Señor Director,
Señor Secretario Perpetuo,
Señores Académicos,
Señoras y Señores,
I
Cuando yo era muy joven soñaba, tanto dormido como despierto, con situaciones extraordinarias fantásticas, donde naturalmente siempre aparecía como el personaje central: muy al principio, yo era el bombero que después de realizar hazañas heroicas e increíbles recibía modestamente el grandioso homenaje de la comunidad beneficiada; pocos años después fui el torero más artista y valiente, creador de nuevas suertes (la Ruyina era un pase de capa sensacional, cruza de rebolera y media verónica, cuya complicada y difícil técnica he olvidado por completo), triunfador de muchas ferias y beneficios, y famoso por mi generosa y desprendida largueza con amigos parientes así como por mis numerosos y apasionados romances, muerto finalmente por un Miura traicionero, en un último quite maestro, al salvarle la vida a un joven y nuevo ídolo de la tauromaquia; más tarde me vi como un viejo y sabio científico en la ocasión de recibir la máxima presea mundial concedida por esas actividades, en algún país del norte de Europa. Sin embargo, lo que acontece en estos momentos nunca figuró entre mis sueños más desenfrenados, aunque pertenece al mismo mundo fantástico e imaginario que todos hemos habitado, que todavía vivimos hoy, y que espero sigamos viviendo muchos años. Nunca me imaginé que alguna vez estaría yo aquí, parado ante ustedes, leyendo este discurso de ingreso a la Academia Mexicana. Pero esta situación, con toda su incongruencia, responde a un principio con valor mucho más experimental que lógico, que yo he tenido reiteradas oportunidades de confirmar en la vida real y que dice, más o menos, “La realidad es siempre más compleja e increíble que la fantasía”.
Esta Academia me ha elegido para ocupar el sitio que dejó vacante al morir el ilustre doctor don Francisco Fernández del Castillo. Muchos de los que hoy estamos aquí sabemos quién fue y qué cosas hizo el doctor Fernández del Castillo; no tantos de nosotros (por razones profesionales o etarias), tuvimos contacto personal con él, y sólo unos cuantos de los presentes lo conocieron con mayor intimidad. Por experiencia propia (muy limitada, aunque no breve) puedo afirmar que el doctor Fernández del Castillo fue un pionero genuino, un iniciador del campo académico nuevo en nuestro medio: la historia de la ciencia, especialmente, de la medicina en México. Ni en apariencia quisiera ser injusto: otros notables mexicanos se ocuparon de esa historia antes de, y después simultáneamente con, el doctor Fernández del Casillo. En primer lugar debe mencionarse al justamente famoso Francisco Flores, con su valiosa Historia de la Medicina en México, aparecida en 1886; acto seguido el injustamente olvidado Nicolás León, de quien el propio doctor Fernández del Castillo dijo:“Su labor fue fundamental, porque marcó nuevas rutas en esa disciplina. Antes de él, nuestra historia médica no era sino la repetición servil de lo ya escrito, constituida por relaciones llenas de frases grandilocuentes, de metáforas y epítetos, pero con datos poco fehacientes”. León muere en 1929, año en que pudiera pensarse que ocurre la transición entre la época antigua y Ia contemporánea en la historia de la medicina mexicana, en vista de que las breves monografías de Fernando Ocaranza e Ignacio Chávez sobre el tema se publican en 1934 y en 1940, respectivamente, y todos veneramos Ias ilustres figuras de José Joaquín Izquierdo (a quien conocí más de cerca en sus últimos años) y Germán Somolinos D’Ardois, generoso y dilecto amigo, cuyo enorme valor todavía no ha empezado a reconocerse, ambos desaparecidos más recientemente. Pero no creo equivocarme al afirmar que el doctor Fernández del Castillo fue el primer historiador de la medicina mexicana no sólo de tiempo sino de dedicación, devoción y vida completas. En efecto, durante la última y más productiva parte de su vida (digamos, desde 1950), el doctor Fernández del Castillo invirtió todo su interés, talento y energías en el cultivo, enseñanza y promoción de Ia historia de Ia medicina en México. Con gran amor, regularidad sistemática y documentación erudita y exhaustiva, el doctor Fernández del Castillo iluminó la historia del Tribunal del Protomedicato, del Instituto Médico Nacional de México, de nuestro antiguo Establecimiento de Ciencias Médicas y de su transformación, accidentada pero progresiva, en nuestra actual Facultad de Medicina. Con paciencia amorosa y juicio informado y experto, revisó los ricos archivos de Ia Real y Pontificia Universidad de México (527 volúmenes) a los que agregó otros documentos del Archivo General de Ia Nación, así como: “... los datos recogidos del Archivo de Ia Inquisición acerca de los médicos del siglo XVI, por mi padre Dr. Francisco Fernández del Castillo. Estos datos son suficientes para constituir una historia biográfica de la medicina en México, durante el siglo XVI”.
