"Evocar a quien lo ha precedido, no es sólo una obligación para el que llega: es un deber; mas un deber que se cumple con íntima pena cuando se ha disfrutado de su amistad como de un privilegio. Esto es lo que me acontece, respecto al colega a quien debo sólo reemplazar, ya que no puedo substituirlo, como académico de número".
Estas son palabras de don Francisco Monterde, en su discurso de recepción como académico de número, leído por su autor la noche del 5 de diciembre de 1951, en esta Academia. La contestación al discurso corrió a cargo de don Julio Jiménez Rueda.
Señor Director de la Academia Mexicana de la Lengua
Distinguidos señores académicos
Señoras y señores:
Trataré de aproximarme, apenas, a la severa honestidad que presidia la vida toda de don Francisco Monterde; volver a acercarme a él —mediante la evocación de su magisterio— y hacerlo retornar de la memoria a este ilustre recinto, con el profundo afecto que su don de gentes proporcionaba; el que su generosidad sin límites —que ahora permanece en el límite de lo eterno— lo acostumbro a encontrar amigos y discípulos, a sentirlos siempre cerca, siempre próximos, siempre dignos de ser amados.
Primero, en su bien documentada y amena clase de Literatura Mexicana, en Mascarones; pocos años después, desde la presidencia del Centro Mexicano de Escritores haciendo letras y gente de letras, hasta las aulas de Filosofía, en Ciudad Universitaria. Entre esos ámbitos transcurría un prolongado período, en el que la palabra amistad vibraba con la inteligencia que el maestro siempre le procuró al alumno.
Acompañado de su tan amada esposa, don Francisco constituía con ella la pareja necesaria en cada uno de los sucesos teatrales de la ciudad; lo mismo en la presentación de un grupo que se iniciaba —función convertida en efemérides por el entusiasmo juvenil—, que en la altisonancia de los llamados "profesionales", el matrimonio correspondía comprensivamente en todo aquello que sus calidades humanas anunciaban. Productos genuinos, ellos dos, de la relación entre lo cultural y la ciudad que se habita; relación consecuente del arte y la circunstancia comunitaria que lo genera.
De los componentes de su generación, Francisco Monterde fue quien mayor atención concedió al quehacer teatral que, tan esforzadamente se ha dado en el siglo; ese siglo suyo que casi completamente él vivió. Nacido en esta capital de la República en 1894, el maestro Monterde se liga precozmente al estudio y al ejercicio de la literatura. A todo aquello que, de una u otra manera, estuviera relacionado con las letras de México, Y fue el teatro —quiero decir: la letra en su indeclinable tercera dimensión— el camino que el aún niño Francisco Monterde utilizaría para iniciar el recorrido amplio, longevo, del conocimiento de las cosas de la vida. La literatura entendida como el ejercicio comprometido de la palabra hablada y escrita buscando la posibilidad de comunicarnos con los otros; con todos aquellos que estén dispuestos a detener el paso para aprehender una idea y encontrar en las líneas y en las entrelineas de una página, el presente de indicativo de la materia humana existente: aquello que en nuestra condición humana nos reúne, nos hace reconocernos y nos identifica.
A los 12 años, el niño Monterde escribe Como se inician las fieras, intento teatral que el recato y buen juicio de su autor lo llevan a dejarlo reposar los 7 o los 70 anos que el poeta Horacio recomienda. Con todo, los ardores adolescentes lo conducen a acechar nuevamente a Thalía, para salir de nuevo insatisfecho. La urgencia de publicar la que podría llamarse ópera prima activa la pluma del autor incipiente, al mismo tiempo que lo excita y dota de esperanzas iluminadoras, en la ruta interior de la creatividad. En 1916, a los escasos 20 años, llega la posibilidad de cristalizar en letras impresas la ilusión acumulada: Monterde entrega a la Imprenta Victoria su primer original: Arcas de la Nueva España. Pero la imprenta se incendia y con ella la edición concluida de esta Arcas infortunadas, de las que únicamente dos ejemplares pudieron ser rescatados: uno, bajo la tutela sobreprotectora de Alberto Monterde; el otro, en la biblioteca de la Fundación Cultural Miguel Alemán, A. C. A este rarísimo y encantador ejemplar, la gentileza de mi amigo Francisco de Antuñano —Director de esa biblioteca, me ha permitido asomarme. Hojas sueltas de papel sedoso, impresas con devoción y delicado buen gusto: capitulares, viñetas exquisitas, retratos de hogaño; añejo pero todavía muy grato sabor, a las que "fízoles dibujos de grande valía / el dibujador Don Jesús Chavarría / e a mas agraciólos con las alabanzas / que en rima perfeta puso en dos semblanzas / el señor Don Jorge de Godoy. Poeta." Recita tenuemente Monterde, el adolescente:
Amo las arcas viejas, los caducos mosaicos,
Las vetustas efigies, los blasones longevos.
Las antiguas casonas y los templos arcaicos
Y cuento cosas viejas, pero con versos nuevos.
Escribo a la manera de aquellos arcedianos
Que enseñaban era rimas los Misterios Cristianos.
Admiro lo pasado y adoro lo presente,
Lo que es de larga vida, lo que es de vida breve.
Mi juventud se agita en pleno siglo XX,
Pero meció mi cuna en el siglo XIX.
Es en 1918 cuando Francisco Monterde se presenta en los espacios literarios del país, para circular y hacer circular sus obras. El madrigal de Cetina es el título que, a la manera de un pórtico, permite empezar a conocer la obra literaria de Francisco Monterde. Espacio literario, a su vez, digno de empezar a ser tornado en cuenta; apto, además, para "llegar a figurar" en un futuro inmediato. De acuerdo con el académico Porfirio Martínez Peñaloza, con esas Arcas (del infortunio) y El madrigal de Cetina Francisco Monterde "Se sitúa en la corriente colonialista que proponía una recaptura del origen perdido". Ese retorno a imágenes dispersas, habitantes de un pretérito a todas luces imperfecto, que nos obliga a persistir en la nostalgia de la provincia igual que un principio cultural que se incrusta en el pensamiento y en el corazón. El pasado interior como un fuego que vanamente tratarnos de apagar.
A espaldas del real palacio, en el jardín y el huerto que cuidaban manos indígenas, se celebraba una fiesta en honor de los visitadores. La organizaron, para congraciarse, los funcionarios que, temerosos de que los destituyeran, desde su llegada le obsequiaron a porfía, y se hacían lenguas ante la belleza de su esposa, de quien alababan su noble, dulce mirada. El Visitador recibía regalos y homenajes, come, si fuesen el tributo debido, aunque no entraba aún en funciones, pues aguardaba el arribo del nuevo Virrey. Para agasajarlo hubo lidias de reses, torneos y cortejos de fantasía y ahora van a efectuarse un sarao en el jardín de palacio y la representación de un auto profano en verso, en el salón de comedias, construido en uno de sus ángulos. Dicho auto se titula "Origen y abolengo de Sevilla"; lo compuso el poeta don Gutierre de Cetina, quien lo dedicó a la esposa del Visitador, que es sevillana.
