Martes, 22 de Marzo de 1955

Ceremonia de ingreso de don José Gorostiza

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Discurso de ingreso:
Misión de la Academia. Notas sobre poesía

Me presento ante vosotros, si he de decir verdad, lleno de confusión y temor. La Academia Mexicana de la Lengua es institución meritísima a la que dieron fama, en el pasado, muchos de los mayores nombres de nuestra historia literaria y que alberga en su seno, en el presente, a todo cuanto de vivo y de valioso milita al servicio de las letras patrias.

Durante mis años mozos —recuerdo— mirábamos a la Academia con incredulidad. La confianza que en sí misma tiene la juventud y, más todavía, la seguridad de estar predestinada a provocar cambios y reformas trascendentales es —y ojalá sea siempre así— cualidad eminente que a menudo se paga a costa del rigor o de la exactitud del juicio.

Vista la Academia de la Lengua, hace treinta años, a la luz de los ímpetus de mi generación, aparecía a nuestros ojos como un frío y severo, aunque mudo censor de nuestras apresuradas innovaciones. El objeto de su actividad era conservar el idioma; el de la nuestra —así lo creíamos nosotros, cuando menos— era enriquecerlo con nuestros posibles hallazgos. La Academia nos merecía respeto y, en menor grado, admiración. Estaban en ella muchos de los grandes maestros que guiaron nuestros pasos por las aulas en los mil novecientos veintes, no sólo con un profundo sentido didáctico, sino con un espíritu de solidaridad en la cultura que nunca podremos agradecerles en todo su valor. Algunos de ellos, pocos, que no he de mencionar en obsequio a su modestia, están aquí todavía. Esto no obstante, sentíamos como si algo esencialmente incompatible se interpusiera entre la Academia y la juventud.

Hoy día, treinta años después, advierto que esa sensación, por más que en aquel tiempo —es decir, a su tiempo— fue profunda y sincera, pero también útil, porque pudo servir a indefinibles propósitos vitales, se ha disipado en nosotros con el transcurso del tiempo, a la vez que ha resurgido en el espíritu de la nueva juventud.

Entre generaciones sucesivas, lo mismo que entre escuelas contemporáneas de pensamiento o de acción, o entre hombres consagrados a disciplinas diferentes, existen campos muertos, zonas impermeables, en donde la comunicación intelectual se dificulta mucho, cuando no se interrumpe del todo. No deja de ser esto una gran desgracia, porque la cultura, considerada como mensaje, depende singularmente de la celeridad con que pueda penetrar en todas las zonas de incomprensión y reducirlas. El problema tiene raíces profundas en ese como sagrado aislamiento e inviolabilidad natural del alma. No se le conoce solución expedita y el hombre está condenado, tal vez, a no alcanzar la sabiduría sino a lo largo de un angustioso proceso de maduración interior.

La misión de la Academia se dibuja en mi pensamiento, ahora, con nitidez que no pudo advertir años atrás una atención absorbida totalmente por la conquista juvenil de la personalidad. Esta misión es la cultura y, dentro de ella, el cuidado del idioma como fuente y espejo de toda cultura.

El conocimiento y el gusto del idioma no se adquieren temprano en la vida y su completo dominio es cosa de la que nadie puede jactarse sin caer en la vanidad. De mí sé decir que cada página de mi pluma ha sido una batalla perdida en su favor. Tras largos años de lucha en los que el escritor persigue hasta el insomnio la palabra precisa, la frase dura y transparente como cristal, se llega al conocimiento de que el idioma es substancia viva, sensible, delicada. El descuido lo marchita, el uso lo gasta y la vulgaridad lo corrompe; pero —y he aquí que entramos en el terreno de lo maravilloso— el amor lo enaltece y de sus esencias escondidas extrae las más inesperadas revelaciones de belleza.

En la busca de estilo propio, el deseo de originalidad y el gusto del “hallazgo” (cuando no se raya en la extravagancia) reconocemos manifestaciones legítimas del impulso creador. Existe, sin embargo, una diferencia capital entre originalidad y extrañeza, porque extrañeza es la que resulta de violar el carácter o las leyes del idioma y originalidad la que el escritor descubre en él, atesorada en su capacidad infinita de expresión.

Frente a frente de la lengua española, la misión de la Academia consiste en mantenerla viva y cambiante y apta para las tareas de la invención literaria. Esta labor requiere el empleo de técnicas apropiadas de investigación, estudio y registro; pero precisa no confundir estas técnicas con el fin que están destinadas a propiciar.

No se trata de paralizar o “congelar” como se dice ahora el desarrollo de la lengua, sino de favorecerlo. Los análisis y las radiografías que el médico acumula en sus expedientes no son una imagen de la enfermedad, ni mucho menos la enfermedad misma, sino datos, documentos, que pueden señalar el camino de la salud. En consonancia con este concepto no sería sensato —por ejemplo— asomarse al diccionario de la lengua como a un museo de historia natural, en cuyas herméticas vitrinas yaciesen las palabras prendidas con alfileres a la cruz de su somera descripción. No, para el escritor el diccionario es un catálogo de las mariposas que caza al aire libre, en pleno vuelo, en el día de la fiesta de la inspiración.

La misión de la Academia —dije antes— está en el idioma pero no en el idioma como tal, como mero instrumento del habla corriente, sino por cuanto significa como expresión en la cultura de un pueblo o una raza. Quiero insistir en esta idea porque me ayuda a poner de relieve el mérito de la institución. Tomad en las manos una nómina de sus miembros, traducid sus nombres a los títulos de sus obras, y habréis reunido un índice completo de la moderna cultura literaria de México. Novela, teatro, historia, crítica, poesía, ensayo, lingüística, periodismo, todas las disciplinas literarias están dignamente representadas aquí. Y la visión del conjunto es tonificante, porque muestra la pujanza intelectual de un país que, en la sumisión y en la libertad, en la necesidad y en la opulencia, en la guerra y la paz, ha sabido mantener en alto sus tradiciones culturales.