Para mi gusto, Ia obra cumbre del doctor Fernández deI Castillo es su libro Los viajes de don Francisco Xavier de Balmis, aparecido en 1955 y reimpreso en 1985. Quizá más que ningún otro, este volumen muestra al investigador sagaz y erudito, pero al mismo tiempo mexicano y orgulloso de serlo; en su Introducción, después de señalar los tres antecedentes sobre el tema (los escritos de Cook, de Díaz de Iraola y de Ruiz Moreno), indicando que se basaban en los Archivos de España, nuestro autor comenta: “...no estará por demás dar a conocer nuevos datos, tomados de los expedientes respectivos del Archivo General de la Nación, y que serán de importancia para la historia sanitaria de México.
Inicialmente, la reimpresión mencionada de Los viajes de don Francisco Xavier de Balmis incluye un hermoso prólogo de don Carlos Viesca Treviño, actual jefe del Departamento de Historia de la Medicina fundado por el doctor Fernández del Castillo, quien es un distinguido discípulo y fue cercano amigo del Maestro. En este prólogo, Viesca Treviño dice:
Con el presente trabajo sobre Balmis y su expedición vacunal, el doctor Fernández del Castillo llega a la cumbre de su labor como historiador de Ia medicina. En él pone plenamente de manifiesto sus cualidades como investigador y como escritor. Poseedor de un estilo ameno, recurre con agilidad a la anécdota, siempre oportuna, y la entreteje en el hilo de la narración histórica. Nunca falta la prueba documental genuina que respalda sus afirmaciones. Obsesionado por el hallazgo del documento genuino, hurgó incansablemente en archivos y bibliotecas rescatando del olvido datos valiosísimos...
La lectura de Ias obras del doctor Fernández del Castillo posee, para los humanistas y médicos mexicanos interesados en nuestro país y en nuestra historia, lecciones no sólo originales sino inolvidables. Una empresa como la Historia general de la medicina en México, patrocinada por la UNAM y por Ia Academia Nacional de Medicina, coordinada por don Fernando Martínez Cortés y cuyo espléndido primer tomo apareció en 1984 (bajo el cuidado de don Alfredo López Austin y don Carlos Viesca Treviño), si se hubiera generado 20 años antes, hubiera encontrado a Fernández del Castillo no sólo listo sino deseoso de contribuir con toda su enorme e insustituible sabiduría. Pero el proyecto llegó cuando el atardecer en su vicia iniciaba ya su transformación en penumbra; su nombre no figura entre los autores, pero su espíritu está y estará presente en toda la obra.
Mi discurso pretende situarse en la coyuntura abierta por los ilustres autores mencionados: Flores, León, Ocarauza, Chávez, Izquierdo, Somolinos, Fernández del Castillo, y también por mis contemporáneos, quienes con visión profética y rigorismo académico han labrado un espacio amplio y generoso para el planteamiento, el desarrollo y las conclusiones de mi tema, que es medicina y cultura. Para el primer término del binomio me apoyo en una breve pero distinguida tradición: los médicos miembros de esta Academia han sido don Francisco Castillo Najera, don Enrique González Martínez y don Francisco Fernández del Castillo; en cambio, para el segundo término del binomio no tengo problemas, pues está representado por todos los demás miembros que han sido y son hoy de esta augusta Academia. Voy a hablar de medicina y cultura como yo las entiendo, bajo Ia generosa sombra protectora de los laicos y beneméritos santos mencionados. Sin embargo, es de justicia, y además me causa gran satisfacción, expresar ahora mi gratitud especial a uno de ellos, mi querido amigo clon Carlos Montemayor, cuya elegante y fácil pluma admiro y envidio, no sólo por su interés sostenido en que yo ingresara a la que ya siento como nuestra Academia, sino por haber aceptado generosamente contestar a este, mi discurso inaugural. Muchas gracias, Carlos.
II
Empiezo por afirmar que Ia idea de cultura de nuestra sociedad mexicana contemporánea no incluye a la medicina, ni como oficio profesional ni como ciencia. Esto no es de extrañar, en vista de que la mencionada cultura nacional, desde los primeros tiempos en que empezó a integrarse como una entidad definida, ha excluido a todo aquello que tenga relación con la ciencia, la técnica, los inventos, Ia industria, y en general con el conocimiento y control racional de Ia naturaleza. No podía haber sido de otra manera, dado que la incorporación de las culturas indígenas mesoamericanas a la civilización occidental ocurrió a través del “encuentro” con España en el primer tercio del siglo XVI, de donde surgimos casi todos los que hoy somos latinoamericanos. En este “encuentro”, Ia Madre Patria inevitablemente recibió fuertes e inesperadas influencias, que no sólo transformaron su estrecho concepto del mundo en forma irreversible, sino que además cambiaron su idea medieval del hombre. En cambio, para los vencidos el “encuentro” representó el fin de su mundo y el ingreso en otra existencia, otra estructura, otra realidad. Como hombre de fines del siglo XX me es mucho más fácil entender los problemas del conquistador y de encomendero español de los siglos XVI y XVII, que el dolor y la desesperanza de los indígenas “vencidos” en esos mismos tiempos. Como todos nosotros, yo también soy descendiente del “encuentro” de dos culturas en el Nuevo Mundo, que culminó con Ia prevalencia del mundo europeo sobre el indígena, con el triunfo y la generalización de idioma, filosofía y religión españolas en el mundo latinoamericano, con la transformación de lo que hasta el “encuentro” habían sido civilizaciones mesoamericanas independientes, en residuos de existencia y valor casi puramente etnológicos e históricos en nuestra sociedad actual.