La edición consultada de El madrigal… ha sido la que publico Finisterre, para celebrar con ella el cincuentenario de la primera edición. Esta se dedica a Manuel Horta, y en el colofón se incluye el soneto con el que el poeta Antonio de Zayas, Duque de Amalfi, correspondiera a la dedicatoria que don Francisco le hiciera in la edición original, Graciosamente dice así el soneto:
Gracias os doy, señor, por el presente
cuyo estilo casto y elegante
mirara con solaz Pedro de Gante
y con placer Toribio de Benavente.
En él la savia circular se siente
de la feraz metrópoli distante
y se respira el hálito fragante
que satura de Méxica el ambiente.
Dichoso vos que el verbo castellano
diestro pulís con péñola severa,
honra de la abundancia gongorina.
Y agudo el dicho y el acento llano,
un libro compusísteis que pudiera
confesar don Gutierre de Celina.
Estoy seguro de que este soneto le hizo mocha gracia a don Francisco. La segunda edición del Madrigal esta prologada por don Ernesto de la Torre Villar. El interés por las cosas y sucesos del virreinato, que con tanto entusiasmo manifestaron los escritores mexicanos de principios del siglo —la llamada por todos corriente colonialista— produjo en Francisco Monterde, aparte del mencionado Madrigal, obras Como: El primer torneo habido en la Nueva España como una síntesis esta de la época colonial, y ambas a dos escritas en 1922. En 1925, se organiza concurso para el desciframiento de una carta que Hernian Cortes escribiera en Cuernavaca, en 1532. Francisco Monterde resulta ganador de ese concurso, cuyo jurado estuvo integrado por don Luis González Obregón, don Nicolás Rangel v don Pablo González Casanova, el premio, ofrecido por don Santiago Galas, fue de 200 pesos "oro nacional”. José Luis Martínez nos refiere, en su Homenaje a la hazaña de Francisco Monterde, —fascículo que forma parte del libro que, en torno a la personalidad de Cortés, está escribiendo el señor Martínez— cómo resultó vencedor el autor deI desciframiento, presentado a concurso bajo el lema “El que persevera alcanza".
Dice el actual Director de esta Academia, que el maestro Monterde propuso una clave de signos complicados y su equivalencia, haciendo la observación erudita de que en esa carta "se emplearon de uno a tres signos para una misma letra, que los signos procedían de caracteres matemáticos o alfabéticos provenientes del copto, griego y latín..." Como logró descifrar las palabras del Capitán General: sean y tengo, come vocablos básicos para descifrar nuevos signos y así encontrar un método que permitiera descifrar esta carta escrita por Cortés, plagada de claves importantes, de personas con apodos, tan sobrecargada de inseguridades, de corruptelas más o menos graves: de alusiones y de alucinaciones paranoides, al parecer privativas del espíritu conquistador. Su preocupación mayor —descifrada ya por Monterde— consistía en el extremado riesgo que corrían las propiedades de Cortés en Oaxaca, las cuales —concedidas al Marques del Valle en 1529— ahora se veían amenazadas por la cancelación de la Merced Real que se las adjudicó. Cortes sugería que, de ser cancelada la Merced, esas tierras le fueren recompensadas con varios pueblos michoacanos, entre los que se encontraban los poblados de Uruapan, Zacapu, Tiripitío, Jacona, Coyuca la Grande y otros más.
En este Homenaje a la hazaña de Francisco Monterde, José Luis Martínez añade una suposición acerca de cómo elige Cortés a obtener los secretos de su carta cifrada, cuyas líneas nos hablan de la rapacidad del conquistador. Dice el Director de la Academia: "Durante la estancia de Cortés en España, de 1528 a 1530, en su trato con grandes señores debió tener noticias del empleo de escrituras cifradas, que se pusieron en boga en aquellos años renacentistas, sobre todo para despachos militares y diplomáticos. Agencióse una, que le pareció la más difícil de descifrar, le hizo algunos cambios, y le entregó una sepia de la clave convenida a su pariente y procurador el licenciado Francisco Núñez. Al mismo tiempo, convino con él ciertas palabras caprichosas con las que designaría a personajes determinados. De vuelta Cortés en México y avecindado en Cuernavaca, decidió emplear la doble clave, de signos y palabras, en pasajes de esta carta de 1532; enseñó su uso a su procurador principal en México, su también primo el licenciado Juan Altamirano; y éste a su vez adiestró a algunos de sus mejores y más confiables escribanos en el dibujo paciente de los signos, sobre todo en el folio 1, de notable nitidez”.
Por su parte, don Manuel Alcalá refiere que, "después de conocer el excelente trabajo de desciframiento de Monterde, el Abate de Mendoza le envió (a don Manuel) de Paris un libro francés sobre criptografía, que contiene, entre otras claves, una renacentista con la cual la de Cortés presenta analogías".
Un nuevo volumen aumenta la bibliografía a la "corriente colonialista" —o propiamente dicha "virreinalista"—; se trata de El temor de Hernán Cortés, que nada tiene que ver con el temor o terror de la carta descifrada.
Este nuevo terror de Hernán Cortés escrito por Francisco Monterde, se asemeja a esa serie de deliciosas crónicas —como ricos bocados de la repostería mexicana del siglo XVIII— que salían de la pluma saltarina do don Artemio de Valle—Arizpe. Esa especie de memoria elusiva en torno a la falacia generalizada de que "todo tiempo pasado fue mejor". A esta moda o corriente —que Genaro Estrada satirizaría con afinado ingenio en su obra Pero Galin— pertenece este Temor de Hernán Cortés, al cual le pusiera prólogo (o según él mismo dice: parecer) don Luis González Obregón, quien se titula a si propio como "un lector jubilado y calificador del Santo Oficio", La obra se publica para conmemorar el quinto aniversario del ilustre cronista. Publicándola, el maestro Monterde cumple un compromiso contraído con quien el libro prologa. Lo avala la Imprenta Universitaria, 1943, y lleva grabados en madera de Julio Prieto y del hijo del maestro, que ilustran las treinta historian breves narradas con sobria elegancia. A manera de llamador de bronce —sello de dominio, certeza literaria— el autor inserta un endecasílabo sonoro, que encontrara posteriormente paráfrasis y metáforas de superior fortuna a lo largo del libro. Monterde empieza diciendo:
Resonante de hierro y de renombre…
Para descubrir las facetas de una personalidad torturada y subyugante, transformada y transformadora, revelada en voces como:
pendón de conquista / acero de un arado / red a cada instante renovada/ efímero arcoíris/ lengua incomprensible/ flecha sigilosa / corcova de la montaña / aullido pavoroso / áspero erizo / huracán /pirámide sombría / templo idólatra / zarpa de hierro...
Rasgos caracterológicos de una personalidad, que determinaron el temor —o los pavores— del conquistador. La primera Revolución del siglo XX sorprende al joven Monterde en la intimidad de una crisis de adolescencia, que dice al viento sus preocupaciones, Y el viento es de guerra dentro y fuera del país. Tiempos y espacios donde todo es encarnado; incendio del verbo ser y estar en la casa y en el mundo: luminosidades y ardores trepidantes compulsiones como determinantes sociológicas, signos, en fin, coma señales políticas que olvidan el superior destino del hombre. Años esos de nuestro país, en los que se dejaban olvidadas, entre otras cosas, las planchas impresoras del "papel moneda" y el gobierno ordenaba a "El Lápiz Azul" la emisión de billetes grandes de 100 y 200 pesos y chicos de 1, 5, 10 y 20 pesos. Eran los años, también, en que el gobierno nacional carrancista enviaba maestros a los Estados Unidos a enterarse de los sistemas pedagógicos en uso. El maestro Monterde nos refería —en su clase de Literatura— como, en esos tiempos, los padres de familia se sorprendían obligados por la ley a enviar a sus hijos a la escuela, a las granjas modelo o a los talleres industriales. Y como él se sorprendió, a su vez, distinguido con la invitación a un famoso Congreso Pedagógico que se celebró a principios de 1915, en el Teatro Principal del Puerto de Veracruz, convocado por el entonces gobernador Cándido Aguilar, para "reformar y dar auge a la educación".