Esto explica por qué ingreso en la Academia con humildad que es natural en mí y propia de mi carácter circunspecto, pero que en esta ocasión se excede a sí misma ante la solemnidad de las circunstancias. Nunca fui un escritor profesional que consagrase su vida a las letras. Hubiese querido serlo —¡quién lo duda!— pero como tantos otros compañeros de letras, hube de poner mayor parte de mi esfuerzo, ya que no la mejor, al servicio del Estado. No me duelo de ello, me enorgullezco. He creído siempre y creo que no es perjudicial para México el que no exista todavía en el país un profesionalismo literario propiamente tal, porque así el escritor, —que obtiene el sustento en otras fuentes— no se siente obligado a obsequiar las preferencias del gran público y produce a su sabor, en un clima de perfecta libertad.

Mas, como me habéis invitado a ocupar un sitial junto a vosotros, considero mi deber de lealtad advertir que mi contribución a las letras mexicanas, —acaso tan bien cuidada como pude cuidarla— ha sido más bien ocasional y es, cuando menos por ahora, ostensiblemente pequeña. Si Dios me da vida y la vida oportunidad, habré de mejorar el porte y la valía de mi obra para merecer en conciencia el alto honor de que vuestra generosidad me hace objeto.

La poesía ha sido para mí, durante muchos años, el motivo (ya que el fruto no) de mis meditaciones y desvelos. Como trabajo de mi ingreso en la Academia preparé y voy a leer a continuación un manojo de apuntes sobre poesía. Un ir y venir de gente, un incesante repicar de teléfonos, un responder sin tregua a urgencias decisivas, han interrumpido muchas veces la frágil continuidad de estas notas; pero me atrevo a presentarlas así, mal hilvanadas, porque estoy seguro de que en vuestra indulgencia les prestaréis no tanto el rigor del oído como la simpatía del corazón.

A los ilustres amigos que auspiciaron mi candidatura de miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, su Presidente don Alejandro Quijano y su Tesorero don Genaro Fernández MacGregor, ambos queridos maestros de mi juventud, así como a don José María González de Mendoza, caballeroso compañero en muchas comunes tribulaciones; a usted, Alfonso Reyes, que tan amablemente se ha prestado a participar en mi recepción; a ellos y a todos vosotros, señores académicos, va el tributo de mi sentida gratitud.

Notas sobre poesía

Prólogo

El poeta tiene ideas acerca de la poesía en las que manifiesta la relación que existe entre él, como inteligencia, y la misteriosa substancia que elabora. Estas ideas —hasta donde he podido observar— son tan precisas, cada una en su aislamiento, como las que se forma el artesano sobre la calidad de sus materiales o la eficacia de sus herramientas; pero, faltas de articulación y de método, no sería posible ensartarlas en un cuerpo de doctrina sino, nada más, ofrecerlas en estado de naturaleza, como impresiones personales que no alcanzan a penetrar en el enigma de la poesía, aunque sí, cuando menos, proporcionan una imagen de la personalidad del poeta.

El poeta no puede, sin ceder su puesto al filósofo, aplicar todo el rigor del pensamiento al análisis de la poesía. Él simplemente la conoce y la ama. Sabe en dónde está y de dónde se ha ausentado. Es un como andar a ciegas, la persigue. La reconoce en cada una de sus fugaces apariciones y la captura por fin, a veces, en una red de palabras luminosas, exactas, palpitantes.

La poesía no es diferente, en esencia, a un juego de “a escondidas” en que el poeta la descubre y la denuncia, y entre ella y él, como en amor, todo lo que existe es la alegría de este juego.

Substancia poética

 

Me gusta pensar en la poesía no como en un suceso que ocurre dentro del hombre y es inherente a él, a su naturaleza humana, sino más bien como en algo que tuviese una existencia propia en el mundo exterior. De este modo la contemplo a mis anchas fuera de mí, como se mira mejor el cielo desde la falsa pero admirable hipótesis de que la tierra está suspendida en él, en medio de la alta noche. La verdad, para los ojos, está en el universo que gira en derredor. Para el poeta, la poesía existe por su sola virtud y está ahí, en todas partes, al alcance de todas las miradas que la quieran ver.

Imagino así una substancia poética, semejante a la luz en el comportamiento, que revela matices sorprendentes en todo cuanto baña. La poesía no es esencial al sonido, al color o a la forma, así como la luz no lo es a los objetos que ilumina; sin embargo, cuando incide en una obra de arte —en el cuadro o la escultura, en la música o el poema— enseguida se advierte su presencia por la nitidez y como sobrenatural transparencia que les infunde.

Hay recias obras del arte de los hombres en las que la poesía no intervino. El Partenón en su majestad empequeñece y abate. La arquitectura está sola en él, grandiosa y escueta. El Taj Mahal, en cambio, aparece frente a los espejos de agua en que se mira, como anegado por una inconfundible inspiración poética.

La substancia poética, según ésta mi fantasía, que derivo tal vez de nociones teológicas aprendidas en la temprana juventud, sería omnipresente, y podría encontrarse en cualquier rincón del tiempo y del espacio, porque se halla más bien oculta que manifiesta en el objeto que habita. La reconocemos por la emoción singular que su descubrimiento produce y que señala, como en el encuentro de Orestes y Electra, la conjunción de poeta y poesía.

Definiciones

Sucede, aunque no a menudo, que el artista individual —digamos un pintor o un músico— se sirve de los recursos de un arte no poética para hacer poesía. La ocurrencia es casi siempre involuntaria y, cuando la asociación se produce como consecuencia de un movimiento natural de la inspiración creadora, el efecto es de completa plenitud.

Me viene a la memoria la pintura del Beato Angélico. La unidad de su emoción religiosa y su sentido poético se traduce en pequeños cuadros comparables, cada uno, a las estrofas delCántico Espiritual de San Juan de la Cruz.

La palabra es, con todo, terreno propio de la poesía e instrumento necesario para su cabal expresión. Desearía saber, si alguien pudiere explicármelo, por qué, pero lo ignoro; y en mi ignorancia me digo —¡suprema evasión la de las uvas verdes!— que el interés del poeta no está en el por qué, sino en el cómo se consuma el paso de la poesía a la palabra, ya que ésta, prisionera de las denotaciones que el uso general le acuña, no parece poder facilitar el medio más apto para una operación tan delicada.

Desde mi puesto de observación, así en mi propia poesía como en la ajena, he creído sentir (permitidme que me apoye otra vez en el aire) que la poesía, al penetrar en la palabra, la descompone, la abre como un capullo a todos los matices de la significación. Bajo el conjuro poético la palabra se transparenta y deja entrever, más allá de sus paredes así adelgazadas, ya no lo que dice sino lo que calla. Notamos que tiene puertas y ventanas hacia los cuatro horizontes del entendimiento y que, entre palabra y palabra, hay corredores secretos y puentes levadizos. Transitamos entonces dentro de nosotros mismos, hacia inmundos calabozos y elevadas aéreas galerías que no conocíamos en nuestro propio castillo. La poesía ha sacado a la luz la inmensidad de los mundos que encierra nuestro mundo.