No cabe duda, pues, que a partir del siglo XVI, Ia Nueva España adoptó las posturas filosóficas y culturales de Ia Madre Patria, que en esa misma centuria refrendaba su compromiso con el dogma y la autoridad, dándole Ia espalda al espíritu del renacimiento, ejemplificando con otros tiempos y otros rincones europeos por Pico de la MirandoIa, Erasmo de Rotterdam y Leonardo de Vinci. EI renacimiento no puede identificarse con una fecha ni encerrarse una sola fórmula, pero sí debe separarse en forma precisa de la etapa histórica que lo precede, que es Ia Edad Media. Aunque es posible imaginarse los alcances y los límites del concepto de realidad que poseían los dos mundos que se enfrentaron en este continente a partir de 1492, ni Ia magistral pero con la dolorosa Visión de los vencidos de mi admirado amigo don Miguel León-Portilla logra comunicar toda la magnitud de la tragedia que (me imagino) debió haber sido Ia pérdida del propio universo, de la estructura social, de los dioses, del idioma, de la historia y de las tradiciones, del orgullo tribal y de todo, de absolutamente todo el futuro independiente y autodeterminado de una cultura. Sin embargo, Ia historia no tiene consideraciones o sentimientos; desde siempre, se ha limitado a
ocurrir tal cual, siguiendo más de cerca el modelo del Destino griego que el de nuestros deseos o ilusiones. De acuerdo con este modelo, Nueva España surgió culturalmente como una extensión del mundo europeo del siglo XVI, visto a través del cristal de Ia Madre Patria.
III
He afirmado hace un momento que Ia medicina no se incluye en el concepto de cultura nacional; sin embargo, esto no era así entre los mesoamericanos precolombinos, ni tampoco entre los españoles del siglo XV. En estas dos culturas, la indígena y la europea, la medicina formaba parte importante de Ia estrecha malla de tradiciones y creencias que conformaban sus respectivos universos. Aunque muy distintos en detalle, los conceptos de enfermedad de los indios y de los españoles compartían su estructura general: ambos eran mágico-religiosos. Para los dos mundos, la enfermedad era castigo divino, un acontecimiento sobrenatural sobre el que el individuo no tenía ningún poder y que debía ser tratado por magos o sacerdotes, no sólo con medicinas sino principalmente con sacrificios, ofrendas y rituales, o bien con rezos y penitencias, para apaciguar al dios o despertar su clemencia. En Ias dos culturas los hombres vivían en la presencia permanente de sus dioses, sujetos a estrecha vigilancia y a los castigos que les merecieran sus desvíos de comportamiento.
En el año de 1543 apareció en Europa una nueva fuerza que iba a transformar al mundo. Desde luego, esta fuerza no surgió repentinamente de la nada, sino que tuvo muchos y antiguos precursores; sin embargo, en ese año se publicaron (los libros tan importantes para el nuevo movimiento que muy bien puede tomarse como su punto de partida hacia la modernidad. Los dos libros fueron el De Revolutionibus, de Copérnico, y la Fábrica, de Vesalio, y el nuevo movimiento era la ciencia. Al principio con lentitud, pero después cada vez con mayor rapidez y profundidad, la revolución científica empezó a transformar al mundo medieval en moderno; el periodo de transición es lo que se conoce como renacimiento. Refiriéndose a Ia revolución científica, el Historiador inglés Herbert Butterfield ha dicho:
Como esta Revolución ha sido la que echó abajo la autoridad de que gozaban en Ia ciencia no sólo Ia Edad Media, sino también el mundo antiguo -acabó no solamente eclipsando la filosofía escolástica, sino también destruyendo Ia física de Aristóteles—, cobra un brillo que deja en Ia sombra todo lo acaecido desde el nacimiento de Ia Cristiandad y reduce al Renacimiento y a la Reforma a la categoría de meros episodios, simples desplazamientos de orden interior dentro del sistema del cristianismo medieval. Como cambió el carácter de Ias operaciones mentales habituales en el hombre, incluso en Ias ciencias no materiales, al mismo tiempo que transformaba todo el diagrama del universo físico y hasta lo más íntimo de la vida misma, cobra una extensión tan tremenda como Ia verdadera fuente del mundo y de la mentalidad modernas, que la periodización que establecíamos habitualmente en Ia historia europea ha pasado a ser un anacronismo y un estorbo.