En calidad de estudiante y observador, el joven Monterde asistió al Congreso, en el que conoció a personalidades como don Abraham Cabañas, don Joaquín Balcárcel, don Luis Garizurieta, así como también a las célebres maestras Estefanía Castañeda, Guadalupe Uhartt, Francisca Moll y Sofía de la Torre; precursores todos ellos de la organización educacional de México. De este Congreso salieron propuestas tan curiosas como que "la preparatoria fuera exclusivamente para varones", y la de que se diera impulso al establecimiento de escuelas de enseñanza agrícola, industrial, mercantil y do enfermería, y con ello "evitar el auge del proletariado en las carreras literarias". Eran las modas de Froebel tratando de reformar el espíritu caballeresco y andante de Fernández de Lizardi. Entonces, el récord de velocidad automovilística era de 50 km/hora. Cuando el Presidente Carranza ordeno que la prensa dependiera de Instrucción Pública, esto es: de Félix Fulgencio Palavicini.
En la infancia, de Francisco Monterde, el perspicaz don Wigberto Jiménez Moreno sitúa su gusto por las letras y el teatro: "En vez de comprar dulces, gastaba dinero en cuentos: En esa tienda que estaba cerca de una fuente (había) cuentos de todas clases: desde los humildes de Vanegas Arroyo —"La granadita prodigiosa", "El espanto espantado"— hasta las bellas historietas en verso de "Simón el bobito", "Rin rin renacuajo" y aquella triste historia del pajarito en el jardín".
Esto pasaba en su casa de Tacubaya, después de vivir durante algunos años en el barrio de Tlacopan o Tacuba. En estos lugares se fraguan las evocaciones del maestro: "Cuando no estaba en el colegio, me encerraba en el comedor de la casa, a jugar con un teatro de títeres en el que representaba, para mí, obras que yo mismo imaginaba". En esta fase de su vocación de su ejemplar servicio al llamado de las letras, las gracejadas de Facundo a de Fidel hubieron de fertilizar la tierna imaginación: primero La linterna mágica… Mi segundo hallazgo fue Gil Blas de Santillana… el tercero, Don Quijote". Terna protectora que ayuda al infante a romper los muros de la soledad y a descubrir el color de la esperanza. También aquí, en Tacuba, Francisco Monterde recibió lecciones de dibujo de don José María Velasco: "Me llevaba estampas y modelos que dibujó en sus buenos años para que yo las copiara. Bajo su dirección, aprendí a manejar el grafio y apliqué los primeros colores do acuarela". De aquí, posiblemente, parta esa simpatía por el diseño y la práctica de las artes plásticas, que en el maestro se manifestó tempranamente como una especie de aplazado destino, que llega a hacerse más patenten el teatro que en otros géneros que él cultivo.
En años recientes declaró: "Pude conciliar mi deseo de llegar a ser escritor con la urgencia de ganarme la vida, cuando ya había formado un hogar, gracias a mi preparación en el dibujo, en oficinas de ingenieros mientras la puma del lápiz o el grafio corrían sobre el papel: imaginaba ficciones, porque ese trabajo sólo tenía ocuparlos mis ojos y mis manos, la fantasía estaba libre... perspectiva aplicada a la literatura".
Poco tiempo pasaría para que el balbuceo provocara la creación del impulso de escribir, alentado entonces por su profesor don Enrique Martínez Sobral, quien le recornend6 que se atreviera a redactar un ensayo sobre las "Ventajas e inconvenientes de ser chaparro", precisamente cuando Panchito empezaba a dejar de serlo. Don Enrique, también, le presenta a Martin Luis Guzmán, con quien gestiona que su alumno tenga acceso a la biblioteca de San Ildefonso. Aquí se le revela Bécquer entre otros, para dejarse influir por este actor tal y como era de esperarse; conoce y disfruta de la pirotecnia de don Erasmo Castellanos Quinto. En El Generalito, se sorprende ante la declaración formal de don Justo, cuando categóricamente afirma que es "espiritualista" y no acendradamente positivista coma se le creía, embarcando en la confesión a don Porfirio Parra, diácono, hasta ese momento de la Religión de la Ciencia, Esto acontecía cuando comenzaba la batalla que derribaría al positivismo, emprendida —sin capa ni espada— par esos tres lanceros de los valores humanos que fueron don Antonio Caso, don Alfonso Reyes y don Pedro Henríquez Ureña. Comenzaba, asimismo, la toma de conciencia que, apenas dos años después, haría evidente la explosión revolucionaria. Para ello, tanto las apariciones estelares del Cometa Halley, en el cielo, como de los aeroplanos en Balbuena y del cinematógrafo en las salas de vistas, exigían la reconsideración de los principios de la convivencia amenazada por los nuevos inventos, los cuales presagiaban, por sí solos, el predominio hegemónico e implacable de la tecnología, en el siglo que se estaba iniciando. Las Fiestas del Centenario so veían fortalecidas por efemérides tan notables coma la Exposición japonesa, instalada en el edificio construido exprofeso frente al Zócalo de Santa María la Ribera. Con una amena y contrastante charca de lilas que Renoir consagrara, los poemas orientales de Tablada evocaban la fascinación alucinante tanto de Lati como de Apollinaire, quien en esos momentos [éste] se encontraba comprometido alegremente por el robo de La Gioconda, en el Louvre, supuestamente par Gery Piéret, amigo del poeta. Por ahí deambulaba, amenazante, el juego terrible de espejos astillados del estridentismo.
En 1923, José Juan Tablada glosa, a su manera, la aparición del Itinerario contemplativo de Francisco Monterde.
Francisco Monterde Garcia Icazbalceta
Es haijín sincero y cabal poeta,
Gaya Romero, fiel peregrino
Que ama igual a la piedra y a la flor del camino.
El haijín es el poeta del haikai
Que, disociando el panorama,
ve El trazo sutil del pincel de Hokusai
y el jocunudo color de Hiroshigué.
……………………………..
Máxima en mínima es humilde
Lenia que en su rústico blasón;
Quien de Minúsculo lo tilde,
¿Sabe qué es un electrón?...
Cuando se realiza la aspiración de ser escritor; éste debe vivir plenamente su condición de hombre de letras. Su oficio consiste en adquirir la inevitable constancia del trabajo literario, relacionarse con los otros escritores y pertenecer al mundo literario las veinticuatro horas del día. Esto es así ya que los caminos que la letra traza deben ser recorridos con devoción, apasionadamente, con entrega que no permite el fingimiento. En la juventud, aparece la ruta de las revistas literarias; la creación dramática es siempre una tentadora opción. Cualquier acto público va al encuentro del conjunto, de esa circunstancia religadora con los otros, con los demás que, impredeciblemente, fertilizaran a habrán de llenar de obstáculos la esperanza y las ansiedades que entrañan las palabras escritas. La letra, entonces, se convierte en un espacio terrible, el que, de alguna manera, el escritor habrá de conquistar, para sentirlo propio y al mismo tiempo ajeno. El imperio implacable de la letra impresa, misteriosa v sabiamente ligada, capaz de crear o destruir mundos tan antiguos coma renovados —tan recientes como arcaicos—, en la acción generadora del verbo escribir, por citar un ejemplo.
