académicos deciden todo”.

En el sexto año, llegó a la región el inspector escolar y, después de exami­nar al grupo, preguntó a cada niño qué quería ser de grande. Uno respon­dió “Maestro”, otro, “Aviador”, otro, “Obispo”, dos, “Presidentes municipa­les”, varios respondieron que “Braceros” y el niño aquel respondió: “Quiero ser académico”. Hubo un silencio y luego una carcajada general.

El inspector se acercó al niño y le preguntó si sabía qué era eso, y el niño le respondió: “Son los señores que cuidan las palabras”. “Pues tendrás que investigar cómo y dónde se estudia esa carrera y cómo se obtiene el título.” Pasaron los años y el niño olvidó su aspiración y se convirtió en maestro normalista, luego maestro en Lengua y Literatura Españolas y, como los sueldos de los maestros eran y siguen siendo de hambre, decidió estudiar leyes para ser abogado, porque desde niño observó cómo sus abuelos jueces y su padre ministerio público leían un librito y mandaban a los acusados a la Penitenciaria de Chihuahua o a las Islas Marías. Y si bien les iba les daban el pueblo por cárcel.

El niño, ya joven, vino a estudiar a la Facultad de Derecho de la Univer­sidad Nacional Autónoma de México, donde cursó la licenciatura, la espe­cialidad, la maestría y el doctorado; pero mientras cursaba la licenciatura, no podía viajar hasta Chihuahua en vacaciones por el costo del boleto y decidió formar un grupo de teatro llamado Nolens Volens con algunos compañeros y adaptar y dirigir los cursos de Teoría del Proceso, del doctor Fernando Flores García, y siete casos del Derecho Romano traducidos del latín por el doctor Floris Margadant, y así se siguió con otras asignaturas.

Eran teorías jurídicas y casos explicados en comedias musicales, con un argumento cómico, escritas, dirigidas y actuadas por el propio estudiante chihuahuense. Las obras tuvieron éxito y fueron de gira por las facultades del país y el grupo llegó hasta el Ecuador. El rector Guillermo Soberón, intrigado, envió una comisión de notables a ver una de las obras. En la comisión iba el dramaturgo y director Héctor Azar, quien amablemente re­probó el experimento y nos invitó a ingresar al Centro de Arte Dramático que iba a fundar en Coyoacán.

Sólo el estudiante de Chihuahua aceptó y estudió ahí dirección escénica con el maestro Azar y dramaturgia con el maestro Vicente Leñero, quien reprobó sus obras jurídicas, pero aprobó su primer texto teatral, Voces en el umbral, que envió a tres concursos de dramaturgia, recibiendo por su­puesto no el primer lugar, pero sí una mención de honor. Qué fácil es escribir teatro, dijo el nuevo autor, y siguió escribiéndolo en los talleres del maestro Leñero y del maestro Hugo Argüelles en sus domicilios. El nuevo dramaturgo, que como adivinarán soy yo, estrenó primero Los ilegales, so­bre los migrantes mexicanos, su segunda obra, en el teatro Flores Magón de Tlatelolco, y dirigida por Marta Luna, con la que la Universidad Autó­noma Metropolitana iniciaba el movimiento llamado Nueva Dramaturgia Mexicana.

La vida es mágica. Quien estaba al frente de la Dirección de Difusión Cultural de la UAM era un joven poeta y narrador, a quien nunca vi, pero que se llamaba Carlos Montemayor. ¡Qué paradoja!, fue él quien con don Alí Chumacero y el jurista Diego Valadés, me propusieron como candidato a la Academia Mexicana de la Lengua y es él, Carlos Montemayor, ahora mi amigo, quien responderá mis palabras de ingreso. Gracias, don Alí; gra­cias, maestro Valadés; gracias, Carlos, por hacer realidad aquel sueño de la infancia que se quedó en el olvido.

Y gracias, señores académicos, por aceptarme. En estas diez sesiones del pleno de la Academia a las que por estatutos debí asistir antes de mi ingreso formal, he encontrado un lugar que nunca imaginé que existiera.

En una bella residencia de la colonia Juárez se reúnen las inteligencias de este país, esos personajes cuyos libros nos forman en secundaria, preparato­ria, normal y facultad. Se respira un aire de armonía y las discusiones son respetuosas y cordiales, reconociéndose la razón al académico que aporta más fundamentos y razones.

Si en este clima sesionara el pleno de la Suprema Corte, si así sesionara el Congreso de la Unión y los plenos de los partidos políticos, otro sería este país.

Gracias, señores académicos, por recibirme con tanta cordialidad y gene­rosidad, con un calor humano que sentí desde el primer día.

Siento que conmigo ha vuelto el teatro a la Academia, porque desde el fallecimiento de mi querido maestro Héctor Azar no se había cubierto esta disciplina, en este sitio de honor donde están representadas las ciencias, la historia, la filosofía, las humanidades, la literatura.

La silla del maestro Azar fue asignada a un distinguido ensayista y narra­dor. A mí me corresponde el honor de ocupar la silla número XXVIII, que dejó vacante don José Rogelio Álvarez. Leer la hoja de vida de don José Rogelio Álvarez, personaje nacido en la ciudad de Guadalajara y académico de la lengua desde 1992, es ir de sor­presa en sorpresa. ¿Cómo un hombre puede ir del sector público al privado y viceversa sin mancharse las manos?, ¿Cómo se puede ser banquero con éxito en el Banco del Pequeño Co­mercio y consejero del secretario de Educación, director de empresas priva­das, director de Promoción Económica del estado de Jalisco, subdirector de Diesel Nacional, S. A., y coordinador general de Difusión de la XIX Olim­piada, si para cada puesto se requieren diferentes perfiles y vocaciones?

Por si fuera poco, don José Rogelio Álvarez tiene otra faceta, su pasión por los libros y los diccionarios.

Desde su propia Compañía Editora de Enciclopedias de México, S. A. de C. V., publicó docenas de estudios, ensayos sobre Jalisco y sus pobla­ciones, guías para viajeros, colecciones de arte y ensayos sobre personajes históricos.

En 1985 editó Todo México, compendio enciclopédico, edición de 100 mil ejemplares. Pero su obra magna es la Enciclopedia de México, color café, que muchos tenemos en casa, cuyos tomos forman con sus lomos una serpiente emplu­mada.

¿Cómo se puede poseer tantos conocimientos, datos, información? ¿Có­mo sintetizarlos? ¿Cómo adelantarse al futuro y publicar la ficha de un joven dramaturgo que apenas había estrenado dos o tres obras?

Cuando vi mis datos en la Enciclopedia de México me sentí apenado, conmovido y comprometido con el teatro. Dije, alguien está apostando por mí, debo cumplir con su apuesta. Y se reforzó mi vocación.

Habría que calcular los miles de documentos leídos y las miles de cuar­tillas que ha escrito don José Rogelio Álvarez para asombrarnos más ante su hoja de vida. Y ya concluyó el tomo I de la Enciclopedia de la Iglesia católica en México, proyectado en ocho tomos, pero diferida su publicación a causa del alto costo. ¿Dónde están los empresarios y las organizaciones católicas?

Don José Rogelio Álvarez es un erudito. Así debieron ser los hombres del Renacimiento. Parece que también es un escritor compulsivo. En su vida ha tenido la frialdad y el temperamento de los empresarios para manejar con éxito tantas empresas, pero detrás de ese hombre orde­nado, racional y disciplinado está el humanista que quiere compartir sus hallazgos y conocimientos con nosotros.