Un buen amigo me preguntó: ¿qué es la poesía? Quedé perplejo. No sé lo que la poesía es. Nunca lo supe y acaso nunca lo sabré. Leí en un tiempo mucho de lo que se ha dicho de ella, de Platón a Valéry, pero me temo que lo he olvidado todo. Esto no obstante, contesté que la poesía, para mí, es una investigación de ciertas esencias —el amor, la vida, la muerte, Dios— que se produce en un esfuerzo por quebrantar el lenguaje de tal manera que, haciéndolo más transparente, se pueda ver a través de él dentro de esas esencias.

Frente a semejantes conceptos, tan vagos que nada encierran de substantivo como no sea frustración y desaliento —¡así es de inasible la materia que se quiere capturar!— me sentiría inclinado a corregirme ahora, diciendo que la poesía es una especulación, un juego de espejos, en el que las palabras, puestas unas frente a otras, se reflejan unas en otras hasta lo infinito y se recomponen en un mundo de puras imágenes donde el poeta se adueña de los poderes escondidos del hombre y establece contacto con aquel o aquello que está más allá.

Mas, como ya lo habréis advertido, esta segunda definición es, aunque en otros términos, la misma que la primera. Tampoco ésta se sostiene en pie ni podría, en su dolorosa invalidez, servir a ningún propósito sensato.

El viaje inmóvil

Decía Lao-Tsé: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja, puede saberse menos. Pues sucede que sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás”.

He aquí descrita, en unas cuantas prudentes palabras, la fuerza del espíritu humano que, inmóvil, crucificado a su profundo aislamiento, puede amasar tesoros de sabiduría y trazarse caminos de salvación. Uno de estos caminos es la poesía. Gracias a ella, podemos crear sin hacer; permanecer en casa y, sin embargo, viajar.

En mis días he oído hablar a menudo sobre cierta pretendida impopularidad de la poesía. Tal impopularidad suele atribuirse a diversas causas y, sobre todo, a una especie de enrarecimiento de la composición moderna, que la haría difícil de entender a personas desprovistas de fortuna literaria. Dudo si la poesía fue popular en otros tiempos, cuando el aeda cantaba las hazañas de los héroes en el banquete y Ulises se conmovía hasta las lágrimas oyendo relatar sus propios infortunios. La gente que se reunía en torno a la mesa —casi siempre la bien surtida mesa de la casa real— era sin lugar a duda gente de abolengo, que debió tener una responsabilidad principal en el culto de la poesía, puesto que ésta era, a un tiempo mismo, compendio de las tradiciones históricas y religiosas del pueblo y almáciga de todo humano saber.

En nuestro idioma, desde los días en que, fruto de una intensa búsqueda en los papeles de la antigüedad clásica, el “mester de clerecía” se cuela en el arte poético, la poesía se convierte en cosa de adiestramiento. El poeta nace, es verdad, pero una vez nacido se hace. De esta manera, la poesía, como por lo demás todas las disciplinas artísticas o científicas de nuestro tiempo, pasa a ser objeto de los afanes de una minoría que la crea o que, simplemente, posee preparación para disfrutar de sus placeres.

Nada de anormal encontramos en esto; pero en el caso especial de la poesía sucede que su vehículo, el lenguaje, es también el instrumento corriente de comunicación entre los hombres, y mientras cualquier persona sensata estaría dispuesta a reconocer que no pinta, le sería difícil admitir o siquiera pensar (si puede hacerlo) que no habla. Hay quienes, dueños de una cultura general respetable, que dicen gustar del último Strawinsky o preferir al primer Dalí o, aún mejor, que confiesan no interesarse en entenderlos, cuando se les coloca frente a una obra maestra de la poesía —si no la entienden— sienten su propia deficiencia como un insulto personal del autor. ¡Superchería! ¿Cómo se puede engañarlos a ellos, con palabras?

Poesía - canto

Si la poesía no fuese un arte sui géneris y hubiese necesidad de establecer su parentesco respecto de otras disciplinas, yo me atrevería a decir aún (en estos tiempos) que la poesía es música y, de un modo más preciso, canto. En esto no me aparto un ápice de la noción corriente. La historia muestra a la poesía hermanada en su cuna al arte del cantor; y más tarde, cuando ya pueda andar por su propio pie, sin el sostén directo de la música, esto se debe a que el poeta, a fuerza de trabajar el idioma, lo ha adaptado ya a la condición musical de la poesía, sometiéndolo a medida, acentuación, periodicidad, correspondencias.

Los poetas de mi grupo —el “grupo sin grupo” que dijera Xavier Villaurrutia— nos complacíamos en reconocernos individualmente distintos de cada uno de los demás y, en conjunto, algo así como extraños a la generación que nos había precedido. Las cosas no andaban precisamente así. Hacia 1920-15 el modernismo, y en primer término la voz estentórea de Darío, llenaba aún el ambiente de poderosas resonancias y, en verdad, fueren cuales hubiesen sido nuestros modelos más cercanos —Nervo, González Martínez o López Velarde— el grupo había nacido para la poesía bajo el signo del gigante del modernismo. ¿Y éste qué fue, en su idolatría de la forma, sino una verdadera orgía de musicalidad?

Un movimiento de reacción, en el sentido opuesto, se inicia entonces. Mi generación marcó, como actitud de principio, un cierto desdén hacia los recursos de la prosodia, que estimaba sacrílegos; pero no fue ella, imbuida como estaba en el gusto de las bellas formas, quien pudo llevar aquel desdén demasiado lejos. En donde mejor se advierte esta reacción es en la poesía actual, aunque no tanto aquí en México como en otras provincias del idioma, ya que el modo en que se trasegó la poesía española al vaso indígena, en pleno siglo xvi, parece haber impreso para siempre en nuestra literatura el sello inconfundible de la herencia clásica.