El impacto sobre la medicina fue tremendo, pues de pronto Ia enfermedad dejó de ser un fenómeno sobrenatural y se transformó en un proceso natural. Vesalio había enseñado que Ia anatomía del hombre debía estudiarse en el cuerpo humano y no en los libros de Galeno; pocos anos después William Harvey inauguró el uso del método experimental para examinar el funcionamiento del organismo, con lo que la medicina empezó a despojarse de sus tradiciones religiosas y empíricas, y a convertirse en tina profesión científica. La teoría humoral de Ia enfermedad, que durante 12 siglos prevaleció con el pensamiento médico europeo, gracias a Ia hegemonía de Galeno y Avicena, así como al principio de autoridad basada en el dogma, empezó a perder adeptos y a ceder su sitio a otras ideas más apegadas a la realidad.
Mientras otros países europeos hicieron suya Ia revolución científica e incorporaron a Ia ciencia en sus respectivas culturas, España se puso de espaldas al renacimiento y de cara a Ia edad media, combatiendo con hierro y luego a esa modernidad sacrílega y arrogante que amenazaba con secularizar no sólo a Ia naturaleza y al hombre, sino hasta a la autoridad misma. Defensora de Ia fe cristiana y de la ética trascendental, la Madre Patria resistió el avance de la deuda durante dos siglos, manteniendo su misma cultura medieval tanto en Europa como con sus colonias del Nuevo Mundo. Incapaz de detener la marcha del tiempo, permitió la adopción de los productos de la ciencia y la tecnología pero se opuso terminantemente a aceptar el espíritu científico, conservando a Ia ciencia fuera de su marco cultural casi hasta principios de este siglo. No digo que no hubiera ciencia española en los siglos XVI a XIX, ni que en la Nueva España primero, y en México después, en esos mismos siglos, no se hubiera hecho ciencia; en relación con nuestro país, baste mencionar Ia espléndida obra de don Elías Trabulse, Historia de la ciencia en México. Lo que digo es que no se consideraba como parte de la cultura, ni española ni mexicana, corno sí se consideraban las humanidades, como la filosofía, la literatura o la historia. Y no estoy hablando nada más de otros tiempos; todavía hoy, ni la ciencia ni la medicina científica forman parte natural de nuestra cultura mexicana o nacional. Por ejemplo, en el libro Cultura mexicana moderna en el siglo XVIII, publicado por Bernabé Navarro en 1964, de 221 páginas se dedican tres y media a Ia ciencia; en el volumen Características de la cultura nacional, publicado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM en 1969, con la participación de Leopoldo Zea, Arturo Warman, Gonzalo Aguirre Beltrán, Carlos Monsiváis y Antonio Alatorre, en 88 páginas no se menciona Ia palabra “ciencia” ni una sola vez; en el folleto La cultura nacional, publicado por Ia UNAM en 1983, con 12 ponencias en 107 páginas, la palabra “ciencia” aparece una sola vez, mientras que en el volumen Cultura clásica y cultura mexicana, de la misma institución y en el mismo año, sólo una (Ia más breve) de Ias 11 conferencias se refiere a la ciencia mexicana en los siglos XVI-XVIII; en el hermoso libro Cultura nacional, publicado a todo lujo por el PRI en 1981, durante la campaña del entonces candidato don Miguel de Ia Madrid, hay 28 breves ponencias debidas a la pluma de otros tantos insignes mexicanos, repartidas en 168 páginas, en las que no se menciona la palabra “ciencia” ni una sola vez. Pero no conviene multiplicar los ejemplos para documentar algo que todos sabemos y experimentarnos continuamente, en nuestra capacidad de país subdesarrollado: ni ciencia ni la medicina científica se reconocen como parte de nuestra cultura. A lo más que se llega, sobre todo en discursos oficiales, es a mencionar a Ia ciencia dentro de un contexto netamente utilitarista, como uno de los recursos que debemos emplear para resolver los llamados “problemas nacionales”.
IV
He atribuido el rechazo de la ciencia y de la medicina científica en nuestra cultura a influencias históricas heredadas de España, junto con el idioma, la religión, Ias costumbres y toda la estructura social. Es cierto que a principios del siglo XIX México alcanzó su independencia política, adquiriendo de golpe Ia capacidad de autodeterminación, pero también es cierto que a 1810 siguieron muchos años más de inquietudes y convulsiones, de guerras e invasiones, de inestabilidad y de transformación del país, lo que impidió el desarrollo armónico de una cultura mexicana que incluyera no sólo Ia inmensa riqueza de nuestro pasado sino también los aspectos positivos y valiosos de la modernidad. Desde 1810 hasta 1930, México disfrutó de paz ininterrumpida durante un solo periodo de casi 30 años, pero entonces todavía tenía una estructura feudal que lo encadenaba al pasado, a épocas anteriores al renacimiento; inmediatamente antes de Ia Revolución de 1910, el término “científico” se refería a algo muy distinto de lo que entendemos ahora por él, No fue sino hasta el cese definitivo de Ia lucha armada y Ia iniciación del cambio social que todavía no termina, que las circunstancias empezaron a ser propicias para la incorporación del espíritu científico en nuestra cultura; en otras palabras, apenas si tenemos poco más de 50 años de vivir en condiciones más o menos favorables para iniciar Ia transformación cultural que nos lleve a Ia modernidad.