Los padres de familia se quitaron un peso de encima cuando apareció la Enciclopedia de México. Descansaron y dijeron: “Hijo, no me preguntes más, ahí está la Enciclopedia que te compré, la de la serpiente”. Y a los adultos, de cuántas dudas nos ha sacado la Enciclopedia de México, que de­biera estar en todas las bibliotecas y en todos los hogares.

Es un alto honor para mí ocupar la silla XXVIII que correspondía a don José Rogelio Alvarez, quien acogiéndose a los Estatutos de la Academia solicitó su retiro y ahora, en casa, seguramente sigue soñando y trabajando en diccionarios y en publicaciones de interés para nuestro país.

Desde la fundación de la Academia, han formado parte de ella distin­tos dramaturgos cuyos nombres quiero evocar porque la creación no surge por generación espontánea y atrás de los creadores actuales está el camino abierto por quienes lucharon por el teatro. Han sido académicos Héctor Azar, Salvador Novo, Celestino Gorostiza, Julio Jiménez Rueda y Francis­co Monterde, distinguidos hombres de teatro que además ejercieron otras disciplinas.

Nos encontramos en el Teatro Julio Castillo porque los señores académi­cos aceptaron mi petición de transladarse a este escenario; primero, por­que soy dramaturgo y deseo rendir un homenaje al director Julio Castillo, quien con su montaje de mi obra Armas blancas en un sótano de la UNAM, me introdujo realmente en la difícil república del teatro. Además, aquí he estrenado alguna de mis obras, como Homicidio calificado, el caso de los niños chicanos asesinados en Dallas.

(Gracias, doctora Teresa Franco, por su hospitalidad. Gracias a Ignacio Escárcega por su apoyo.)

El teatro me ha llevado a la Academia y al teatro es a lo que voy a refe­rirme. El hombre nació con el teatro. El hombre primitivo hizo teatro para hablar con los dioses. No hay región del mundo donde no se haya inventa­do un tipo de teatro. En la cultura occidental, nosotros seguimos al teatro griego, pero los japoneses inventaron su teatro No y los chinos su particular forma de teatro, con colores que expresan pasiones.

Relatan los cronistas de la Conquista de México que encontraron en los pueblos y ciudades de este continente unos espectáculos llamados mitotes, donde la poesía, la danza, los gritos, las flautas, los tambores y los diálogos formaban un espectáculo muy parecido al teatro que los cronistas habían visto en España.

El pueblo maya fue el que desarrolló la más avanzada forma teatral. Ahí está el Rabinal Achí para atestiguarlo. En esta obra dramática un guerrero cautivo recibe la licencia de hacer una danza guerrera a una doncella, aun­que esto le cuesta la vida.

En este teatro se hace verdad lo que falsamente decimos todos los días “Muero por el teatro”. Sólo en el teatro maya se moría por el teatro.

El teatro fue utilizado como apoyo durante la evangelización de los in­dígenas. A pocos años de la caída de Tenochtitlán, en 1523, en Tlatelolco hubo una función de teatro con 5,000 actores indígenas que interpretaban en náhuatl El juicio, para mostrar el cielo, el purgatorio y el infierno, ilus­trado este con grandes llamas subterráneas. Había una trampa en el escena­rio por la que caían los que eran condenados al infierno.

Ahí están las pastorelas del teatro evangelizador, que sobreviven en to­dos los pueblos del país, en atrios de iglesias, en plazas, en calles, jardines y teatros, para recordarnos la Navidad y la Adoración de los Reyes Magos, recurso teatral inventado en Italia por Francisco de Asís y reinterpretado en este continente durante el virreinato de la Nueva España.

El teatro ha estado también cerca de la lucha por la Independencia de México. Recordemos cómo don Miguel Hidalgo y Costilla reunía a los insurgentes conspiradores en tertulias, en donde se leía poesía, se cantaba, se tocaba el piano y se representaban obras teatrales.

Durante el México independiente, en el siglo XIX, el teatro mexicano fue español, hasta que varios autores de este país estrenaron valiosas y trascen­dentes obras teatrales. Fernando Calderón, José Peón Contreras, Manuel Eduardo de Gorostiza, Vicente Riva Palacio, José Joaquín Fernández de Lizardi y Manuel José Othón son los primeros dramaturgos que surgen en ese siglo.

El emperador Maximiliano de Habsburgo, recién instalado en Chapul­tepec, creó la primera Compañía Nacional de Teatro y trajo desde España a José Zorrilla, el popular autor de Don Juan Tenorio, para que ayudara a promover el surgimiento de autores nacionales.

Vino la Revolución Mexicana y los mexicanos inventaron el teatro de revista o la revista política mexicana, espectáculo integrado con bailes, can­ciones y diálogos en el que se decía lo que no se podía decir en los perió­dicos o en la calle. Por supuesto, sus creadores fueron perseguidos por la policía.

Los admiradores de María Conesa, la Gatita Blanca, se cooperaban para pagar las multas que le imponía la policía por sus canciones pícaras y por sus burlas al presidente o al general en turno.

Años después, en el caso de la carpa, otro invento mexicano heredero de la revista, sus actores, recordemos a Palillo, tenían que andar con un ampa­ro en el bolsillo para poder actuar.

Viene el México posrevolucionario y se escriben decenas de obras sobre la Revolución: Los de abajo, de Azuela, y La venganza de la gleba, de Federi­co Gamboa; La sirena roja, de Marcelino Dávalos; La paz ficticia, de Luisa Josefina Hernández; Pánuco 137Trópico Zapata, de Mauricio Magdale­no; Felipe Ángeles, de Elena Garro, y El atentado, de Ibangüengoitia.

En 1928, se funda el grupo llamado los Contemporáneos, formado por Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen y otros intelectuales, quienes vuelven su mirada a Europa y traducen, dirigen y representan los textos más recientes de Genet, de Cocteau y de Ionesco. Pero con todo y mantener al público al día de los éxitos teatrales fran­ceses, los Contemporáneos dieron la espalda al teatro nacional, que difícil­mente podía constituir una alternativa. Hasta que aparecen Rodolfo Usigli y Celestino Gorostiza y escriben sobre temas nacionales, con personajes mexicanos y con una visión crítica del país.

El teatro nacional sigue fortaleciéndose con el surgimiento de Emilio Carballido, Sergio Magaña y Luisa Josefina Hernández, quienes estrenan sus primeras obras, siendo muy jóvenes, en el Palacio de Bellas Artes apoya­dos por Salvador Novo, jefe del departamento de teatro del INBA.

Las obras de este grupo se ubican en hogares de provincia, en vecinda­des, en barrios y colonias populares, con personajes que el público recono­ce, con el lenguaje coloquial que hablan los mexicanos del altiplano. Ahora sí, el teatro es espejo de la realidad y el mexicano se reconoce en él.

Llegan a México directores extranjeros como Seki Sano, Andre Moreau, Fernando Wagner, Álvaro Custodio, Charles Rooner, Dimitrio Sarrás, Ale­jandro Jodorovski, que revolucionan la dirección escénica y forman discí­pulos que continúan la renovación de la escena.

La gente de teatro, contra lo que pueda pensarse, es gregaria. Su tem­peramento y sensibilidad los llevan a organizarse para mejorar su gremio. En el siglo XX, directores, actores y dramaturgos se organizaron en las más diversas compañías para crear teatro.

Destaca una veintena de compañías, cuyos nombres nos permiten adivi­nar su objetivo: Desde el Teatro Trashumante, del maestro Azar, hasta el Teatro de Masas, de Efrén Orozco, pasando por el Teatro Obrero, el Teatro Club, el Teatro del Aire, La Linterna Mágica, de Ignacio Retes, el Teatro Sú­bito, el Teatro Acapulco y el Teatro Máscaras, hasta el Teatro de vecinda­des, de Javier Hernández el Pelón.