Antonio Acevedo Escobedo nos refiere como a don Francisco lo traía muy atareado el número inicial de su revista Antena, que habría de sacar en Julio de 1924. Como el joven escritor Monterde anticipaba que Antena "no será portavoz de un grupo ni literario ni político. Tampoco será un reflejo egoísta. No siendo posible hacerla anónima, coma obra de conjunto, por ser necesario que alguien aparezca coma responsable de los artículos sin firma, su Director se considera solo coma recopilador del material". "¡Modestia —clama el inolvidable Toño Acevedo—, ter nombre es mujer!"
Antena alcanza únicamente cinco números, pero con ellos su editor inicia su promoción personal, en cuanta revista literaria estuviera a su alcance. En 1933, aparece Alcancía, plaquette mensual de un ciento de números, en la que Monterde firma junto con Renato Leduc, Miguel N. Lira, Edmundo O'Gorman, Efrén Hernández, Salvador Novo, Enrique Asúnsolo, Octavio Paz, Nicolás Guillen, Villaurrutia, Andrés Henestrosa, Carlos Pellicer, Mariano Azuela, Juan Marinello y Justino Fernández.
En 47 inicia sus colaboraciones en Ábside; años después, en la Rueca de la tan querida Carmen Toscano; también, en la antológica América. En ellas Francisco Monterde intervino en su desarrollo, unas veces poniendo picas en Flandes y otras proveyendo agua de su propio molino al del vecino. Aquí, le endilga al Abate de Mendoza un poema tipográfico, en el que le dice:
Timbre del Salón Rojo
grillo eléctrico —Abate de Mendoza—
despertador insuficiente
para los que se duermen en un pie,
cigüeña
frente al Globo.
El Abate le responde en La Revue de l'Amerique, en un artículo en el que da a conocer una hai-jins de poetas mexicanos; entre ellas: "Luna de Veracruz" de Francisco de Asís Monterde y García Icazbalceta:
De las aguas
la tuna saca a flote
la plata que se hundió con los piratas.
En las revistas literarias, también, Julio Jiménez Rueda opina que la literatura mexicana peca de afeminamiento. Monterde lo contradice. Jiménez Rueda arremete contra la existencia de una "literatura nacional mexicana" y don Panchito exalta enérgicamente los valores literarios de Los de abajo de Mariano Azuela. De este alegato nace el interés de los editores de la revista El Universal ilustrado y de El Nacionalhacia la literatura de tema revolucionario. De ahora "en adelante —afirma Edmundo Valadés— se desata un alud de cuentos, anécdotas, relatos y episodios de la Revolución que llenan las páginas de los periódicos y las revistas de la época." Sus autores de moda: Francisco L. Urquizo, Rafael F. Muñoz, Martín Luis Guzmán, El Dr. Atl, Celestino Herrera Frimont, Alejandro Gómez Maganda, Nellie Campobello, Francisco Rojas González y tantos otros que hicieron llegar, venturosamente la novela de la Revolución a las plumas magníficas de Mauricio Magdaleno, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Salvador Azuela, mediante esas "narraciones de la tierra de México".
El tránsito del pasado inmediato al pasado remoto —afirma el doctor Monterde— lo hacen trasladarse de la Independencia a la Conquista, al mismo tiempo que le abren la rota de sus personales simpatías; entre ellas: el indigenismo, el que mediante el juego múltiple de paisajes internos y externos nos va conduciendo hacia atractivos hallazgos, en torno de este espacio fascinante y paradójico que es nuestro país. Dice: "La República no es ni cornucopia ni sirena que en dos mares se baña. (Nosotros) nos sentimos como pasajeros de un enorme navío en el que exploramos desde la erguida proa sonorense hasta el castillo de popa: la península yucateca; sin olvidar la península californiana: portaviones codiciado por navegantes vecinos... De la cubierta —que en parte se asoma a las Antillas— a la profunda cala, (somos) pasajeros en la más amplia aceptación del vocablo".
Productos cuidados las obras de Francisco Monterde favorecen en el lector "en el lector “trabajo sensible y acabado de su espíritu", Como podía Paul Valéry. Sus libros —literatura hablada, literatura escrita— están anegados de esa propiedad particular de las líneas de palabras, capaces de llenar, con arabescos llenos de sugerencias los espacios ocupados por lo trascendente inteligible: aquello del conocimiento que depende de las acciones y combinaciones de la lengua hablada y escrita, y que además remueve el corazón y los impulsos del espíritu.
1922 marca, además, la fecha en que —atendiendo a un llamado de don Pedro Henríquez Ureña— Francisco Monterde sustituye a Jaime Torres Bodet, en las clases de Literatura, Con esta invitación, el maestro inicia su etapa académica, en Ia que obtiene la maestría de manos de Alfonso Reyes y el doctorado de Julio Jiménez Rueda. En otros campos de la cultura, el Dr. Atl descubría a José Guadalupe Posada.
Como alumno, don Francisco Monterde reconoció siempre agradecido la acción formadora de maestros tan insignes como don EzequieI A. Chávez, el histólogo Tomas Perrín, el embajador Federico Gamboa, el licenciado Enrique Martínez Sobral —su maestro de Literatura en la Preparatoria, después de Ángel de Campo—, Antonio Caso y el mencionado Pedro Henríquez Ureña. A todos ellos les dedica Francisco Monterde su obra Cultura mexicana, "como demostración de gratitud y afecto".
Publicado en 1945, Cultura mexicana lleva una nota que antecede al interesante ensayo que el maestro titula: Cultura y Literatura. En esta nota, el maestro declara su fervor por todo aquello que las letras contienen: "La literatura —afirma— es la forma de expresión usual con que la cultura se manifiesta y transmite". Desde sus comienzos en la cátedra universitaria, hasta el último día en que sustentó sus amenas clases, en 1984, el maestro afirmó la validez humanística del estudio de las letras, coma una forma de conocimiento que rebasa el simple deleite estético o la innecesaria acumulación erudita, para llegar a la exposición del hombre por sus letras, de los caracteres humanos par sus grafías, de la naturaleza social por sus monumentos literarios lo mismo que por sus grafitti callejeros. En esto consiste: la congruencia del estudio y del conocimiento de la literatura: en la búsqueda para recrear la perfección de las cosas de la vida, entre ellas, la más perfecta e imperfecta quizás: el ente humano. Describir —para descubrir— el hombre polifásico que se vale de líneas, de colores, volúmenes y espacios para aprehender instantes de su vida. El hombre creador y plural, inventor de sonidos y palabras que ayuden a aprehender el sentido de lo just, de la libertad, de la armonía social,… como complejos de lo eterno humano.