No debe confundirse Ia presencia de muchos de los artefactos del desarrollo tecnológico entre nosotros, como el automóvil o la luz eléctrica e incluso la aceptación de algunos productos científicos médicos, como Ias vacunas o los antibióticos, con el verdadero cambio cultural que resultaría de Ia incorporación del espíritu de la ciencia en todos los niveles de actividad y en todos los estratos de nuestro pensamiento. Lo que hemos adoptado son simplemente algunos signos externos de Ia fuerza que ha transformado de la manera más profunda al mundo, lo que nos permite gesticular en pretendida armonía con los países desarrollados sin cambiar al mismo tiempo nuestro concepto esencialmente mágico-religioso de la realidad, nuestra relación de dependencia ante lo sobrenatural, nuestra antigua y simplista estructura psicológica medieval, según Ia cual el hombre es el centro del Universo y su existencia es esencialmente distinta a la de Ia naturaleza. La penetración del espíritu científico en nuestra cultura implica el reconocimiento de que, de acuerdo con Copérnico, no somos el centro del Universo, y de acuerdo con Vesalio, somos parte de la naturaleza. A través de los anteojos de Ia ciencia se aprecian con mayor definición y claridad las dos herejías por Ias que Giordano Bruno murió en la hoguera en el año 1600: la primera, que la tierra que pisamos no es el único de los mundos que existen, y Ia segunda, que el hombre no es la única criatura elegida en esa multitud de mundos. Naturalmente, para Bruno estos eran simples actos de fe, aunque conocía y defendió las teorías copernicanas; en cambio, para el hombre moderno se trata de proposiciones susceptibles de análisis objetivo, de hipótesis sobre Ia estructura de ciertos aspectos de Ia realidad, que deben confrontarse con ella para establecer su respectivo contenido de verdad. Cuando la ciencia forma parte integral de la cultura, el hombre cesa de apelar a la autoridad para resolver sus dudas y en cambio busca sus respuestas dentro de un marco racional, en el seno de La naturaleza y de acuerdo con una escala de valores universales que excluyen al dogma y a Ia revelación como criterios válidos para aceptarlas. En fin, Ia presencia del espíritu científico como elemento esencial cultural restituye Ia responsabilidad de su propia vida individual y de su destino personal y único a cada ser humano; a través de esta filosofía y de acuerdo con Jacques Monod: "…el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo, de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el Reino y las Tinieblas".
La adopción del espíritu científico como las de nuestra cultura no nos deshumaniza, sino todo lo contrario; de marionetas manejadas por poderes sobrenaturales e inescrutables, pasamos a ser seres humanos adultos y únicos responsables de nuestros actos. La madurez intelectual resultante de este cambio nos permite discriminar con mayor facilidad entre la demagogia y la verdad, lo que dificulta la manipulación mezquina e interesada de Ia realidad por políticos y otros tergiversadores profesionales de los hechos. Además, también ayuda a separar con mejor precisión lo que verdaderamente sabemos de lo que simplemente deseamos, creemos, sentimos, imaginamos o soñamos, no sólo en relación con Ia naturaleza sino también con las muchas otras esferas donde se realizan las vivencias humanas. De esta manera, Ia palabra conocimiento adquiere un doble significado: por una parte, se refiere a Ia información objetiva sobre la realidad, adquirida a través de criterios rigurosamente científicos; por otra parte, describe todas las otras formas de alcanzar conclusiones, avanzar puntos de vista y sostener opiniones no filtradas a través de la malta de la experiencia crítica y controlada.
V
Por las razones históricas que he mencionado, México está llegando tarde al concierto de los países que primero adoptaron el espíritu de la revolución científica, iniciada hace cuatro siglos en el mundo occidental al que pertenecemos. A los obstáculos derivados de nuestro origen como mexicanos deben agregarse los propios del crecimiento y desarrollo de los países jóvenes, así como los provenientes de nuestra irreversible situación geográfica. La combinación de todas estas dificultades probablemente explican (pero de ninguna manera justifican) nuestro lamentable retraso en Ia cita que tenemos con el futuro. La resistencia de las estructuras de poder para aceptar con simpatía una actitud frente a Ia vida cuyo primer postulado es el desconocimiento de Ia autoridad como criterio de validez, se explica fácilmente. De igual forma se comprende el rechazo de la duda y del cuestionamiento sistemático en aquellos que han aceptado a la revelación y al dogma como últimas cortes de apelación sobre Ia verdad. Sin embargo, debe quedar claro que el espíritu científico sólo es relevante a los asuntos propios de la ciencia, o sea que sólo sirve para contestar (o intentar contestar) Ias preguntas formuladas dentro del territorio de Ia naturaleza. Hay otras preguntas de carácter trascendental (Medawar dice, con razón, que son Ias que frecuentemente hacen los niños), como “¿Cuál es el sentido de la vida?”, o “¿De dónde venimos y a dónde vamos?”, o bien “¿Por qué existe algo en lugar de que no exista nada?”, frente a Ias que la ciencia no tiene absolutamente nada que decir, no porque sean preguntas falsas o seudopreguntas, Como querían los positivistas a ultranza, Sino porque están fuera del campo de Ia ciencia, que se ha definido como la realidad. Tales preguntas no son ni falsas ni irrelevantes; de hecho, para aquellos que Ias formulan pueden ser de suprema importancia, junto con las respuestas que se acepten como satisfactorias. Pero sería una confusión lamentable postular que tales respuestas son “verdaderas”, en el mismo sentido en que pueden o no serlo Ias respuestas a preguntas científicas, o sea en el grado en que corresponden a Ia realidad objetiva. Lo que estoy defendiendo es que el pensamiento científico no excluye otras formas de relación del ser humano con su propia conciencia, no cancela sus dudas existenciales o sus preocupaciones metafísicas, no elimina sus inspiraciones artísticas, su capacidad para el amor o su entrega a empresas imposibles, su ambición de conocer el significado último de su existencia, su aspiración a la eternidad.