Hubo también un teatro oficial, como el Teatro Campesino, de la CONASUPO y el Teatro de la Nación, del IMSS, que llenó una época.

El movimiento teatral entre los años 1956 y 1963 llamado Poesía en Voz Alta, impulsado por Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Soriano, Leonora Carrington y otros intelectuales, es otro parteaguas que propició el surgi­miento de directores renovadores de la escena (Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez), de actrices (como la espléndida Rosenda Monteros) y de escritores (como Elena Garro, nuestra insuperable dramaturga).

En los años sesenta, el INBA convocó a los jóvenes autores y actores a concursar en las temporadas del teatro de primavera. De esos concursos surgen Wilebaldo López como dramaturgo y Julio Castillo como director.

En 1968 aparece Vicente Leñero en el panorama teatral, un dramatur­go solitario, ingeniero de origen, pero periodista y narrador en sus oficios cotidianos (Los albañiles). Leñero y el director Ignacio Retes forman un bi­nomio teatral. Crearán en México el teatro documental. Leñero convierte materiales no teatrales en teatro, como el expediente de León Toral, asesino de Obregón (El Juicio), un expediente desconocido sobre Morelos (Martirio de Morelos) y otro sobre el padre Lemercier (Pueblo rechazado).

En los años setenta en el INBA se representan sólo obras de Rodolfo Usi­gli o de Juan Ruiz de Alarcón, y a veces de Leñero, Magaña, Carballido y Solana.

En el teatro comercial se representan con éxito obras de Luis G. Basurto y Antonio González Caballero, pero la Compañía Nacional de Teatro del INBA llega al extremo de convocar para su repertorio a novelistas, poetas y ensayistas (Monsiváis, Pacheco, Elizondo) ignorando a los dramaturgos conocidos y a la decena de autores de la Nueva Dramaturgia Mexicana, que ya habían probado su calidad.

En los años setenta, los productores privados y las instituciones de cultura y universidades sólo montan obras clásicas y obras norteamericanas, alemanas, polacas y francesas. Lo hacemos porque no hay dramaturgos en México, argumentan. Los hay y son muchos y muy buenos, les responde Emilio Carballido, y promueve en la UAM ese movimiento de la Nueva Dramaturgia Mexicana, de donde surgimos docenas de nuevos autores.

Actualmente, se hace teatro en todo el país. Allá en el noroeste, impulsa­do por Ángel Norzagaray, donde existen docenas de dramaturgos; se hace teatro en Pátzcuaro con el director Luis de Tavira, que lleva un tráiler que se convierte en teatro por los caminos de Michoacán y los pueblos que va pasando, comunidades que por primera vez se encuentran frente a una representación teatral y quedan seducidas para siempre.

Se hace teatro en Yucatán con dramaturgos extraordinarios como Con­chita León, autora de Mestiza Power. Pero al lado de ella está una veintena de dramaturgos que editan y montan sus obras con pasión y con dificulta­des para formar un público.

Se hace teatro en Monterrey, donde existe una cartelera teatral perma­nente, con la popular Nena Delgado. Ahí está Conarte. Los directores Ser­gio García y Luis Martín, los promotores Rogelio y Roberto Villarreal, y los dramaturgos Reynold Pérez, Hernán Galindo y Sergio Manuel Nery Alvarado.

Se hace menos teatro en Jalisco, pero se hace; en Aguascalientes y San Luis Potosí surgen grupos, autores y directores que están creando teatro permanentemente. Enrique Mijares promueve el teatro en Durango; El Tatúas y Alberto Soliá lo hacen en Sinaloa; Manuel Talavera y Jesús Ramí­rez, en Chihuahua, y Perla de la Rosa en Ciudad Juárez; Sonia Enríquez, en Amecameca, donde ha creado el Teatro de los Volcanes.

En Puebla, impulsan al teatro Cristina Flores, Ricardo Pérez Quit y Feli­pe Galván. En Sonora, Cutberto López y Sergio Galindo, y en Tamaulipas, Medardo Treviño. Y no se diga Veracruz, que fue el escenario más impor­tante de Latinoamérica con la Compañía de Teatro de la Universidad, el Foro Teatral Veracruzano y la Infantería Teatral. Recordemos a Dagoberto Guillaumín, Marco Antonio Montero, Manuel Montoro, Raúl Zerme­ño, Enrique Pineda y Marta Luna. Recordemos a María Rojo, Ana Ofelia Murguía y Angelina Peláez, extraordinarias actrices. Las obras veracruzanas se presentaban en la ciudad de México y representaban a nuestro país en los más importantes festivales del mundo. Pero ¿qué pasó? En Veracruz, como en el país, no hay políticas de Estado, sino de gobierno. No hay políticas de Estado que sobrevivan más allá de los cambios de gobierno. En Veracruz, algunos gobernadores y algunos rectores creyeron en el teatro y lo impul­saron, pero muerto el funcionario se acaba la rabia teatral, y depende de la voluntad o el gusto del rector o el gobernador en turno si se impulsan o no las artes.

Veracruz, ayer maravilla fue y ahora ni sombra es, aunque algunos di­rectores y académicos como Elka Fediuk, Abraham Oceranski, Francisco Beverido y Domingo Adame se empeñan en mantener viva la llama del teatro. La Universidad Veracruzana invita ahora a directores del Distrito Federal, como Boris Schoeman, David Olguín, Martín Zapata y Rodolfo Obregón, para revivir el teatro en Jalapa.

Se hace teatro en las comunidades indígenas, en sus lenguas originarias. Donald Frishman y Carlos Montemayor han editado una excelente antolo­gía de este teatro en tres lenguas, español, inglés y la lengua del autor.

Ahora, el teatro nacional no sólo asiste a festivales donde es aplaudido, sino sale de gira al extranjero y cosecha éxitos, como el caso de Entre monstruos y prodigios, obra de Jorge Kuri que recorrió Europa, y más reciente­mente el caso de Luisa Huertas que, como una nueva Tereza Montoya, creó su propia compañía y montó la obra La mujer que cayó del cielo, y se fue de gira a Brasil, Argentina, Chile y Uruguay.

El teatro mexicano se ha vuelto profesional. En todas las universidades públicas existe la licenciatura en arte dramático, existen cientos de drama­turgos en todo el país y ha surgido una dramaturgia que viene del norte, con fuerza y contundencia, que habla de los problemas de la frontera, de los mitos de su región, de su forma de ser y sobre todo de sus sueños y esperanzas.

En el Distrito Federal, existe un teatro alternativo e independiente en pa­tios, garages, lotes baldíos, la calle, la sala de la casa, a los cuales se les aplica el mismo Reglamento de Espectáculos que se creó para el Estadio Azteca, para el Auditorio Nacional y para el Teatro Insurgentes. Urge una legislatura especial para esta actividad alternativa que se hace por pasión, con aspiracio­nes artísticas, en condiciones difíciles.

¿Qué pasó con los alumnos del maestro Carballido? José Agustín (Abolición de la propiedad) ya no escribe teatro. Pilar Campesino (Octubre terminó hace mucho tiempo) se aleja del teatro, al que vuelve ocasionalmente.

Juan Tovar, desde Morelos, sigue siendo el gran autor (Las adoraciones, La madrugada) y maestro de dramaturgia. Y los otros forman parte del Grupo de los Doce, convocados por Norma Román Calvo hace 20 años. A este grupo pertenecen Wilebaldo López, Miguel Ángel Tenorio, Dante del Castillo, Tomás Urtusástegui, Marcela del Río y el de la voz. Tres fallecieron: Antonio González Caballero, Pablo Salinas y Tomás Espinoza. El Grupo de los Doce ha vuelto a reorganizarse y acaba de publicar dos antologías de textos breves.