Al precisar el maestro Monterde el concepto de literatura como forma cultural por excelencia, sugiere el estudio de la cultura como vía antropológica de intercambio de conocimientos; y esto sólo se obtiene mediante el conocimiento de los mejores hombres de letras de un país, aquellos que han escrito acerca de la historia del pueblo al que se corresponden. El pueblo al que ha dada lugar la familia del hombre. Retrospectivas del pretérito —en este caso: pretérito perfecto— equivalente a un análisis subjetivo del presente histórico y como una visualización pertinente del antefuturo que todos aspiramos vislumbrar. En esta Cultura mexicana desfila la diáspora sensible de Bernardo de Balbuena que inunda de tristezas a Fray Manuel de Navarrete y recubre de sutilezas a López Velarde. Lo quo sería tanto como recrear la parábola del "cumplimiento" y la recóndita intimidad de la patria. 0 acudir a los sucesos de la vida más vistos por el artista que inventados por política; y deambular par "la diuturna enfermedad de la esperanza" y asumir el "horrible sacrilegio" de Nervo, que nos permita ahogarnos en el Libro del loco amor de Agustín Cuenca. Recorrer libremente, si, el sugerente claroscuro de nuestra agreste geografía literaria, sin el "¡Amén de Dios!”, que nos inculpe.
Francisco Monterde queda en las letras de México, Como uno de los pocos sabios que han generado productos culturales trascendentes. En esto consistió su pertinaz y discreta grandeza: En él, las referencias al mundo que vivimos no tuvieron mayor intención que la de provocar la serenidad inexpresable; eso que conduce tranquilamente al lector al encuentro de sí propio y al auditorio a la inevitable reflexión. Es un caso particular el del maestro, ya que no le permite permanecer absorto o encantado ante su obra literaria. Como autor, Monterde se reserva para sí la facultad de que sus conceptos dejen de ser tan sólo pensamientos en él, para volverse acciones en los demás. Y esa puede ser una cualidad fundamental en muy escasos autores, ya que les permite suscitar el importante valor de la resonancia: aquel que no acude a la alharaca, ni a la invectiva, ni al sarcasmo —mucho menos aún al escarnio—, para gritar que está vivo. Monterde jamás utilizo subterfugios ocultadores y propagadores de creatividades aparentes; no señaló caminos o personas; fue un literato cabal y —caso insólito— dejo ser a los otros hasta donde los otros pudieran serlo. Y esto representa un hecho capital en la carrera de todo artista: liberar su pensamiento y propiciar con ello la liberación del pensamiento ajeno. En esto consiste, precisamente, la noble tarea del productor de cultura. Y don Francisco aprendió precozmente a serlo.
La simpatía por el diseño y las artes plásticas —que en el maestro se manifestó tan tempranamente coma una especie de aplazado destino— se hace más patente aún en el teatro quo en los otros géneros que el cultivó. Su obra más consistente: Moctezuma, el de la silla de oro —presentada según el autor como una "interpretación en imágenes dinámicas", y destinada a vivir la aventura inquietante del cinematógrafo— fue escrita por encargo de don Alfonso Caso sobre un tema de la Conquista; pero como bien lo advierte el propio don Francisco: "no estaba seguro de que el realizador (del film) llegara a buen puerto", (ya que) se requiere tan fina sensibilidad y tan amplios conocimientos, en el director de películas cinematográficas que sea capaz de llevar a la pantalla la epopeya de la Conquista, sin caer en lo grotesco y en lo absurdo". El maestro no se equivocó. Ante la finura de su texto —vigilado y aprobado por el doctor Caso—, el director del film, afortunadamente, desistió de intentarlo al encontrarse con anotaciones de esta naturaleza:
Roto su vuelo oblicuo, la garza cae verticalmente:
jirón triangular desgarrando una nube.
El cielo se duplica en el espejo de la alberca.
Del trazo ágil, rápido y casi fugaz del carácter de Moctezuma, el autor aplica colores que habrán de ser característicos en su obra dramática. No aparecen jamás los aguafuertes, solamente cromías y esfumados que surgen mediante tenues sonoridades verbales. Tampoco están presentes las altisonancias, mucho menos las sonoridades contrastivas. Los ambientes y los caracteres en el teatro del dramaturgo Monterde obedecen a una mesurada y tersa madurez emocional, a una tradición de suavidades capaz de manejar no sólo el caos interior, sino además el grave deterioro a que la humanidad entera veríase sometida a causa de los cataclismos bélicos.
Todo, en el teatro de Monterde, se deja entrever: el crítico perspicaz que fue don Francisco desde la adolescencia; el poeta que acude al símbolo inmediato y abstracto, en su afán de aprehender las formas; el discípulo que traduce limpiamente a Rostand, Synge, Lenormand, Maeterlinck, Tchehov... De éste toma suPetición de mano, para recrearla a sus anchas en La careta de cristal.
Y también existe en don Francisco: el autor de búsqueda, el experimental, que en él se dio principalmente en ese Proteo —primer intento de laboratorio teatral en México— y que Julio Bracho llevara a escena en 1932: ¡Oh, sueño que habitas detrás de las máscaras!
Aparte de su límpida composición —que es capaz de ser conservada para el escenario en beneficio del buen decir teatral—, los personajes del teatro de nuestro autor obedecen calladamente a lo aleatorio para volverse sujetos de su propia muerte y de sus transfiguraciones. Son los personajes de la tragicomedia mexicana como genero único y absoluto; esos que asoman a ratos su careta de vidrio. A veces, también, las muecas de Benavente, de Linares Rivas y de los Álvarez Quintero irrumpían en / e interrumpían las voces de esa tragicomedia nacional, que se consumiría a sí propia en cada representación y en cada anhelo.
Los escenarios del tiempo teatral: el Fábregas, el Lírico, el Regis, el Arbeu, el Ideal,… resultaron insuficientes para abrigar tantas ansias contenidas en los dramaturgos que no sabían o no podían encontrar la dimensión precisa del silencio, de la pausa escénica que favoreciera la reflexión acerca de las imágenes teatrales y sus terribles consecuencias. "Los males del teatro en México radicaban entonces en las limitaciones y vicios heredados de la vieja escuela del teatro español", asegura Magaña Esquivel. La total ausencia del público. Es que un autentico teatro nacional no puede surgir de los escombros de otro, cuya obsolescencia inscribía su fama en el descrédito de su propia caducidad. Esto lo había advertido ya Francisco Monterde, cuando en un homenaje a Manuel Gutiérrez Nájera defiende el afrancesamiento del poeta "ante la ineficacia del influjo español" chabacano y huero.
Un repertorio en decadencia trataba vanamente de animar la débil Comedia Mexicana, Desaparecida ésta por inseguridades y disputas de los miembros de su Consejo Directivo, aparecía el Teatro de Ahora fundado por Mauricio Magdalena y Juan Bustillos Oro, quienes irrumpen en los espacios teatrales proponiendo un autentico teatro nacional y, para el efecto, los autores escriben obras detonantes y radicales: Magdalena propone Emiliano Zapata y Pánuco 137, Bustillos hace una transcripción personalísima del Volpone de Ben Jonson, a la que titula alegremente Tiburón; del mismo autor Los que vuelven, en la que aborda el siempre quemante tema de los braceros; y otra más: Justicia, S. A., propuesta coma un severo señalamiento de las deformaciones que puede sufrir la orozquiana "justicia de clase" o, más simplemente, la injusticia
Un teatro éste, con evidentes preocupaciones en torno de los temas sociales: aspiración de un teatro político y documental, a la manera del transformador Erwin Piscator, el maestro de Bertolt Brecht. Sus correspondencias culturales las encontramos en la novela de la Revolución y en el muralismo. Dentro de esta proposición, podernos insertar la obra de Monterde Oro negro, con la misma libertad que anotamos la inocente versión que hizo Roberto Soto de El periquillo, para el llamado género chico.