Estamos por consiguiente —y este es el hecho que deseo subrayar— frente a una postura contemporánea que desea, si no librarse de la musicalidad, sí apagarla, resistirse a servirla. La poesía de los jóvenes no quiere que la música se apodere de ella y la esclavice; huye de lo declamatorio y lo operático y se refugia en una especie de balbuceo vagamente rítmico, en el que se introduce, aquí y allá, un endecasílabo perfecto o una rima involuntaria. Tal parece como si en el esplendor de las formas cristalizadas, el poeta se sintiera rodeado de una fragancia excesiva que le impidiese respirar a pleno pulmón. De este modo se llega a ver como pura superfluidad todo cuanto la poesía elaboró en el idioma para poder realizarse.

Sabemos cuánta sinceridad y cuánta honradez se encierran en esta actitud que nos ofrece una poesía despojada de afeites innecesarios, pero no sólo esto, sino que apenas dotada de un tímido hilillo de voz. La poesía saldrá seguramente rejuvenecida de esta experiencia. Conviene recordar, sin embargo, que nada existe semejante a una libertad irrestricta. Todo está sujeto a medida, y la libertad puede no consistir en otra cosa que en el sentimiento de la propia posición dentro de un orden establecido. Las reglas del ajedrez no oprimen al jugador, le trazan una zona de libertad en donde su ingenio se puede desenvolver hasta lo infinito.

La afinidad entre poesía y canto es una afinidad congénita. En un momento dado podrá relajarse o en otro hacerse más íntima, pero habrá de durar para siempre, porque no radica en el lenguaje —en el austero arsenal de la retórica, que caduca y se renueva sin cesar— sino en la voz humana misma, que el hombre presta a la poesía para que, al ser hablada, se realice en la totalidad de su perfección.

La diferencia entre prosa y poesía consiste en que, mientras una no pide al lector sino que le preste sus ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz. Cada poeta tiene un estilo personal (a veces indicador de su postura estética) para “decir” sus poesías. Éste las canta, aquél las reza, otro las musita, uno más las solloza. Nadie se confina solamente a leer. Encomendad a quien queráis que diga un poema. En el acto impostará la voz a la tesitura del canto y a continuación el verso saldrá vibrando de su garganta, con un temblor de vida que sólo la voz le puede infundir; porque ocurre —mis amigos queridos— que así como Venus nace de la espuma, la poesía nace de la voz.

El desarrollo poético

 

En años no remotos, estimulado por la lectura de Valéry, me preocupaba —como a él— descubrir las leyes que gobiernan el crecimiento y la terminación de un poema, a partir de su simiente. El poema, así se trate nada más que de un soneto, ni nada menos, viene a ser como la unidad de medida de la poesía. La dificultad no está en saber cómo empieza el poema. Todo poeta tiene siempre a la mano su primera línea, pero ¿cómo se desarrolla? ¿cómo acaba? He aquí el caso. Hay indudablemente una variedad de procedimientos que no es fácil reconocer, pero dos o tres de ellos —los más comunes— saltan desde luego a la vista.

En el primero, que se podría llamar desarrollo plástico, el poema crece como un cuadro en el sentido de la superficie que ha de llenar. Tiene un plano interior, luminoso e incisivo, y tiene un fondo de escalonadas perspectivas en donde se esfuman los motivos accesorios. El desarrollo plástico resulta limitado en cuanto a que el poema debe confinarse al espacio que el autor le concede; y es finito, porque ahí, dentro de ese espacio, el poema se agota y acaba, de suerte que el autor mismo podría retocarlo, si quisiera, pero nunca proseguirlo. Dotado de un sistema de vida interior, estático, el poema queda frente a nosotros, como el cuadro, abierto a nuestra capacidad de contemplación.

El poema suele tener también un desarrollo dinámico. Puesto en marcha, avanza o asciende en un continuo progreso, estalla en un clímax y se precipita rápidamente hacia su terminación. El poeta ha de medir de antemano la parábola que corresponde a la potencia del proyectil; pero en este método las posibilidades de crecimiento resultan inagotables y el poema puede prolongarse indefinidamente, ya sea por acumulación o porque se establece un círculo vicioso, como en los cuentos de nunca acabar. Es el poeta quien, con su sentido de las proposiciones, le pone un hasta aquí.

Tenemos, por último, un poema en que no se nota el crecimiento. De la primera a la última línea crece y va tomando cuerpo insensiblemente como en el desarrollo de un ser vivo, de un fruto o de una flor, hasta que alcanza sin esfuerzo, naturalmente, el tamaño, la estatura, la proporción que le dicta su propio aliento vital. El madrigal de Cetina debió producirse de este modo. No podía haber sido ni más sucinto ni más explícito y hubo de quedarse así, dentro de ese cuerpecito de poema niño, rebosante de su preciosa niñez.

La construcción en poesía

En su Defensa de la Poesía observa Shelley que “las partes de una composición pueden ser poéticas sin que la composición, como un todo, sea un poema”. Nada más cierto ni, cuando así pasa, menos afortunado; pues ¿qué se diría de una casa en la que cada una de las habitaciones fuese admirable, pero todas juntas no pudieran integrar la unidad en que consiste justamente una casa? No es cuestión ésta que suscite ninguna duda: si un poema se os muestra en la condición que señala el poeta inglés, estáis frente a una obra fallida; y el error no debe atribuirse a otra causa que a negligencia de lo que el poema significa como unidad arquitectónica. La poesía y la arquitectura, al igual que la poesía y el canto, se amamantaron en los mismos pechos.

En la actualidad, el poeta no suele proponerse problemas de construcción. De vez en cuando —cada día menos— utiliza ciertos elementos del arte poética tradicional y levanta con ellos, cuarteta sobre cuarteta o lira sobre lira, como con dados, un somero edificio que se sostiene, si la unidad interior es profunda, gracias a ella y no a la solidez de los materiales empleados. El soneto proporciona ocasión de construir de veras, conforme a un modelo feliz. El caso de la construcción en grande, como en los vastos poemas de otros tiempos, no se plantea ya. Quiero decir, no puedo callar, que lo siento como una enorme pérdida para la poesía.

Estamos bajo el imperio de la lírica. La poesía ha abandonado una gran parte del territorio que dominó en otros tiempos como suyo. El diálogo, la descripción, el relato, así como otras muchas maneras de poesía, que con tan notoria eficacia se combinaron en libros como —por ejemplo— el del Buen Amor del Arcipreste de Hita, se han ido a engrosar los recursos del teatro y de la novela.