Sabina Berman es la dramaturga que desde principios de los ochenta representa el éxito de la triple unión entre textos de gran calidad, direccio­nes acertadas y aceptación del público con sus obras (Bill, Entre Villa y una mujer desnuda, Krisis Feliz Nuevo Siglo, doctor Freud).

El caso de David Olguín se cocina aparte. Autor y director de sus propias obras (Casanova o la humillación, Belice, Dolores o la felicidad Siberia), no puede decirse traicionado por su director. Con otros creadores (Gabriel Pascal y Daniel Giménez Cacho) fundan El Milagro, una editorial de tea­tro y un nuevo espacio escénico en la colonia Juárez.

Los directores Héctor Mendoza, Luis de Tavira, Ludwig Margules, Juan José Gurrola, Germán Castillo, José Solé, Miguel Sabido y Xavier Rojas si­guen enriqueciendo la escena y dirigen teatro en el INBA, la UNAM y a veces en los teatros comerciales.

En los ochenta y noventa, en la ciudad de México, sorprende una gene­ración de nuevos directores: José Caballero, Raúl Quintanilla, Enrique Pi­neda, Ionna Weisberg, Sandra Félix, Antonio Crestani, Mauricio Jiménez, Claudio Valdés Kuri, Martín Acosta y últimamente Claudia Ríos.

Un dramaturgo solitario que pertenece a varias generaciones es José Ra­món Enríquez, actor de origen, director por vocación y dramaturgo por de­cisión, que escribe con el rigor del teatro clásico y trata temas poco frecuen­tados (Ciudad sin sueño, Jubileo La rodaja).

Después del movimiento de la Nueva Dramaturgia Mexicana, viene una importante generación de jóvenes dramaturgos (Estela Leñero, Jorge Ce­laya, Luis Eduardo Reyes, Hugo Salcedo, Jaime Chabaud, Silvia Peláez, Sylvia Mejía) que siguen las líneas y preocupaciones temáticas de las gene­raciones precedentes de un teatro de contenido social y político.

Tomás Urtusástegui, que surge de los talleres de Hugo Argüelles y Vi­cente Leñero, es un autor tan prolífico que ha escrito más de 200 obras, entre teatro breve y de duración convencional.

Ignacio Solares, narrador excelente y eficaz funcionario de la cultura, sorprendió con su aparición como dramaturgo (El jefe máximo, Desenlace, El gran elector, La moneda de oro Infidencias). Su teatro de la palabra, cer­cano a la literatura, se adelantó a la corriente actual del teatro mexicano, que se caracteriza por un teatro narrativo que recupera su origen griego.

Solares ha hecho una feliz mancuerna con José Ramón Enríquez y An­tonio Crestani (también magnífico actor y funcionario cultural), directores que han entendido la teatralidad de su teatralidad.

Estela Leñero es un caso aparte entre las dos generaciones mencionadas; escribe un teatro innovador que experimenta con el silencio (Insomnio) o con el espacio (Habitación en blanco); sus tres recientes obras (Lejos del corazón, Sabor amargo Agua sangre) muestran la madurez de esta autora que puede experimentar con tiempos, espacios y universos.

Leonor Azcárate, una escritora sensible y talentosa, escribe un teatro simbólico que se ve poco en los escenarios. María Muro, compañera de su generación, ha hecho de su Jerez natal de los años treinta y cuarenta el universo de sus obras.

A finales de los años noventa y en el 2000, la dramaturgia se enriquece con una nueva generación formada por Luis Ortiz Monasterio (un exitoso teatro irreverente); por María Moret, autora y directora que ha dado voz a las mujeres reclusas y a las mujeres ofendidas. Edgar Chías (teatro urbano y crítico), Ximena Escalante (con referencias al teatro clásico y temas bíbli­cos), Flavio González Mello (teatro antihistórico como el de Usigli, pero con innovaciones de vanguardia) y Alejandro Román (con obras sobre el narcotráfico).

Dramaturgos del Norte, Jorge Celaya (Lobo, Bar, Desierto, Búfalo herido), Antonio Zúñiga (Los niños de la bola) y Bárbara Colio (Pequeñas certezas), estrenan sus obras en la ciudad de México con éxito.

Los feminicidos de Ciudad Juárez provocan la creación de 12 obras de teatro (Lomas de poleo de Pilo Galindo, la primera de ellas; Estrellas Enterradas de Antonio Zúñiga, Las Mujeres de Juárez de Rubén Amavizca, Los trazos del viento de Alan Aguilar) para dar la respuesta que no dan las autoridades.

Acabamos de lamentar el fallecimiento del maestro Emilio Carballido este año, así como los recientes fallecimientos de Hugo Argüelles y de An­tonio González Caballero.

Las señales CADAC de mi maestro Héctor Azar siguen vigentes:

• Todo espacio vital es espacio teatral.

 

• Antes de ser buen actor, hay que ser buena persona.

 

• Todo es teatro, si se tiene la intención de que lo sea.

 

• El actor es cada uno de nosotros que se atreve a reflejarnos.

 

• El psicodrama familiar es la base del gran teatro del mundo.

Recientemente, se ha fundado la Academia de Artes Escénicas, que sirve como interlocutor con las instituciones de cultura en relación con los pre­supuestos y las políticas culturales. Chabaud ha creado la revista Paso de gato, que informa del teatro y lo promueve.

El teatro goza de cabal salud, pero le falta lo mero principal: el público. El público no asiste a las salas de teatro. Hay más oferta que demanda. La clase media ha roto con la tradición de ir al teatro como hecho social o, si lo hace todavía, sólo ve obras importadas de Nueva York y Londres, que vienen precedidas por la publicidad. Debemos cambiar los métodos de producción teatral porque son costosos y el boleto en taquilla es cinco veces más caro que el cine. Un boleto cuesta siete salarios mínimos, ¿cómo pedirle a un obrero y a su familia que dejen de comer, vestir y transportarse siete días para que asistan al teatro?

Salvo los programas del INBA, no hay en la educación primaria y secunda­ria un teatro escolar que fomente el hábito de ir al teatro o de hacerlo en el salón de clases; por el contrario, los niños del Distrito Federal y áreas conur­badas son llevados a bodegas y lugares secretos a ver teatro en una modalidad llamada piratería teatral, donde los maestros e inspectores son sobornados por los piratas teatrales, que montan y desmontan una obra en 24 horas con una calidad que vacuna para siempre a los niños contra el teatro.

El teatro desnuda al poder. Por eso ha sido perseguido a lo largo de los siglos. Recientemente, en los años setenta, en Latinoamérica, fuimos testigos de la persecución de la gente de teatro por parte de las dictaduras en los países de Sudamérica.

La institución El Galpón, de Uruguay, fue una de las primeras víctimas. Parte de sus miembros se refugiaron en la embajada mexicana y sólo así pudieron salvar sus vidas y llegar a México, donde realizaron una extraordi­naria labor y nos abrieron los ojos hacía el teatro social y político que busca algo más que el simple divertimento. Quince años después regresaron a su país, cuando la democracia volvió, y algunos de ellos se quedaron en México bajo el nombre de Contigo América.

En los mismos años, la dictadura argentina de Videla prohibió un teatro que denunciara al poder. Los dramaturgos argentinos, utilizando su inge­nio y su creatividad, crearon obras que pasaban la censura, porque los cen­sores militares leían textos que sucedían en el siglo XIX, sin darse cuenta de que los hechos narrados y las ideas en debate correspondían al presente.