En 1933, Francisco Monterde publica una de sus obras más importantes: la Bibliografía del teatro mexicano.Presenta come peculiaridad el grueso volumen, la de llevar, en una hoja anexa, la reproducción facsimilar de una Noticia a público, con graciosas y ocurrentes reformas sobre el reglamento del Coliseo; hecha, esta noticia, para don Juan Manuel de San Vicente, para "las representaciones venideras, baxo las circunstancias" de que el público asista más cómodamente y con mayor atención a los teatros. El documento, que por si sólo se revela como interesante y de alto valor, permanece esperando tanto el estudio y la difusión de su articulado, coma el análisis de parte de las autoridades municipales, las que no terminan de encontrar una legislación que garantice la seguridad del público asistente, entendido éste como la persona teatral sin la cual no existe la comunicación que el teatro concede tan generosamente: "... para que el público sea atendido como es justo, y se regocije con cuantas comedias sea posible" (sic).
En esta bibliografía fundamental para la historia del teatro mexicano el autor y su prologuista —Rodolfo Usigli— nos presentan un itinerario del quehacer teatral lleno de recovecos y do sinrazones, de influjos y de mezcolanzas, que en múltiples ocasiones lo han presentado como un lamentable subproducto artístico que no merece la atención del estado educador y, menos aún, la de los intelectuales. Teatro, el nuestro, que durante casi cinco siglos ha luchado por obtener un lugar digno en la vida nacional y zafarse de esa condición anémica y doliente, que lo ha llevado por ventorrillos y tabernas perdiendo la vergüenza. Prólogo y Bibliografía son imprescindibles para comprender la relación causal que existe entre el propósito creador y la realización escénica.; ambos a dos van dirigidos al pensamiento y al corazón de un pueblo que, ahora, sigue sin admitir la alta condición ética de la profesión teatral; eso que nos coloca a los dramaturgos mexicanos entre las aguas de la aceptación y del rechazo, de la afirmación y de la negación alternativas. En este libro encontramos lo mismo el panorama que los reflejos de este teatro nuestro de cada minuto del día, el que —desde el siglo XVI hasta nuestros días— importa sus informaciones de otras partes del mundo para sostenerse en pie. Teatro virreinal que lo mismo quedaba bien con Dios que con el diablo, que complacía al Estado tanto como a la Real y Pontificia Universidad. Teatro sin algún Shakespeare, Lope o Molière capaces de reivindicar los esfuerzos de cualquier autor nuevo, que se vuelva viejo sin llegar a tocar el escenario; que pasa sin pasar ante un público indiferente el que —aún en nuestros días— no justifica la evidencia del arte dramático en el proceso social.
Todo esto nos lo advierte el binomio Monterde-Usigli en la Bibliografía del teatro mexicano del primero: el teatro de la Independencia de México, que a doscientos años de distancia no obtiene aún su consumación: petipiezas como "El negro sensible", prohibida porque fomentaba la insurrección. Ver deambular "El Rábula", "La mamola", "La mexicana en Inglaterra", "La burla de los tamalitos", "La lealtad americana". Y de "Adela, o la constancia de las viudas" recapturar "Lo viejo" de Marcelino Dávalos y "El Tenorio Maderista" de Pepe Elizondo, para regocijarse con Joaquín Pardavé, Roberto Soto, Leopoldo Beristaín, el "Nanche" Arozamena y la música de José Palacios y Manuel Castro Padilla.
Pero en medio de todo esto, el misterio del gran teatro parece haber permanecido ausente del escenario mexicana aunque si empecinado y entretenido para convertir esta situación en atavismo. Lo producido entonces y ahora parece haber contribuido precariamente a fijar la naturaleza esencial de México y lo mexicano en la escena. Quizás estos hoyos negros los pudieran cubrir los narradores del siglo XIX, que tanto y tan variado material nos ofrecen para ser teatralizado. Las versiones, Las adaptaciones, las paráfrasis a las novelas de Inclán, de Altamirano, de Ramírez,… y las traducciones en la línea indicada por don Alejandro Arango y Escandón, primer académico que ocupara la silla Número II; la que después correspondería a don Joaquín Arcadio Pagaza, luego a don Salvador Cordero y después a don Francisco Monterde y que ahora, en esta tarde de mayo, la buena voluntad de sus maestros y de sus amigos ha dispuesto sea ocupada por quien ingresa hoy a este honorable recinto.
De las iniciativas referidas, de los movimientos apuntados, de las preocupaciones compartidas, participó Francisco Monterde en el curso de este siglo apabullante y conmovedor. De estas situaciones sacó los datos y vivió los hechos que animaron su cátedra de Literatura en la Universidad —siempre amada y siempre venerable. Su insistencia en la estabilidad de por lo menos un grupo profesional de teatro, desde esas clases, llegó a ser inspiración y compromiso para los fundadores de la Compañía Nacional de Teatro de México. Sus alumnos gozamos la suavidad de su prudencia, disfrutamos la generosidad de su sabiduría, el muy alto magisterio de su amistad siempre cordial y conciliadora.
En una ocasión como la que ahora nos reúne, que no solamente honra a quien ingresa al docto colegio sino que enaltece al que —en forma por demás superficial ha tratado de aproximarse a sus quehaceres, no deben ser otras las palabras finales, que las que el propio maestro Monterde nos legara:
… y cada uno al ir subiendo
puede pacer un acto de amor:
tender la mano al que está próximo,
para ayudarlo en su ascensión.
Y éste es el caso.
I
El 23 de febrero de 1986 la Academia Mexicana recordó a los cuatro académicos que se nos fueron en 1985. De entrada, al hacer yo memoria de Francisco Monterde, cite unas palabras de Alfonso Reyes. Son éstas: "el modo más útil de servir a México es que cada quien trabaje en lo suyo al máximo de sus capacidades y haga lo que hace lo mejor posible". Esta noche las repito. En mi repetición estoy en la buena compañía de Unamuno, quien fue siempre fiel a la reiteración. Y el porqué de ella nos lo decía una y otra vez. En 1914 escribía: "… Lo han dicho otros; pero hay que repetirlo. Y Machado (se refiere a Manuel y no a Antonio), y Machado y yo tenemos, a falta de otro, un mérito excelso: el de saber repetir..." Más tarde insistirá: "Ni voy luego todos los días a oír y a ver las mismas personas: a oírles las mismas cosas y a verles las mismas caras. Pero, ¿es que yo no me repito? Precisamente la personalidad es una repetición".
¿Y por qué repito hoy las palabras de don Alfonso? Lisa y llanamente, porque don Francisco las hizo plena realidad a lo largo de su fecunda vida; porque don Héctor Azar —discípulo él, como yo, del maestro Monterde— las ha ilustrado también en su vivir entregado a las letras —poesía, novela, teatro—, a la cátedra, a la amistad. Y ello, además, en la línea del Maestro. No por mero azar —no es juego de palabras, no— Azar, con mayúscula, pasa a ocupar la silla número II que por cuarenta y seis años fue la cátedra monterdiana en esta Casa. Cátedra de saber v sabiduría, de cortesía y convivencia.