Dentro de la lírica, cuando menos como la concebimos en la actualidad, parece que la única causa capaz de desatar un poema es el dato autobiográfico. La conmoción que un acontecimiento produce en el poeta al incidir sobre su vida personal, se traduce, convertida en imágenes, en una emanación o efluvio poético; pero no en un poema, porque esta palabra “poema”, implica organización inteligente de la materia poética. Treinta o cuarenta composiciones (en las cuales se puede reconocer siempre el contenido de pura, auténtica poesía) suelen formar, unas tras otras, lo que el público llama “un libro de versos”. (¡Qué horrible expresión: un libro de versos!). Y en el libro podrá haber cierta uniformidad de emoción y estilo, y de un poema a otro, tales o cuales eslabones que dan la sensación de una continuidad invisible; pero el libro no mostrará, a su vez, la unidad de construcción que nos agrada encontrar en un libro. La suma de treinta momentos musicales no hará nunca el total de una sinfonía.

La historia marcha cada día hacia el futuro ajena a toda noción de misericordia; no sería nada insensato, así pues, que en lugar de pedir que la poesía sea como fue en el pasado, tratásemos de comprender que puede ser ya tarde para aceptarla como es hoy. Tampoco sería absurdo pensar, en este amanecer de la edad atómica, en un mundo sin poesía, un mundo habitado únicamente por “expertos”, de donde la poesía fuese desterrada como una escandalosa manifestación del pensamiento primitivo del hombre. Mas, mientras tanto, ¿sería mucho exigir que las partes de una composición sean todas poéticas y que la composición, en su conjunto, resulte un poema?

La cuestión del ambiente

Cuando pensamos en la poesía como revelación de belleza no se dificulta concluir, a poco que se profundice en las ideas, que así es ciertamente; sólo que la belleza manifestada por la poesía no la toma ésta del mundo exterior, como prestada, no es la belleza natural de la nube o de la flor, sino la belleza artificial, poética, que la poesía presta transitoriamente, para sus propios fines, a la rosa y a la nube.

Esto no se entendió así siempre ni se entiende así todavía, no obstante la diafanidad de tan justa distinción entre la belleza de la poesía y la de los seres y las cosas. Para el lector común —y aun para muchos poetas— la poesía es como un túnel secreto que nos permite escapar de nuestras prisiones, de la fealdad y el horror circundantes, hacia infinitas llanuras iluminadas por el esplendor de lo bello. La razón les asiste hasta aquí, pero me temo que les falte cuando deducen, como consecuencia necesaria, que la poesía no tiene otro objeto que el de captar y exhibir la magnificencia del orbe.

De ahí que la poesía se haya asociado en el curso de su historia —y por contraste con el concepto corriente de prosa— con el uso de un lenguaje suntuario en el que sólo ciertas materias preciosas (sedas, oro, diamantes) parecen poder ofrecer a la imaginación sus puntos de apoyo terrenales. De ahí también, de este error que desconoce el poder de la poesía como fuente de belleza, resulta el hábito de situar el suceso poético dentro de un ambiente especial, en el escenario que el gusto del momento encuentra apropiado. Ha habido así muchos “ambientes poéticos”, como el pastoril que la Edad de Oro importó de la bucólica clásica o el ambiente oriental, de salón turco, que tanto amaban los poetas románticos. Todos falsos, como de papel, todos aparato escénico y utilería ineficaz. El ambiente así concebido nunca añadió nada a la belleza esencial de la poesía.

Pese a todo, la tendencia a elaborar un “ambiente poético” perdura en nuestros días y no faltan quienes estén sinceramente convencidos de que la poesía gana —cuando menos en actualidad— si se presenta (o se representa) en medio de los signos exteriores de la época. Tal vez, quienes tal creen, no se dan cuenta de que una apariencia de actualidad es, como cualquiera otra apariencia, extraña a la naturaleza misma de la poesía que está hecha toda de esencia e interioridad.

Debemos admitir, no obstante, por elemental confianza en la sinceridad de los empeños humanos, que nadie busca el error por el error, sino que caemos en él accidentalmente en nuestra prisa por llegar a lo cierto. Tal vez el hombre de hoy, apiñado a centenares de miles, a millones, en la estrechez de las grandes ciudades, no es ya como el hombre de otros tiempos. El hombre no vive, como solía, en la frecuentación de la naturaleza. El cielo no entra ahora a grandes pedazos azules, a paletadas, en la composición de la ciudad. Prisionero de un cuarto, ahíto de silencio y hambriento de comunicación, se ha convertido —hombre isla— en una soledad rodeada de gente por todas partes. Su jardín está en las flores desteñidas de la alfombra, sus pájaros en la garganta del receptor de radio, su primavera en las aspas del abanico eléctrico, su amor en el llano de la mujer que zurce su ropa en un rincón. La poesía no necesita de este hombre para enriquecer su belleza. En rigor, si fuese cierto que la poesía no es sino un reflector de belleza, debería huir de él y de su fealdad y de sus miserias. Pero este hombre necesita, él sí, de la poesía; que sople sobre su vida y la embellezca; que la salve de los tremendos infortunios que la amenazan y la haga digna de ser llevada con orgullo sobre los hombros.

Un hombre de Dios

Se trabaja en común para la poesía, aunque cada poeta se encierre en su torre de marfil. El poema no resulta de un encuentro repentino con la poesía. Hubo poetas que, a través de toda su obra, no buscaron sino perfeccionar un poema; y hay poemas que, en el dilatado proceso de su maduración, debieron consumir los afanes de muchos poetas. La historia de la poesía —como la historia en general— sugiere la imagen de una corriente, un río cuyas ondas emergen al empuje de la masa de agua que las hunde, en seguida, en la disolución.

Porque la poesía —no la increada, no, la que ya se contaminó de vida— ha de morir también. La matan los instrumentos mismos que le dieron forma: la palabra, el estilo, el gusto, la escuela. Nada envejece tan pronto, salvo una flor, como puede envejecer una poesía. El poeta la hará durar un día más o un día menos según su habilidad para sustraerla a la acción del tiempo. Su destino está trazado, a pesar de todo, e irá a dispersarse en el fondo de la sabiduría popular —yo he oído a gente humilde, carente de toda cultura, repetir pensamientos de Shakespeare como propios— o bien, regalada a los anaqueles de las bibliotecas como un objeto arqueológico, quedará allí para curiosidad de los estudiosos y la inspiración de otros poetas.