La obra El campo, de la argentina Griselda Gambaro, se refiere a un cam­po nazi de concentración y pasó la censura sin que los militares se percata­ran de que estaba hablando de los campos de concentración de Argentina.

El joven director argentino Carlos Jiménez, perseguido en su país, llegó a México invitado por la Universidad Nacional Autónoma de México y sacudió la escena mexicana con obras políticas como Fantoche, de Peter Weiss. Una madrugada se le aplicó el Artículo 33 y fue expulsado del país en ropa interior por los agentes de migración. Difícilmente se logró que no lo trasladaran a Argentina, donde lo esperaba la muerte, y fue asilado en Venezuela, donde creó con su grupo Raja Tabla el movimiento teatral más importante que se haya creado en este continente por su calidad artística y su repercusión social.

Hay que recordar que el poeta granadino Federico García Lorca murió no sólo siendo poeta, sino también dramaturgo, perseguido por las fuerzas franquistas, y fue asesinado cuando estaba a punto de viajar a México, lo que le hubiera salvado la vida.

En Estados Unidos, las cosas no han sido distintas. En los años cincuen­ta, en la época del macarthismo se persiguió a los actores y escritores de cine y de teatro. Arthur Miller escribe Las brujas de Salem, mujeres perseguidas, una metáfora sobre la persecución de los artistas, sin que el comité del se­nador McCarthy lo percibiera.

En los años sesenta, el teatro campesino de Luis Valdés surgió en Ca­lifornia como una forma de denuncia de la situación de los trabajadores agrícolas y para apoyar sus movimientos de huelga.

En México, las censuras y agresiones al teatro se inician con la revista política mexicana, género teatral creado por los mexicanos para poder ex­presar noticias prohibidas en los periódicos, por medio de coplas, de bailes, de diálogos ingeniosos, que aunque parecía que se referían a otros asuntos, el público entendía perfectamente de lo que se estaba hablando. Ahí están El país de la metralla Chin Chun Chan para recordarnos que al teatro no se le puede amordazar.

Llega El gesticulador, de Rodolfo Usigli, que desnuda los mecanismos corruptos del sistema político imperante, y el gobierno se alarma e intenta evitar su estreno, el cual, ante el escándalo y la posición firme de Usigli, se efectúa en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, cuando era presidente de la República Miguel Alemán y director del teatro de Bellas Artes el com­positor Carlos Chávez. La obra, dirigida por Alfredo Gómez de la Vega, causó conmoción en la ciudad de México y en el país, y es ahora la obra emblemática del teatro mexicano, habiéndose representado miles de veces en México y en el extranjero.

El caso más representativo de represión teatral lo constituye Cúcara y Mácara, de Óscar Liera, dirigida por Enrique Pineda, con un grupo vera­cruzano que se presentó en el teatro Juan Ruiz de Alarcón. ¿La historia? Un día, un bombero daña la imagen de la Virgen de Guadalupe de la Basílica, y como esto no puede ser posible (¿dónde está su poder?) los sacerdotes y jerarcas religiosos discuten cómo resolver el problema y hay una solución ingeniosa que aportan dos monjas, quienes proponen traer una réplica de la imagen guadalupana de un convento de Zacatecas.

El domingo 28 de junio de 1981, a las 19:00 horas, en el teatro Juan Ruiz de Alarcón de la UNAM, al grito de ¡Guadalupanos!, se levantó de las butacas un grupo de jóvenes con tubos de metal, cadenas y chacos, subió al escenario y dejó mal heridos gravemente a los actores y al director. Nunca se supo quién patrocinó la agresión y los atacantes no fueron castigados. Esto, más que un acto de censura que sólo cierra los teatros, va más allá y pretende acabar con la vida de la gente de teatro.

El autor más censurado en la historia de México es mi maestro Vicente Leñero. Su obra El juicio, sobre el asesinato de Álvaro Obregón, tuvo pro­blemas de censura y los tuvo también una obra no política como Pueblo rechazado, sobre el caso de Lemercier y su psicoanálisis aplicado a los sacer­dotes. La Iglesia presiona al gobierno y este trata de suspender la obra en el teatro El Granero y le pone toda clase de obstáculos.

Todavía en 1981, Leñero fue censurado desde la Cámara de Senadores y la Presidencia de la República por la obra El martirio de Morelos, dirigida por Luis de Tavira en el teatro Juan Ruiz de Alarcón de la UNAM.

La autonomía de la UNAM permitió la representación, pero los ataques y las presiones del poder no cejaron durante la temporada.

El presidente de la Cámara de Senadores calificó al autor, al director y a los actores como “perros de presa” por mostrar otro rostro de Morelos. El actor y director Ignacio Retes le respondió: “Mejor ser perros de presa y no perros falderos”.

Otro caso de censura contra un texto de Vicente Leñero fue Nadie sabe nada, dirigida por Luis de Tavira en el teatro El Galeón. Era un experimento con espacios simultáneos. El público escogía qué espacio ver, aunque no fuera en estricto orden de tiempo. La obra mostraba la persecución de un hombre que había robado docu­mentos confidenciales del escritorio del presidente de México y al intentar venderlos a un periódico o a algún interesado se provocaban persecuciones, asesinatos y traiciones. ¿Cuál era el problema? Que la actriz Martha Navarro, que representaba a la procuradora de Justicia del Distrito Federal, portaba una mascada seme­jante a la usada como sello personal por la verdadera procuradora, Victoria Adatto. Y lo más grave, una anciana, representada por la actriz Brígida Alexan­der, se quedaba dormida frente al televisor y al final de la programación, como pasa todavía todos los días, la señal terminaba con el himno nacio­nal y una bandera mexicana ondeando en la pantalla. Dos sacrilegios: una mascada y presentar en el teatro la bandera tricolor y el himno nacional en un televisor.

La obra fue suspendida y ante las protestas de la comunidad artística, repuesta con el cambio de gobierno federal. En 1970, hubo otro caso de censura al teatro, pero ahora por un festival y un gobierno local. El Festi­val Internacional Cervantino convocó a un concurso de dramaturgia para conmemorar su décimo aniversario, el premio consistía en la producción y el estreno de la obra sin escatimar recursos económicos.

La obra ganadora fue El baile de los montañeses, de Víctor Hugo Rascón Banda, y el autor fue invitado a dialogar con las autoridades del FIC. “Esco­ja el director que guste y seleccione a los actores, escenógrafo, iluminación y vestuarista que requiera”, se me dijo. Yo, feliz. “Pero nos gustaría que hiciera unos pequeñísimos cambios. Que la obra no suceda en Chihuahua, sino en un país latinoamericano, que no se use la música norteña del grupo Los Montañeses del Álamo, sino salsa o algo tropical, y que se sustituya la palabra guerrillero por revoltoso agitador”.

Por supuesto que no acepté. La obra fue producida con las tres compañías del teatro veracruzano y dirigida por Marta Luna.

La obra gustó al público y después de breve temporada en el Distrito Federal fue enviada de gira por el país por instrucciones de la esposa del presidente, para beneficiar a los diferentes sistemas del DIF en los estados, quienes recibirían la taquilla. La obra partió hacia el norte y se representó en todos los estados, menos en Chihuahua, donde sucedían los hechos, porque el gobernador Óscar Ornelas creyó que era sobre el ataque al Cuar­tel de Madera, acontecido 27 años antes, ya que uno de los personajes se llamaba Fermín Lucero y uno de los guerrilleros de Madera se llamó Diego Lucero.

La obra se presentó años después, ante las presiones, cosa insólita, del sector empresarial, a través del arquitecto Mario Arras, quien tenía un pro­grama cultural en Comermex, superior al del gobierno estatal.