Por eso juzgo la Academia, sabia y prudentemente, elegir at recipiendario.
La más que dos veces milenaria metáfora, tomada de las lampadedromía o lampadeforía —las carreras de antorchas—, nos la da Platón en Las leyes; pasa par Varrón y brilla en el hexámetro de Lucrecio: "Et quasi cursores uitai lampada tradunt." Y como corredores, la lámpara de la vida transmiten.
Siempre ha llevado Héctor Azar su propia antorcha encendida al servicio de México. Ahora se le pasa otra muy ilustre: la de Francisco Monterde en la Academia. Buenas manes la toman.
La vida toda de Héctor Azar ha sido siempre un acendrarse y enriquecerse espiritual e intelectualmente, sin prisa pero sin pausa; como el astro de Goethe: "wie das Gestirn, ohne Hast aber ohne Rast." Ello desde sus altos de estudiante en nuestra Facultad de Filosofía y Letras. Me pasó como un relámpago por la mente el añadir excelente estudiante en la buena época de la Universidad Nacional Autónoma de México. No. Todo estudiante que de veras lo sea tiende a la excelencia. Por lo que a la buena época atañe, no soy yo un laudator temporis acti. O, para decirlo en nuestro romance, que no comulgo —a pesar de mi amor y admiración por su autor— con el manriqueño
Cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Cabalmente, acaban ustedes de oír a Héctor Azar calificar esos dos versos de "falacia generalizada". El Calmecac de los aztecas tuvo sus buenos estudiantes; los hubo en la Real y Pontificia Universidad; la Universidad Nacional Autónoma de México los tuvo, los tiene y los tendrá. Pero no tan sólo en la Facultad de Filosofía y Letras descolló. Lo hizo también en la de Derecho. Que no por nada decía Alfonso Reyes que, salvo prueba en contrario, todo hispánico era abogado hasta hace poco.
II
Habiendo saltado la barrera y echándose al ruedo, luce en este sus dotes y destreza de profesor y de animador y director teatral. Profesor lo ha sido en la Facultad de Filosofía y Letras, y en otras instituciones, de Literatura Mexicana, de Literatura Española, de Literatura Universal. Ya mas en lo suyo, de Historia del Teatro, de Teatro y Sociedad, de Crítica Teatral, de Teatro y Narrativa y de Versiones Teatrales.
Es el teatro su gran amor, sin menoscabo de otros dos: la poesía y la novela. Que en este terreno no sólo es permitido —sino recomendable— tener varias amantes.
Como profesor, animador y director teatral, hay que señalar que en 1954 funda y dirige por nueve años el Grupo Piloto de Teatro Estudiantil Universitario, Teatro en Coapa. De él saldrán figuras señeras como Rosa Furman, Marta Zavaleta, Miguel Sabido, Juan Ibáñez. En Coapa cuenta con la colaboración de María del Carmen Farías.
Que de 1957 a 1965 es Jefe del Departamento de Teatro do la Universidad Nacional Autónoma de México; que crea y dirige por cinco años el Teatro del Caballito y el Teatro de la Ciudad Universitaria; que funda y dirige por diez años el Centro Universitario de Teatro; que funda y dirige por tres años la Compañía de Teatro Universitario, el primer grupo de teatro profesional de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Que crea durante su gestión de 1965 a 1972 como jefe del Departamento de Teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes, múltiples e importantes son sus actividades en todo lo que al teatro atañe. Fue precisamente el entonces Director del Instituto Nacional de Bellas Artes, y que hoy lo es de nuestra Academia, José Luis Martínez, quien lo invitó a colaborar con él en dicha jefatura. En ella contó especialmente con la cooperación de Martha Ofelia Galindo.
Hay que recordar que como director de la Casa del Lago de la Universidad Nacional Autónoma de México, de 1967 a 1970, funda en aquélla el Foro Abierto y el Teatro de Cámara; que en 1972 funda la Compañía Nacional de Teatro de México, del Instituto Nacional de Bellas Artes. Para dedicarse a ella por entero, es nombrado su Director y renuncia a la jefatura del Departamento de Teatro. Un año antes funda y dirige el grupo Teatro Espacio 15 de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es él, en realidad, la segunda época de la Compañia de Teatro Universitario que desaparecido durante su ausencia de nuestra Máxima Casa de Estudios.
De mucha monta coma todo ello es, la supera en 1975 con la fundación de su taller particular: el Centro de Arte Dramático, Asociación Civil; mejor conocido por su sigla: CADAC. Las ideas de libertad e independencia que en Héctor Azar sembraron Rosario Castellanos y Ángel María Garibay K. hicieron fuera verdad Mara el CADAC el alejandrino de Malherbe:
Et les fruits passeront la promesse des fleurs.
Parentéticamente señalo que el Ayuntamiento Municipal de su tierra natal merecidamente puso en 1984 el nombre de Héctor Azar a la calle que lleva, en Ios Solares Chicos, a su taller: el CADAC* Atlixco, en la Huerta Olímpica.
Como Director de la Compañía de Teatro Universitario, debo recordar que ésta obtiene en 1964, durante el Primer Festival de Teatro Universitario de Nancy, el Gran Premio Mundial. La obra: Divinas palabras de Valle Inclán, el Director: Juan Ibáñez, abrevado, como ya dije, en las aguas del Teatro de Coapa.
Paralelamente con toda esa actividad, inicia en 1961 y dirige hasta 1972 la Colección de Textos de Teatro de nuestra Universidad. Aparecieron en aquélla veintisiete libros.
III
Ya dejé dicho que la obra de creación de Héctor Azar está en su poesía, en su novela y en su teatro. Todo ello creado por la palabra. "La palabra, "afirma Reyes —otra vez don Alfonso, omnipresente, imprescindible— "la palabra Único sentido en que el hombre crea..." Por ello la definición de Gerardo Diego: "Creer lo quo no vimos, dicen que es la Fe. Crear lo que nunca veremos, esto es la Poesía". Es cabalmente lo que poesía significa en griego: creación, poihsis. Del verbo poiew, hacer, crear. El poeta, poihths, es el hacedor, el creador.
Cronológicamente, Io primero que escribe es poesía. A sus veintiún años publica, en Atlixco, Estancias. En ese libro hay un poema en "Homenaje a Luis Buñuel”. Premonitorio poema de que Io que era y sigue siendo Buñuel en el cine —ganando batallas después de muerto, como el Cid— lo sería también años más tarde el propio Azar en el teatro. De Estancias, dice con honradez en las paginas preliminares nuestro desaparecido colega José Rojas Garcidueñas: "Personalmente encuentro algunas notas difusas en estos poemas quo siguen y no pocas metáforas duras… Nuevas germinaciones irán perfilando y depurando un mensaje que aquí apunta y que es deseable ver en próximos frutos". Al cabo dos años nos da Ventana de Francia, con sus traducciones de poesía francesa. Las nuevas germinaciones se han depurado después de dos años más, y ya otra vez con obra personal, en sus Días Santos / Fragmentos de una pasión. Poemas en verso y prosa de la Semana Santa en Tasco.