Todas estas cosas, el poeta no tiene por qué saberlas y, si las sabe, no tiene para qué recordarlas. La conciencia histórica asesinaría a la musa dentro de él. El poeta no ha de proceder como el operario que, junto con otros mil, explota una misma cantera. Ha de sentirse el único, en un mundo desierto, a quien se concedió por vez primera la dicha de dar nombres a todas las cosas. Debe estar seguro de poseer un mensaje que sólo él sabrá traducir, en el momento preciso, a la palabra justa e imperecedera.

La misión del poeta es infinitamente delicada. Dejemos que la escude tras su inocente soberbia; que la defienda, si fuere necesario, con el látigo de su infantil vanidad. Después de todo, ni la individualidad ni la duración de una obra deben montar a mucho en los cuidados del espectador. En poesía, como sucede con el milagro, lo que importa es la intensidad. Nadie sino el Ser Único más allá de nosotros, a quien no conocemos, podría sostener en el aire, por pocos segundos, el perfume de una violeta. El poeta puede —a semejanza suya— sostener por un instante mínimo el milagro de la poesía. Entre todos los hombres, él es uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios.


Respuesta al discurso de ingreso de don José Gorostiza por Alfonso Reyes

Exigente para consigo mismo, según ha sido cortés con los demás, José Gorostiza pudo conformarse —y no lo hizo— con seguir practicando la dulce música de sus Canciones para cantar en las barcas: melodías al contrapunto de los trovadores galaicos, aquellos hijos de los provenzales que hoy resultan nietos de los árabes españoles. Pudo conformarse con los compases paralelísticos, las rimas de amigo: fruta, aura, trino, mar y amor, coqueteos del agua en la orilla. Junto a esto, unas diminutas acuarelas: la cachimba del anciano, la melancolía del enfermo (¡qué Rodenbach, el de Les malades aux fenêtres!), el pescador de luna, la nocturna soledad misteriosa, las mujeres de la provincia, Córdoba aromática, la borrasca o la mansa luz, la sal de la elegía, el otoño. Todo esto —que en manera alguna es ingenuo, sino transparente a fuerza de sabiduría inmediata— le hubiera bastado (pero él no lo quiso) para asegurarle un fácil renombre. Todo esto le daba ya un sitio estable en las antologías de la lengua… Si fuera por esa inquietud de transfiguración que ardía ya debajo de sus imágenes, de sus objetos poéticos, de su audaz dicción: augurios de un crecimiento interior, si vale decirlo, que ya se dejaba presentir. Pero, si hablamos de evolución o transformación, midamos antes las palabras, pues tales conceptos resultan groseros para interpretar la “atemporalidad” de este poeta, esa su postura “fuera del tiempo” que ha comentado Octavio Paz. La negativa fotográfica, al ser revelada, deja ver más claramente su contenido, pero su contenido y no otro, el que ya se encerraba en sí misma.

Y así, tras la jornada de tres lustros, llegamos a la maravilla de la Muerte sin fin —nuestroCementerio aldeano o, mejor, nuestro Cementerio marino—, diamante en la corona de la poesía mexicana. Aquí, como una coagulación y una evaporación, las inspiraciones bajan y suben entre el cielo y la tierra. El rocío se lleva consigo algo como los espectros de las corolas, y las corolas se beben otra vez el rocío. Retorno eterno. El espíritu se materializa. La materia quiere “eterealizarse”, como hoy se dice. Y allende la magia y la poesía, se va configurando una segunda naturaleza, tejida de interrogaciones y respuestas, de respuestas e interrogaciones, que se muerden la cola como la serpiente del símbolo. No se la palpa, no se la contempla a través del barro, de las manos o los ojos mortales. Última apuración de las especies platónicas, sólo cede al rayo de la inteligencia —segura, cruel y hermosa. Gira sobre sí misma la rueda del suceder, que ya fascinó a los presocráticos: del fuego al agua, del agua al fuego; y el hombre —haz de temblorosos sentidos— se levanta y quema como una callada llamarada inmortal. Ah, pero para merecer el premio definitivo, convertido en algo como una estatua de cristal de roca, cuya luminosidad misma ciega y perturba por instantes. La vida se hace muerte sin fin. La sustancia, sutilizada, se asfixia y perece en la eternidad de la Forma.

Un ejemplo:

Pero en las zonas íntimas del ojo,
no ocurre nada, no sólo esta luz
—ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres —antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo—
de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos del moho,
la antigua rosa ausente
y el prometido fruto de la mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mira con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice
oscuramente
¡hop!
los apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semilla-planta!
¡planta-semilla-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza entre la nieve,
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Después, en un crescendo insostenible,
mirad cómo dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que aún a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.

Así sabe construir su torre de luces este poeta para quien, como lo ha confesado él mismo, el idioma es presencia viva, sensible, delicada: hilozoísmo que lo hace penetrar en el reino de las voces articuladas “temblando de deseo y de fiebre santa”, como quien pisara el seno de una diosa dormida. El escritor persigue hasta la exasperación la palabra precisa, y en la misma creación poética hay un acecho, una pugna como de combate o de cacería. Por mi parte, dije alguna vez que es una lucha de Jacob con el Ángel esta guerra para “crear un lenguaje dentro del lenguaje”, duelo en que el poema nos mata o nosotros los sometemos, —“le damos mate” —: y en metáfora más humilde, como se ha escrito, un cortar hilo por hilo todas las amarras del aeróstato, para que el poema se eleve solo, y solo se defienda entre los acosos del viento.

Nos ha dicho con razón José Gorostiza que el poeta no debe usurpar el puesto del filósofo, y que algo de ceguera divina conviene a sus exploraciones en el campo de la teoría. En este punto yo acompaño, y creo que Sócrates —furibundo racionalista— exageró un poco cuando pidió a los poetas que explicaran sus versos. Si alguno, en nuestros días, ha sido dotado de un instrumental poderoso para la teoría poética es sin duda Paul Valéry. Y considérese, sin embargo, la diferencia que va del análisis que él hizo respecto a su máximo poema y el que le ofrecieron sus exégetas; ante los cuales él se detenía asombrado y como preguntándose con rubor: “¿De suerte que yo he dicho todo esto? ¿De suerte que yo, la gallina, empollé ese pato?” Y esto no se entienda contra los exégetas, porque la virtud de la poesía también está en ese equívoco fecundo mediante el cual provoca otra flor distinta en cada suelo.