Ahora el gobierno federal no censura el teatro, pero sí lo intenta con el cine, como es el caso recientemente de las películas La ley de Herodes El crimen del padre Amaro. La censura, aunque aislada, existe, pero ahora los medios de comunicación facilitan la defensa de la libre expresión al divul­gar los hechos.

De todas formas, la censura habita en los oscuros rincones de los sótanos de los gobiernos municipales, estatales y federal, a través de la Secretaría de Gobernación. De vez en cuando la censura saca una de sus mil cabezas y hay que cortársela de inmediato.

Por ese poder provocador, el teatro y sus oficiantes han sido perseguidos. En Europa, durante varios siglos no se podía enterrar a la gente de teatro en terreno sagrado, porque no era digna de reposar en esos cementerios.

Sin embargo, dramaturgos como Shakespeare y Molière supieron y pu­dieron desnudar la conciencia de los reyes y uno, a través de sus tragedias, mostró los entretelones del poder y los ingleses pudieron tomar conciencia de su historia, y el otro, por medio de sus comedias y la risa, mostró los vicios de la sociedad de su tiempo.

Teatro y sociedad van unidos indisolublemente. Conocemos los valores y la vida en España en los siglos XVI y XVII gracias al teatro del Siglo de Oro.

Cuántas verdades sobre lo justo y lo injusto, sobre la lealtad y la traición, sobre el amor y los celos dijeron Lope de Vega, Calderón de la Barca y Juan Ruiz de Alarcón.

El teatro es perseguido desde su origen y todo por su efecto inmediato que perturba. El teatro es la más completa de las artes, porque las contiene a todas, pero es un festín efímero, como lo llama Esther Seligson, porque se consume mientras se produce, para renacer al día siguiente. Ninguna representación es igual a otra. El teatro conmueve y perturba. El verdadero teatro da una bofetada al espectador o un puñetazo en el hígado.

Quien ve una obra de teatro, sea mala o buena, no vuelve a ser el mismo. Algo cambia en su interior, aunque él no se dé cuenta de ello.

El teatro le abre al hombre ventanas a otros universos, a otros tiempos, a otras vidas, y al observar un hecho teatral, lo vive, lo siente y le ayuda a entender el mundo y a conocer la condición humana.

Teatro que no provoca ni perturba es simplemente entretenimiento y evasión.

Quien ve teatro es un hombre más crítico, más sensible, más democráti­co. Un país que no tiene teatro, dijo Rodolfo Usigli, es un país sin memoria. El teatro mantiene viva la palabra.

En el teatro, la palabra funciona como un vínculo entre actor y especta­dor. El teatro es un hecho colectivo, por lo tanto debe vencer barreras.

Entre el lector y un poema escrito no hay más barrera que el precio del libro y el tamaño de las letras. Entre el texto dramático y el espectador, por ser el teatro un hecho colectivo, existen muchos obstáculos: la interpre­tación del productor, la interpretación del director, la interpretación del actor, la interpretación del escenógrafo, la calidad del espacio escénico.

A veces, lo que escribió el autor no es lo que el espectador ve en el esce­nario.

Según el maestro Azar, espectáculo más literatura es igual a teatro. Sin embargo, siempre se ha negado que teatro sea también literatura. ¿Qué son, entonces, las obras de Shakespeare, Chejov, Calderón de la Barca? Leer sus obras dramáticas produce el mismo placer que leer una poesía o una novela.

En el FONCA, algunos miembros de los jurados han tenido que debatir con otros para que el teatro sea considerado también como literatura y no sólo como espectáculo.

Para concluir, citaré unos párrafos del mensaje del Día Mundial del Tea­tro que escribí por encargo de la UNESCO en 2005, que se leyó en todos los países afiliados a esta organización y que titulé Un rayo de esperanza.

Todos los días deben ser días mundiales del teatro, porque en estos veinte siglos siempre ha estado encendida la llama del teatro en algún rincón de la tierra.

 

Al teatro, siempre se le ha decretado la muerte, sobre todo con el surgimien­to del cine, la televisión, y ahora los medios digitales. La tecnología invadió los escenarios y aplastó la dimensión humana, se intentó un teatro plástico, cercano a la pintura en movimiento, que desplazó a la palabra. Hubo obras sin palabras o sin luz, o sin actores, sólo maniquíes y muñecos en una instalación con múltiples juegos de luces. La tecnología intentó convertir al teatro en fuego de artificio o en espectáculo de feria.

 

Hoy asistimos a la vuelta del actor frente al espectador. Hoy presenciamos el retorno de la palabra sobre el escenario. El teatro refleja la angustia existencial del hombre y desentraña la condición humana. A través del teatro no hablan sus creadores, sino la sociedad de su tiempo.

 

El teatro tiene enemigos visibles: la ausencia de educación artística en la niñez, que impide descubrirlo y gozarlo; la pobreza que invade al mundo, ale­jando a los espectadores de las butacas y la indiferencia y el desprecio de los gobiernos que deben promoverlo.

 

El teatro es un acto de fe en el valor de una palabra sensata en un mundo demente. Es un acto de fe en los seres humanos que son responsables de su destino.

 

Hay que vivir el teatro para entender qué nos está pasando, para transmitir el dolor que está en el aire, pero también para vislumbrar un rayo de esperanza en el caos y la pesadilla cotidianos.

¡Vivan los oficiantes del rito teatral! ¡Viva el teatro!


Respuesta al discurso de ingreso de don Víctor Rascón Banda por Carlos Montemayor

Dice Víctor Hugo Rascón Banda que si los plenos de la Suprema Corte, del Congreso de la Unión y de los partidos políticos sesionaran con el cli­ma de cordialidad y respeto con que se conducen las reuniones de trabajo de nuestra Academia Mexicana de la Lengua, otro sería este país. No sé si tenga razón; puedo asegurar, en cambio, que la Academia es la única ins­titución cultural de México que a lo largo de más de 130 años ha logrado sobrevivir, increíblemente, al margen de los recursos presupuestales del go­bierno mexicano. La autonomía e independencia de la Academia no le han aportado bonanza, pero sí dignidad ante muchas orientaciones científicas y sociales en los cambios de la revolución y de las burocracias políticas. Ello se refleja en las destacadas generaciones de sus académicos, provenientes de muchas regiones del país. Comenzaré esta respuesta con uno de los muchos recuentos que podrían hacerse de estas presencias regionales.