En 1977 publica Las tres primeras personas, primera novela de una trilogía quo prepara. Desde hace diez años esperamos, con ansia no decaída, Ias otras dos. Por medio de ella, el atlixqueño que es Héctor Azar —pere que se nutre además en el amplio mantillo de la tierra mexicana— nos lleva con amor doloroso a sus entrañabIes raíces libanesas. Doloroso amor que ya se nos daba en "Llanto en la tierra", uno de los poemas de Estancias. Alu leemos estos dos versos:
Es que no von la sangre do la pluma
arrancada, dolida y amarilla?.
No por nada ese libro juvenil tiene por epígrafe un alejandrino de Musset.
Les plus désespérés sont les chants les plus beaux"
Su novela es, en puridad, un doloroso rescate autobiógrafico de su hondón libanés. Por algo el Gobierno de la República del Líbano lo condecora, en 1978, con Ia Orden del Cedro del Líbano. Y ya que hablo de condecoraciones, diré que tiene desde 1970, en el grado de Oficial, las Palmas Académicas de la República Francesa.
IV
He dicho ya que de sus tres amores en las letras el mayor y más hondo es su amor par el teatro, por la farándula. Está, por esos amoríos, en la buena compañía de don Quijote. No acaso dijo éste a uno de los actores del elenco de Angulo el Malo?: "...porque yo desde muchacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban mis ojos tras la farándula". A pesar de ese írsele los ojos, el Hidalgo Manchego no llego a matrimoniar con ella: su fidelidad a Dulcinea y a desfacer entuertos se lo impedía. Héctor Azar, muy fiel a su esposa María Antonieta Manzur y a desfacer entuertos en el campo teatral, si contrajo nupcias —muy legítimas— con la Farándula. Con ella ha tenido numerosa prole: desde 1958 más de treinta vástagos hasta el año pasado.
La primera hija de ambos, nacida en 1958 y bautizada en la escena al año siguiente, tuvo par nombre La Appassionata. Es una tragicomedia en un acto. Ha sido confirmada y reconfirmada, con su vestidito de libro, cinco veces. El más joven, con fidelidad atlixquense, se llama Atlixco , Atlixco siempre. Su primer retoño, habido con la poesía a sus veintiún años, señalé antes, se bautizó precisamente en la tinta de una imprenta de Atlixco.
Tedioso para ustedes sería el dar sin más la nómina de toda su descendencia teatral. Me contraigo tan sólo a nombrar algunos o algunas que andan par esos mundos muy vestiditos a la extranjera o que le han merecido premios. El tiempo no me permite el más somero análisis.
Olímpica , de 1962, está traducida al alemán. La Appassionata, su primógenita, y El Alfarero, su hermano gemelo, le valieron a Héctor Azar el Premio Xavier Villaurrutia en 1959. En 1972, y antes de que la bautizase la tinta de la imprenta —pues el premio era para la mejor obra inedita de autor nacional— se le concedió el Premio Juan Ruiz de Alarcón de la Asociación Mexicana de Críticos de Teatro por la tragicomedia en dos actos Inmaculada. Se publica ese mismo año por la Organización Editorial Novara. Ya publicada, La Inmaculada recibe ese mismo 1972 el Premio Sor Juana. Inés de la Cruz de la Unión de Críticos y Cronistas de Teatro. Premio que se dio a la mejor obra de ese año.
Obtiene otra vez el Premio Literario Xavier Villaurrutia par la mejor publicación teatral del año. Éste fue 1973; la obra, Los juegos de azar.
V
Y ¿qué decir de las excelentes palabras que acaban de escuchar? Es tradición, más o menos respetada en nuestra Casa, glosarlas quien da la bienvenida al nuevo académico. Yo me aparto hoy de esa costumbre. Dos razones de impelen a hacerlo.
Es la una que como podría yo desmenuzar ese discurso. Su substancia no es, en manera alguna, coca friable. ¿Podría yo acaso decir algo mejor y de más substancioso meollo que lo que ustedes han oído, saboreado y asimilado? La otra razón obedece a la más elemental cortesía: el que por mor de ella no debo ya cansar a ustedes con más palabras mías. Con todo, no puedo menos de subrayar brevemente tres cocas. Primera, el gran conocimiento que Héctor Azar tiene de la obra y de la persona de su predecesor en la Academia. De aquélla nos dijo que lo mejor es ese guión cinematográfico que afortunadamente —coma apunta muy bien Azar— nunca pasó al cine. Para deleite nuestro, vio la luz de la imprenta en 1945. En el libro —Moctezuma el de la silla de oro— brillan la fina prosa y sensibilidad del escritor, junto con las bellas ilustraciones de Julio Prieto. Segunda, su magnífica semblanza de Monterde maestro. Tercera, el amor y respeto —que comparto— por don Francisco y la extraordinaria esposa que fue Pía.
VI
Por los méritos del recipiendario que a trancos he tratado de poner de manifiesto, dejándome muchos en el tintero muy a mi pesar, la Academia Mexicana —lo manifesté al principio— tuvo el tiro, sabio y prudente, de elegir para la silla II de Francisco Monterde a Héctor Azar. Recoge él —Io he venido diciendo— una luminosa antorcha. Tengo para mí que si el Maestro hubiese barruntado en vida quien habría de sucederle, hubiera exultado con todo su generoso corazón.
Por todo lo anterior, por su conocimiento y sentimiento de nuestra lengua, amén de sus virtudes humanas e intelectuales, doy a don Héctor Azar esta noche la cordial bienvenida de ingreso en la Academia Mexicana, con el beneplácito y el aplauso de sus colegas. Con un aplauso de pilón y ml cordial abrazo, querido Héctor.
La Academia Mexicana prosigue su renovación. Hace pocas semanas tuvimos la satisfacción de recibir a un hombre de ciencia, que nos enriquecerá con esa perspectiva, y en esta ocasión abrimos una vez más la puerta grande para recibir a un distinguido escritor, fundamentalmente hombre de teatro, a Héctor Azar.
A pesar de alguna omisión, involuntaria por nuestra parte, la Academia ha contado entre sus miembros recientes a dramaturgos de tanto mérito como Francisco Monterde, Julio Jiménez Rueda y Celestino Gorostiza. Al primero de ellos, al maestro Monterde, sustituirá Héctor Azar en la silla numero II. En su discurso de ingreso, que escucharemos a continuación, Azar no se ha limitado a un elogio introductorio de su antecesor. Su alocución completa está dedicada a examinar la obra múltiple y el magisterio de Francisco Monterde que hizo tanto por las letras y por el teatro en México, y a quien esta Academia, de la que fue por muchos años su Director y su decano, consideró siempre como uno de sus pilares más queridos y sabios.
Tuve la suerte de conocer a Héctor Azar desde sus años de estudiante. Lo he seguido en sus obras corno poeta, narrador, memorialista y sobre todo autor teatral. Lo he visto con admiración crear instituciones teatrales. Y cuando arrebatos juveniles lo despojaron de una de sus más hermosas invenciones, Héctor nos dio la lección de no hundirse en el desánimo sino de emprender en seguida, sin mirar hacia atrás, una nueva creación. Por la calidad de sus obras, por el fervor que pone en sus empeños teatrales y por la fe que tiene en la redención del mundo, la Academia Mexicana recibe a Héctor Azar con honda complacencia.
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