Para terminar con este ya largo discurso, quiero volver por un momento a mi título, “Medicina y Cultura”. Por lo que he dicho hasta ahora, podría pensarse que me equivoqué de discurso y que he leído otro, llamado “El Espíritu Científico en México”. Mea culpa, pero no tanto de sustitución de textos como de falta de énfasis en mi credo profesional. Desde muy temprano en mis estudios universitarios me sentí atraído por Ia medicina científica, me sumergí por completo en ella, es la que he practicado y enseñado durante los 37 años que llevo de vida académica, y es Ia que pienso seguir cultivando durante los próximos 150 años; para después, mis planes no están completamente definidos. Pero 25 de esos 37 años los pasé trabajando en instituciones hospitalarias, en contacto íntimo y constante con el dolor humano y con muchas otras formas de ejercer la medicina, que pudieran responder a adjetivos tan variados corno “intuitiva”, “apasionada” “empírica”, “comercial”, “deshumanizada”, “heroica”, “indiferente”, “obsesiva”, y otros más, que por cierto no se excluyen entre sí. En otras palabras, los médicos también pertenecemos a Ia especie Homo sapiens y compartimos con ella todas sus glorias y todas sus miserias. Pero lo que me interesa señalar es que, entre Ias muchas otras cosas que la medicina ha sido y puede ser, desde hace unos 300 años también ha sido científica, y que es a partir de ese momento histórico que su capacidad para realmente ayudar a los pacientes ha ido aumentado en forma progresiva. A esto se debe que mis comentarios, que ahora terminan, se hayan referido indistintamente a Ia ciencia y a la medicina científica en la cultura mexicana.
Muchas gracias.
En su larga carrera de investigador científico, Ruy Pérez Tamayo ha tenido ocasión de enfrentarse con descubrimientos inesperados, fuera de hipótesis iniciales o planes, hallazgos que los científicos llamanserendipia, vocablo aún no integrado, por cierto, como él señala en algunos de sus escritos, en el caudal de la lengua española. Pues bien, siento que algo así les ocurre a todos ustedes esta noche: debe ser inesperado, sorpresivo, que sea un poeta como yo el que reciba en el seno de nuestra Academia Mexicana a un científico tan notable, que ha desarrollado, además, un amplio trabajo en Ia divulgación y la filosofía de la ciencia. Este hecho, como la serendipia, escapa a toda previsión posible.
Sin embargo, debo decirles que en su primer libro de la Metafísica, Aristóteles consignó lo que a sus ojos era Ia graduación de la actividad cognoscitiva humana: en lo más alto de esa escala situó al filósofo y al poeta. Debemos recordar que filósofo, para Aristóteles, no era ya solamente el filósofo moral socrático, sino una figura más parecida al científico, al observador naturalista. Afirmó que ambos tenían en común el asombro ante el mundo, pero que el poeta se complacía y permanecía en el asombro, mientras que el filósofo trataba de explicarlo. Por esa diferencia, que el pensamiento racional propone en todas las épocas para diferenciarse de otro tipo de explicación, Aristóteles concedió la mayor excelencia al filósofo. Puestas así las cosas, Aristóteles me autoriza, en mi calidad de poeta, a participar, por el asombro, en el mismo umbral en que el científico descubre el mundo, y añadir a la sorpresa y al honor que esto para mí supone, el diálogo con su discurso de ingreso, que ha despertado en mí muchas reflexiones, algunas de ellas, por cierto, polémicas.
Debo advertir, por supuesto, que Ruy Pérez Tamayo ha dado lectura a un discurso con muchas ideas sintetizadas que ha planteado y desarrollado en su impecable y vastísima obra escrita, comprendidos tanto sus trabajos propiamente científicos, como aquellos dedicados a la divulgación y filosofía de Ia ciencia: me refiero, entre otros, a libros como Serendipia, En defensa de la ciencia, Tríptico, La segunda vuelta, Enfermedades viejas y enfermedades nuevas, e incluso a ensayos no recopilados aún en volúmenes como el más reciente sobre su colega Harold Ilimsworth, apropósito de Ia refutación de varias ideas de Hume, Popper y Moore. Se trata, pues, de un discurso que pone en resonancia su numerosa bibliografía y del que cada línea podría contar con un indefinido número de acotaciones propias.