No ha sido ininterrumpida la aportación de Chihuahua a los trabajos de la Academia Mexicana, pero en algunos momentos podríamos sugerir que ha sido dramática o incluso novelable. La sesión inaugural de nuestra Academia ocurrió el 11 de septiembre de 1875, ciertamente. Pero cinco años antes, el 24 de noviembre de 1870, en Madrid, la Real Academia de la Lengua Española había determinado crear academias correspondientes en nuestro continente para que se ocuparan de cuidar la pureza de la lengua castellana en nuestras tierras. Con ese motivo, y para el caso de nuestro país, fueron designados miembros correspondientes de la Academia Espa­ñola diez ilustres mexicanos. Entre ellos una figura sobresaliente de Chihua­hua, el historiador, jurista y diplomático parralense (para algunos resultará lógico que la primera aportación chihuahuense proviniera de Parral) don José Fernando Ramírez. Por los años de su formación y de su fecunda labor en Durango, nuestros vecinos lo han considerado como hijo de ese estado, lo que refuerza los lazos fraternos e históricos entre las regiones que en el extremo septentrional formaron la provincia de la Nueva Vizcaya: Duran­go y Chihuahua. Esta simbiosis se evidencia en otro caso relevante, no de las letras, sino de las armas: todos saben que Doroteo Arango nació en San Juan del Río, Durango; también, paralelamente, se sabe que la figura his­tórica Pancho Villa nació en Parral, Chihuahua. Hombre notable, de gran inteligencia y probidad, José Fernando Ramírez es una figura que padeció un aislamiento históricamente explicable; empiezan a revalorarse sus apor­taciones, y la Universidad Nacional Autónoma de México ha publicado, en el año 2001, en cinco sendos volúmenes coordinados por el relevante académico Ernesto de la Torre Villar, sus obras históricas en la colección Nueva Biblioteca Mexicana, que dirige nuestro también emeritísimo cole­ga Miguel León­-Portilla. Su grandeza se oscureció por lo que liberales de la última parte del siglo XIX consideraron un error político: aceptó la invita­ción de Maximiliano para convertirse en el canciller del Imperio mexicano. Una vez restaurada la república, se trasladó a Alemania; ahí, en la ciudad de Bonn, falleció el 4 de marzo de 1871, cuatro años antes de que esta Aca­demia iniciara sus labores. Por tal razón, aparece en nuestro Anuario en la relación de mexicanos que pertenecieron a la Real Academia Española sin jamás haber sido miembros de la Academia Mexicana.

Once años después de iniciadas las labores de la Academia, todavía en el siglo XIX, el 16 de marzo de 1896, el chihuahuense Porfirio Parra ocupó la silla III, que encabezó por vez primera don Joaquín García Icazbalceta, amigo cercanísimo de José Fernando Ramírez. A la muerte de Parra, el sitial fue ocupado por colegas tan insignes como Antonio Caso, Antonio Mediz Bolio y José Luis Martínez.

No fue sino hasta 1954 cuando ingresó en la Academia, para una fecun­da estancia de más de 20 años, el tercer bárbaro chihuahuense, don Mar­tín Luis Guzmán, una de las cumbres cimeras que nuestro continente ha aportado a la lengua española. En un momento de tensas relaciones con la Academia Española, consecuencia de la ruptura de relaciones diplomáticas entre los gobiernos de México y de España, Martín Luis Guzmán fue un factor determinante en el surgimiento y la conformación de la Asociación de Academias de la Lengua Española, que imprimió un giro de 180 grados en la coordinación de las tareas comunes de las Academias de España y de Hispanoamérica.

Al año siguiente del ingreso de don Martín Luis Guzmán, el 11 de noviem­bre de 1955, recibieron el nombramiento de miembros correspondientes de esta Academia dos historiadores chihuahuenses: uno de ellos, don Fran­cisco Almada, de Chínipas; otro, también novelista y dramaturgo, don José Fuentes Mares, que nació en la ciudad de Chihuahua y, al igual que Martín Luis Guzmán, en la calle Libertad, porque, como decían las viejas familias todavía en la época de mi niñez, todos nacieron a finales del siglo XIX en la calle Libertad porque era la única con que contaba la ciudad.

El 9 de octubre de 1970, la Academia eligió como académico de núme­ro a otro ilustre chihuahuense, don Rafael F. Muñoz. Infortunadamente, como en el caso de José Fernando Ramírez, el autor de ¡Vámonos con Pancho Villa! falleció antes de tomar posesión, en julio de 1972. Y si bien Mar­tín Luis Guzmán falleció en diciembre de 1976, la Academia no quedó del todo abandonada por los chihuahuenses, si tomamos en cuenta que los dos historiadores, Francisco Almada y José Fuentes Mares, vivieron hasta muy avanzada la década de los ochenta.

A los nueve años de la desaparición de Martín Luis Guzmán, ingresó en esta Academia como miembro de número el parralense que ahora les habla. Por lo tanto, como se ve, nunca ha estado a la mesa de trabajo de esta ve­nerable institución más de un chihuahuense a la vez, privilegio que sí han tenido académicos oriundos de otros estados, como Jalisco, Michoacán, Sinaloa, el Estado de México o el Distrito Federal. Debieron transcurrir más de 20 años desde mi ingreso, y más de 130 desde el nacimiento de esta Academia, para que yo tuviera el honor de recibir a otro bárbaro chihua­huense y compartir en sillas contiguas los trabajos de nuestra Academia. Hemos escuchado el mensaje de don Víctor Hugo Rascón Banda, hemos comprendido su evolución como ser humano y artista. Permítanme ahora insistir en algunos rasgos de la excelencia de su trayectoria como dramatur­go y mexicano sobresaliente.

Me remontaré a poco menos de 30 años, a 1979, cuando su obra Voces en el umbral recibió diploma de honor en el concurso de teatro organizado por la Sociedad General de Escritores de México (que, cosas del destino, ahora él preside), y fue finalista en el Premio Tirso de Molina de España con el título Valquiria tarahumara. En ese mismo año se estrenó su obra Los ilegales, dirigida por Marta Luna y producida por la Universidad Au­tónoma Metropolitana, que estuvo en la terna de la mejor obra de autor nacional, y su obra La maestra Teresa obtuvo el Premio Ramón López Ve­larde, otorgado por el Fondo Nacional de Actividades Sociales (Fonapas) y el gobierno de Zacatecas.

Dos años después, en mayo de 1981, las universidades de Sinaloa y Pue­bla le concedieron el Premio Internacional de Teatro Nuestra América por su obra Tina Modotti, dirigida por Ignacio Retes y estrenada en 1982 en la Universidad Nacional Autónoma de México. En el mismo año se estrenó Armas blancas, dirigida por Julio Castillo en la UNAM también, obra que representó a México en el Festival Internacional de Caracas y que obtuvo un Heraldo y dos premios de la crítica. Ese año, El baile de los montañeses obtuvo el Primer Premio Ramón López Velarde, de Fonapas y el gobierno de Zacatecas y el Primer Premio del Décimo Festival Internacional Cervantino. La obra fue dirigida por Marta Luna, con la compañía de teatro de la Universidad Veracruzana.

Máscara vs. Cabellera, dirigida por Enrique Pineda, se estrenó en 1985 con la Compañía de Teatro de la Universidad Veracruzana y representó a México en el Festival Internacional de Manizales, Colombia; La fiera del Ajusco, dirigida por Marta Luna, y Manos arriba, por Rafael López Mirnau, estrenadas en 1985 y 1986, recibieron varios premios de la crítica. Manos arriba se estrenó también ese último año en Puerto Rico.

¡Cierren las puertas...! se estrenó en agosto de 1988 en Jalapa y se repre­sentó en Colombia, Costa Rica, Guanajuato, la ciudad de México, Miami y Chicago; recibió dos premios de la crítica teatral.

En 1991, Voces en el umbral fue estrenada en San José de Costa Rica, dirigida por Ramberto Chávez, y obtuvo seis de los premios nacionales que otorga el gobierno de ese país, entre ellos el de la mejor obra del año. También se representó en Montevideo, Uruguay, con la Compañía El Gal­pón, y en San Diego, California, en inglés, con The Globe Company. El mismo 1991, en el marco del Tercer Gran Festival de la ciudad de Méxi­co, se estrenó Contrabando, dirigida por Enrique Pineda, que representó a México en los festivales internacionales de Cádiz, en España, Costa Rica y Colombia. Esta obra obtuvo doce nominaciones y siete premios. En octubre de 1992 se presentó una lectura dramatizada de esta obra con actores ale­manes en la Feria del Libro de Frankfurt, y se presentó después en la ciudad de Stuttgart.