Respecto a la noción “gorostiana” —y pido licencia, oh Academia de mis recuerdos, para el neologismo que se me ha escapado de repente—, respecto a la “gorostiana” noción de la poesía como atmósfera, cosa que vive por sí y exteriormente, ya sabemos bien los discípulos de Platón —todavía los hay, por suerte— que no es desatentado soñar con algo como un paraíso de versos perfectos, los cuales, una que otra vez, llegan como brisa y orean la frente del poeta. “Anagnórisis de Oreste y Electra”, viene a decir José Gorostiza. Feliz encuentro sin el cual el sandio de Tínico nunca hubiera podido escribir el himno que mereció la admiración de su tiempo.

Más adelante, discurre José Gorostiza sobre la poesía-emoción y la poesía-palabra, y nada se puede objetar contra su sentimiento de que la palabra llama a la palabra, alarga tentáculos y fabrica, así, una nueva estructura de la realidad —discúlpeseme la cita—, “hija pura y radiosa del humano deseo”.

Seguramente que José Gorostiza toca un punto sensible cuando nos habla de las relaciones entre la poesía y la música. (Él habla más precisamente del canto. Yo conservo el término general, música, para recordar los orígenes). “¡Música ante todo!”, decía Verlaine. Y Gutiérrez Nájera, oyendo la Serenata de Schubert: “Así hablara mi alma, si pudiera”. Ha habido, y desde los tiempos clásicos, la funesta tendencia a emparentar la poesía con la pintura. Las consecuencias nunca fueron felices. Ahora bien, si dentro de la música misma hay niveles, y una es la calidad elemental y bailable, y otra la música profunda, propia expresión de la conciencia cuando se despoja de todo lo anecdótico y discursivo, así también lo que se ha llamado musicalidad en la poesía no ha de entenderse necesariamente como un juego fonético, aunque esto tampoco sea necesariamente desdeñable, dada la íntima trabazón de los reflejos. Y cuando la nueva poesía reacciona contra los fáciles recursos de rimas, aliteraciones y otras sonajas de a centavo —articles de Paris, dijo un contemporáneo—, no por eso deja de ser música. Pero en las comparaciones de la poesía y las bellas artes hay que irse siempre con cautela. La poesía, hecha de palabras, lleva y conlleva a pesar suyo un sentido intelectual directo que le es exclusivo, y que la poesía nunca podrá abandonar, a riesgo de despeñarse en los balbuceos o en las travesuras de la jitanjáfora. Precisamente el esfuerzo del poeta consiste en pasar de ese primer plano intelectual, que ha sido ya modelado por las aplicaciones prácticas del lenguaje, por la operación de las manos, al otro plano de realidades donde ya no se pide nada que nos pueda ser proporcionado más que por las palabras mismas, (y su contenido, claro está). Porque si en la expresión discursiva, por mucho que valga la expresión, ésta es una mera referencia a significados que están fuera de ella, en la expresión poética el significante y el significado se confunden, como dirían hoy los semánticos.

¿Que la prosa sólo pide los ojos, y la poesía, además, la voz? Temo que sea una declaración algo sumaria y por sumaria, un poco equívoca. ¡Oh, no! Ambas piden, en primer término, la voz y el oído; y la mano y los ojos en segundo término, puesto que la notación gráfica es un accidente, y escribir Precisamente el esfuerzo del poeta consiste en pasar de ese primer plano intelectual, que ha sido ya modelado por las aplicaciones prácticas del lenguaje, por la operación de las manos, al otro plano de realidades donde ya no se pide nada que nos pueda ser proporcionado más que por las palabras mismas, (y su contenido, claro está).como decía Goethe— un abuso de la palabra. La prosa existe también virtualmente, antes que la escritura y, en todo caso, el valor acústico de la prosa es reconocido desde los orígenes del arte y ciertamente desde Gorgias, en el siglo v a.C., para sólo hablar de las culturas occidentales. Ya se queja un historiador griego de los que escriben sus relatos “para el oído”, sin verificar sus afirmaciones. La prosa, como género solitario, dista mucho de ser el simple coloquio en que hablaba Monsieur Jourdain. Y en tal sentido, no hay peor consejo que aquel “escribo como hablo”, declaración del maestro Valdés en su Diálogo de la lengua, declaración que él mismo rectificaba con su ejemplo y que ha causado por ahí algunos estragos. Porque el escribir como se habla apenas vale (y ya es mucho conceder) para el monólogo o diálogo de imitación costumbrista, grado elemental de primaria en materia de creación verbal, y para el teatro que provisionalmente podemos llamar realista. La tradición secular de todas las literaturas y de todas las teorías literarias confirma lo que vengo diciendo. La frontera entre la poesía y la prosa es una investigación de mucho más difícil acceso, e impropia de este sitio. Dejémoslo así por ahora.

He escuchado con vivo interés lo que nos dice José Gorostiza sobre el crecimiento y tamaño del poema. La intención es la norma única, y el secreto está en saber cumplir con ella plenamente. Por cuanto a la reducción creciente de la poesía total a la sola lírica (y hasta de estímulo autobiográfico), —espectáculo que ciertamente estamos presenciando—, la historia literaria nos dice que éstos son fenómenos de vaivén, y nada es más peligroso que considerar todos los procesos anteriores como caminos destinados a rematar definitivamente en este punto, en esta casualidad que nosotros representamos. ¿Sabemos, acaso, lo que puede suceder mañana?

Es muy profundo y muy cierto cuanto acabamos de escuchar respecto a los ambientes poéticos que la poesía engendra artificialmente, como escenarios mágicos donde desarrollar sus evoluciones y sus danzas: la fingida Arcadia pastoril, el salón turco lleno de aromas orientales, etc. Es cierto también que hoy se buscan otros escenarios: a una parte, el social, el político (para usar la ruda palabra); a otra parte —poeta amigo— el neumático, el del alma en su soledad, soledad tan absurda que ya ni se deja escuchar el grito del Señor nombrando a Abraham. La poesía no es nada de eso, no. Tampoco el hombre está en los pies. Pero está en dos pies, sino los cuales no podría andar ni sostenerse. Igualmente la poesía necesita de recursos que le son ajenos: fatalidades inherentes a la flaqueza de las realidades que palpamos, imperfectas copias del arquetipo, según cierta metafísica que nos es ya muy conocida. “Nadie busca el error por el error —dice Gorostiza con impecable frase—, …caemos en él accidentalmente, en nuestra prisa por llegar a lo cierto”. Yo diría más: no sólo prisa, palabra descriptiva pero no interpretativa: afán. Y no sólo afán, interpretación, pero no disculpa: imposibilidad filosófica de abarcar nunca el absoluto. Esto sea dicho para la poesía como idea. Que, en cuanto a la poesía como función de la palabra, como poema, puede estar casi en todas partes, y en alguna tiene que estar. No es un delito poético tener asunto, ¡no faltaría más! Se tiene asunto aunque no se quiera.