En mis juveniles lecturas universitarias, dediqué muchas jornadas a la ciencia y a Ia filosofía de Ia ciencia, en especial para entender los momentos en que ciencia y poesía, ciencia y humanismo podían convergir. Recuerdo, por ejemplo, una conferencia de Henri Poincaré, Science et méthode, en la que explica que Ia invención de sus demostraciones sobre las funciones fuchsianas y otras series análogas, fueron resultado de contemplaciones totales y súbitas, de revelaciones que dio en llamar “intuiciones estéticas” por el paralelo de Ia representación repentina y también total del artista. La invención matemática suele operar así. En este caso, no sólo el asombro y la serendipia unirían al poeta y al científico, sino también el proceso interior de Ia génesis de sus obras.
El positivismo lógico, Ia filosofía analítica y Ias teorías inductistas de Popper, me asombraron durante años por su análisis de lenguaje, lo que quizás me permitió posteriormente acercarme a la glosemática de Hjemslev. Pero uno de esos bellos libros, The rise of scientific philosophie, de Hauis Reichenbach, me despertó de mi sueño filosófico cuando encontré estas líneas escandalosas para todo poeta: To be or not lo be - that is not a question but a tautology. Aterrado ante el hecho de que un filósofo de la ciencia consumara descubrimientos tales en Shakespeare, mi condición de poeta me hizo sospechar que el espacio que puede Ilamarse realidad, a través de la ciencia, no necesariamente coincide con las fronteras ni con los órdenes de Ia realidad humana. La poesía, que es un asombro del mundo, no es científica: es acientífica porque nuestra vida lo es, porque la abarca y penetra. El amor, por ejemplo, no es ciencia; según Ovidio, es arte. Y más práctico incluso que Ovidio, el Cantar de los cantares dice que es mejor que el vino. El deseo, el ensueño, la ira, el fervor, no son ciencia, sino padecimiento o gozo. Ser o no ser no es una tautología, sino la vida, sino uno de los mayores cantos de Ia vida.
Pero a tiempo Ruy Pérez Tamayo nos advierte en un impecable y cadencioso estilo que muestra su talento de escritor:
Lo que estoy defendiendo es que el pensamiento científico no excluye otras formas de relación del ser humano con su propia conciencia, no cancela sus dudas existenciales o sus preocupaciones metafísicas, no elimina sus inspiraciones artísticas, su capacidad para el amor o su entrega a empresas imposibles, su ambición de conocer el significado último de su existencia, o su aspiración a la eternidad.
El eje fundamental del discurso de Ruy Pérez Tamayo es la advertencia de que no reconocemos el pensamiento científico como parte de la cultura nacional ni como una de sus necesidades primordiales de cambio. Me parece esencial preguntarnos por qué, puesto que existen, no se advierte la participación del pensamiento científico y Ia ciencia en la evolución de Ia cultura mexicana. Ruy Pérez Tamayo señala varias explicaciones, entre ellas, la herencia cultural de España, los periodos convulsivos del México independiente y apunta otro dato que me parece pertinente destacar: Ia tendencia a sólo considerar dentro de la cultura nacional los valores tradicionalmente comprendidos en las humanidades. Pero aún a este respecto, no me aparto de la realidad si afirmo que se ha ido empobreciendo paulatinamente el valor primario del humanismo.
Gran parte de la evolución humanística de México, especialmente en el siglo XVIII, arrojó como resultado la comprensión histórica del mestizaje, de Ia vida indígena e hispánica como una sola cultura, y Ia formulación primera de México como una patria, como un país que comprendía en sí mismo esos disímiles mundos que Ruy Pérez Tamayo recuerda en la primera parte de su discurso. El encuentro de esas dos culturas, que en apariencia terminó con la desaparición total de Ia indígena, alcanzó su síntesis inesperada en el siglo XVIII como resultado del humanismo. La abolición absoluta de las culturas precolombinas se dio, en cambio, en los territorios ocupados por otra cultura: Ia anglosajona.
Todavía hoy, en efecto, como lo señala Ruy Pérez Tamayo, los pueblos indígenas de México no disocian de su cultura aquellos aspectos que podemos considerar de naturaleza tecnológica o científica: sistemas agrícolas, de construcción, de teñidos, de medicina, de conservación de aguajes o de alimentos.