En 1992 se estrenó La casa del español, dirigida por Enrique Pineda, en el Cuarto Festival de la ciudad de México; al año siguiente, todavía en cartelera en el Teatro Reforma, las Asociaciones de Críticos de Teatro le otorgaron cuatro reconocimientos, entre ellos el Premio Juan Ruiz de Alarcón y el Premio Rodolfo Usigli por la mejor obra de autor nacional. Esta obra realizó una gira por España y se presentó en Madrid y en dos festivales internacionales de teatro.

En abril de 1993 se estrenaron en Los Ángeles, en inglés y en español, Contrabando, dirigida por Margarita Galván, y La fiera del Ajusco, dirigida por Rubén Amavizca en Los Ángeles Center Theater y en el Teatro Nosotros, respectivamente. El 19 de junio de ese año se estrenó en inglés y en español, en Dallas, la obra El caso Santos, dirigida por Cora Cardona, obra escrita por encargo del Teatro Dallas, sobre el asesinato de un niño chicano por la policía de esa ciudad. Una semana más tarde, el 24 de junio, se pre­sentó en la Universidad de Riverside de California, en inglés, su obra Voces en el umbral (primera versión de La casa del español ), dirigida y traducida por el dramaturgo chicano Carlos Morton.

En la ciudad de México, la directora Jenny Ostrosky realizó el montaje de Sabor de engaño, obra premiada y editada por la Sogem, que se presen­tó en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz y en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM en 1993 y 1994.

En marzo de 1995 el grupo Sinergia estrenó en inglés y en español, en Los Ángeles, El caso Santos, dirigida también por Rubén Amavizca.

En 1996 se estrenó en la Casa del Teatro Los ejecutivos, obra dirigida por Luis de Tavira, sobre la crisis económica de México, que pasó posterior­mente al Teatro Granero y luego fue presentada en el Festival Internacional de Caracas, en el Festival Internacional de Cádiz, y después de su gira por varias ciudades de España, tuvo corta temporada en Madrid.

En junio de 1999 se estrenó su obra La mujer que cayó del cielo en dos versiones, simultáneamente en México y en Costa Rica. La versión me­xicana fue dirigida por Bruno Bert, producida por la UNAM y la UAM y estrenada en el Teatro del Museo del Carmen; posteriormente fue reestre­nada en la Casa de la Paz. La versión de Costa Rica fue dirigida por María Bonilla, producida por el Grupo UBU de la Universidad de Costa Rica y la Compañía Nacional de Teatro de ese país. Este montaje se presentó duran­te seis meses en Costa Rica y representó a ese país en el Festival Internacio­nal de Puebla y más tarde también en México, Chihuahua y Ciudad Juárez. Asimismo, esta compañía realizó una gira con esta obra por los estados de Wisconsin y Kansas en los Estados Unidos y por las ciudades de Tijuana y Mexicali, en septiembre y octubre del año 2001. En marzo de 2002 este montaje representó a Costa Rica en el Festival Internacional de Teatro Uni­versitario de Bruselas, en la ciudad de Lieja. Esta obra fue estrenada también por el director Barckley Goldsmith en Tucson, Arizona, en junio del 2000.

Debo abreviar este recuento apuntando sólo algunos datos más.

El 8 de septiembre de 2003, los tres poderes de Chihuahua le otorgaron un reconocimiento a su trayectoria como escritor. Ese mismo año recibió el Premio Juan Ruiz de Alarcón, otorgado por el Instituto Nacional de Be­llas Artes y el gobierno de Guerrero, por su trayectoria. También ese año la comunidad teatral le rindió un homenaje con motivo de sus 25 años como dramaturgo, montando cuatro de sus obras de teatro: De sazón,La mujer que cayó del cieloAhora y en la hora El ausente. En mayo de 2004, el gobierno del estado de Nuevo León, la Universidad de Nuevo León y el Conaculta crearon el Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda, que se otorga anualmente y en agosto de ese mismo año, el go­bierno del estado de Quintana Roo creó dos premios nacionales que llevan su nombre: Premio Nacional de Monólogos y Premio Nacional de Teatro Unipersonal.

En 2005, la comunidad teatral de México le otorgó en San Luis Potosí el Premio Xavier Villaurrutia en la Muestra Nacional de Teatro, y el 1º de diciembre de 2006 el gobierno de Chihuahua inauguró en Ciudad Juárez un monumental teatro de 1,700 localidades que lleva su nombre.

Al año siguiente, el Instituto Internacional de Teatro de la UNESCO le en­comendó la escritura y lectura del mensaje que con motivo del Día Mun­dial del Teatro se leyó en París y en los países afiliados a este organismo. En años anteriores, desde 1962, cuando la UNESCO estableció el Día Mundial del Teatro, ese mensaje se les ha pedido a autores y actores notables del mundo, como Jean Cocteau, Arthur Miller, Peter Brook, Luchino Viscon­ti, Richard Burton, Eugène Ionesco, Edward Albee o Vaclav Havel. El 27 de marzo del 2006, Víctor Hugo Rascón Banda comenzó su mensaje así: "Todos los días deben ser días mundiales del teatro, porque en estos 20 siglos siempre ha estado encendida la llama del teatro en algún rincón de la tierra".

Custodio de esa llama encendida del teatro en varios países de nuestra len­gua, él ha iluminado con esa llama varias zonas del alma humana y de la geografía de sus montañas. Como la sierra de Chihuahua, que tiene acan­tilados, cataratas, ríos subterráneos, valles, minas, corrientes caudalosas o tranquilas que transportan semillas de oro que los gambusinos recogen y criban; que contiene cultivos de flores refulgentes pero clandestinas, con­trabando de mercancías y seres que recrudece el dolor y la agitación de cada día; que esconde cuevas, orillas del mundo y hondonadas donde se ocultan y marginan pueblos e idiomas milenarios, así, su teatro ha iluminado los ríos subterráneos de los seres humanos, la distancia de recuerdos, edades, cuerpos, idiomas, culturas y esperanza; la pasión reconcentrada en los cuer­pos femeninos solitarios o en cuerpos combatientes; el teatro vivo en los giros mortales del profundo teatro de la lucha y la muerte; así ha llevado luz a la memoria inadvertida de individuos y pueblos, de niños, jóvenes, ancianos, montañeses que a veces por el polvo que levanta la danza de la vida y la muerte logran distinguir la frontera primigenia de la realidad y del deseo, de la lucha y el remordimiento, de la frescura, la resignación o la confesión; en sus obras, el asombro y la conciencia llegan y cubren los sitios recónditos de las montañas y valles del alma humana.

Desde esa luz con que ha iluminado las montañas natales y nuestra vida, igualmente él ha defendido en México, y se ha empeñado en señalarlo y modificarlo, que la dramaturgia no es solamente, como lo estipula el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, un episodio de las artes escénicas, sino de las letras. En efecto, en el área de Literatura el Fonca no registra el teatro. ¿Por qué ese descuido fundacional? Imposible pensar en la literatura griega sin Esquilo o Sófocles, o en la inglesa sin Shakespeare o Marlowe, o en la española sin Fernando de Rojas, Lope de Vega o Calderón de la Barca.

Admirado y entrañable amigo Víctor Hugo Rascón Banda: por tu litera­tura, por tu dramaturgia en cuanto gran literatura, por tu sabia, apasionada e inteligente contribución artística a la dignidad del teatro en México, que te ha formado y que has engrandecido, llegas a esta Academia que ahora, por el arte, ocupa este escenario; llegas para iluminarla con la luz de la llama del teatro que se ha mantenido encendida en los últimos veinte siglos. Deseo que tu denuedo y fortaleza de voluntad te permitan mantener esa luz entre nosotros, en esta tu nueva casa, por muchos años. ¡Bienvenido!

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