Y ¿por qué llorar si la poesía está destinada a absorberse en la vida como uno de sus alimentos naturales, y si un día el hombre más humilde repite como cosa propia, la sentencia de Shakespeare; y si “los narradores de historias buscan el arte poética en los labios de la nodriza”, según se ha dicho por ahí? La poesía acompañará al hombre mientras el hombre exista, y mejor aún mientras más de cerca lo acompañe. Entre la vida y la poesía se establece una circulación constante, como en el ciclo del ázoe.

Permítanos José Gorostiza —aunque ello lastime un poco su elegancia— que hablemos de él directamente. Pocas veces se habrá dado entre nosotros un caso de mayor autenticidad, de mayor seriedad. El diplomático, el servidor del Estado, cuya exactitud, cuya lucidez, diligencia y abnegación llegan al sacrificio, nada ha pedido para sí. No se ostenta, se transparenta. A fuerza de nitidez en sus actos y en su conducta, logra que la mirada no tropiece nunca con él, y él deja correr por sus brazos la masa de las labores públicas sin que se le oiga jadear. Se despersonaliza en la acción, se entrega entero, mata el obstáculo del yo, del odioso yo que dijo el filósofo. ¿Y el poeta? El poeta es un solitario: Deus et anima mea. Sin propaganda y sin tertulia, desnudo y sin armas. No hay postizos, no hay ni siquiera fraude sentimental. Se arroja entre sus fantasmas resuelto a vencer o morir. Se sumerge, como el buzo, sin darnos cuenta de sus fatigas subacuáticas, para resurgir trayendo la perla en la palma de la mano. Prescinde de todo lo inútil, aprieta la esencia. De aquí que su obra sea tan pequeña como tan grande. Hasta se nos ocurre que no le importa ser oído. Su poesía parece una oración. Diré más: una oración en silencio y al silencio.

Hace años, hallándome en el Brasil, revolvía con mi colega francés unos papeles de su embajada. Dimos inesperadamente con ciertos informes comerciales, secos y justos. Las cifras, exactas; la lengua, neutra. Y —“Vea usted —me dijo mi colega—, ¿quién se figuraría que estos documentos están firmados por Paul Claudel? ¿Puede darse una expresión más corriente y maliente, más administrativa, más ceñida a su objeto práctico? ¿Y no prueba esto que toda esa poesía recóndita es una gran falsificación?” —“Al contrario —le contesté—: esto prueba la asepsia mental del poeta, que no se deja enturbiar por el funcionario, y la honradez del funcionario que cumple sus menesteres oficiales con perfecta humildad, sin falsearlos un punto bajo el pretexto de ser poeta. ¡No me dé usted ‘literato-diplomatoides’ como alguno que, para comunicarme en nota oficial el haberse hecho cargo de su embajada en Río, acaba de ponerme una nota hablándome de “las vencedoras carabelas que antaño surcaron el Océano llevando por mascarón de proa el rostro de Jesucristo!’”. Verdad es que aquí no había literatura sino mala literatura. En todo caso, lamentable confusión entre las especies. —Medítese en esta sencilla lección, y luego, aplíquesela por contraste a la persona de nuestro José Gorostiza.

Pero ¿será lícito consumir a este hombre y dejarlo que se consuma entre los despachos oficiales? ¿Para cuándo reservamos, entonces, el premio que se le debe al espíritu? ¡Ay, la burocracia! ¡Ay, los papeles del Gobierno! (Todos en ellos pusimos nuestras manos). Ayer fue conquista lo que ha comenzado a ser estorbo. “Hoy la luz nos viene del Norte”, cantaba Voltaire —exagerando un poco— cuando Federico el Grande comprometía su voluntad por escrito y sujetaba así —según quieren ciertos tratadistas, también exagerando un poco— sus caprichos de soberano al pacto y a la promesa de su firma. Pero hoy suspiramos ya por las administraciones orales, y ojalá entre radiodifusión y dictáfono acaben de emancipar la pluma y la dejen sólo consagrada a su alto oficio literario. En todo hay su más y su menos. Tiene razón José Gorostiza al hablarnos de las enfermedades del “profesionalismo literario” y la conveniencia de que el escritor cree en libertad, sin tener que someterse a los antojos del público. Es, pues, deseable que de veras se le ponga en condiciones de libertad y que no se le someta a otras cadenas acaso más pesadas, si es que algo saben de ellas mis hombros. Además, en nuestro medio, la verdad sea dicha, esa tal demanda del público es tan leve y escasa que yo no sé si se la siente. Casi me atrevo a decir que no existe, no hay razón alguna para temerla. Pero si de veras la vulgaridad de las masas ahogara necesariamente la producción de calidad, entonces, sencillamente, no habría grandes escritores en el mundo, o habría muchísimos menos, puesto que, en su inmensa mayoría, ellos proceden de la clase profesional de las letras. No, poeta y amigo, no nos resignemos tan fácilmente, no aceptemos engañosos consuelos.

Nuestra Academia se honra hoy en recibir a un noble poeta mexicano. Yo no he pretendido levantar la reseña de sus libros, sus datos. Me parecía impropio de la ocasión. ¿O queríais que hablara del poeta contando sus pasos por metros, midiendo por kilos sus palabras, fijando —otra vez— la fecha en que nación, asegurando que no habrá de morir del todo? ¡Pero esto último ya lo sabemos de sobra! Yo no he querido más que alargarle la mano en público y ofrecerle, no sólo mi cordialidad, nunca escatimada, pero mi admiración también, que no suele brindarse a ciegas. Sea muy bienvenido entre nosotros José Gorostiza, el poeta y el hombre.

 

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