En este contexto, la evolución de Ia ciencia en México nos indica también que el pensamiento científico forma parte de una cultura irreductible. Quiero decir, hay una cultura subyacente en el desarrollo de Ia ciencia. En el caso del más grande desarrollo, ha dependido de Ia cultura peculiar de esos países: sobre todo, de la coincidencia con un esquema de pensamiento político y económico de avasallamiento, de ultraje, de exterminio, de explotación, del resto de los pueblos del planeta; en esas culturas, los países desarrollados consideran como únicos ciudadanos del mundo a sus nacionales, y a nosotros, desde el Río Bravo hasta Ia Tierra de Fuego, desde Marruecos hasta Sudáfrica, desde Afganistán hasta Borneo, seres no humanos, inferiores en naturaleza, en alma. Así, desde esta perspectiva, se asemejan a ciertos españoles aberrantes del siglo XVI para quienes los indígenas eran bestias de carga que podían recibir una marca de fuego como Ias reses, pero quienes requerían de una evolución cultural semejante, también, a Ia del pensamiento de nuestros humanistas del siglo XVIII.
En este sentido, el planteamiento Medicina y cultura de Ruy Pérez Tamayo, proporciona una perspectiva esencial. Advierte que la ciencia no deshumaniza, sino que permite ahondar en nuestro sentido cultural y entender el conocimiento como un ejercicio cultural total de comprensión del mundo. Uno de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo, decía en 1945 Ralph Lititon es el descubrimiento de la existencia de la cultura. El concepto es nuevo, si atendemos a su desarrollo a partir de Ia obra Primitive Culture de 1871, del británico Taylor. La cultura, entendida como el complejo de conocimientos, creencias, artes, leyes, moral, parentesco, costumbres y toda facultad que posean los miembros de una sociedad, permite situar al hombre en su dimensión propia, corno el instante concreto de un paradigma cultural. Esto supone distintos sentidos según la clase social, el grupo étnico, el idioma, la identidad regional o la totalidad de Ia sociedad a que se aplique. Cada una de esas zonas implica a su vez una dinámica peculiar de desarrollo y de continuidad. Esas dinámicas pueden concurrir o no en objetivos semejantes, en una misma identidad regional, religiosa o lingüística, o entrar en colisión. Pero el desarrollo de todas esas zonas determina el desarrollo total de la sociedad en su conjunto.
Ahora bien, en principio, como Ruy Pérez Tamayo permite comprobarlo en muchos de sus escritos, el proceso complejo de desarrollo cultural o científico de un país no debe confundirse con los programas públicos, que sólo son una parte de Ia totalidad de nuestra realidad cultural, porque Ia opinión gubernamental sobre Ia cultura nacional no ha llegado a una comprensión cabal del contexto real en que sus acciones y proyectos tienen sentido. La evolución del pensamiento científico en México nos haría más seguros en nuestro análisis conceptual, en nuestro análisis social, en nuestra comprensión de la cultura e incluso en el papel del humanismo en México. Y permitiría evitar errores terribles como el de mencionar a la ciencia, según nos recuerda Ruy Pérez Tamayo, en un contexto netamente utilitarista, como uno de los recursos para resolver ciertos “problemas nacionales”, pero no en su verdadera dimensión de cambio cultural, de la incorporación del espíritu de Ia ciencia en todos los niveles de la actividad en México.
Esta carencia nos ha llevado a un enfoque equivocado: contraponer el humanismo y Ia ciencia. Y no me refiero al aserto de que Ia estatura moral del hombre sea inferior a su estatura tecnológica. Me refiero a que resulta ilusorio en nuestros países contraponer ciencia y humanismo, porque son dos necesidades de nuestra cultura. El desarrollo científico está ligado a culturas concretas, dije, de países que siguen manteniendo esclavizadas a grandes zonas del planeta. A esas sociedades sólo culturalmente podemos responder. Por ello, la ciencia en México debe fortalecerse como elemento de nuestra cultura, a fin de entender que no es sólo un asunto privado de norteamericanos y europeos, sino una parte de Ia vida de todos los pueblos. Como parte de la educación de los pueblos son las humanidades, que también se han visto mermadas en nuestro medio, y subestimadas. No se les ve ya como parte de Ia educación necesaria del hombre en cuanto su dignidad de hombre, en cuanto ser humano que es o debiera ser, sino contrapuesta, como un universo de conocimiento antagónico, al Universo tecnológico o científico. A partir de esta contraposición se confunden Ias direcciones posibles del humanismo en su carácter de educación humana, de paideia, de construcción moral de los pueblos, y los conocimientos científicos y técnicos que pertenecen a otro orden de pensamiento. Uno puede ser el camino para Ia explicación o dominio racional de la naturaleza; otro el camino para que tome el hombre conciencia de su ser cultural, de su pertenencia a una cultura.
La ciencia, como lo afirma repetidas veces Ruy Pérez Tamayo, no es la cancelación de todos los órdenes de Ia vivencia humana, sino incluso su fortalecimiento, su libertad, Ia conciencia de su naturaleza. EI científico, a su vez, tampoco cancela en él la vivencia que lo lleva a vibrar con el amor, con Ia libertad, con la solidaridad humana, con el dolor, con Ia dicha, con Ia soledad en el universo o en una esquina de Ia ciudad. A menudo descubro, como en él, que constituye un ejemplo magnífico de ello, a más científicos humanistas, que a humanistas provistos con una comprensión de Ia ciencia. Esto permitiría resolver y entender mejor la naturaleza de nuestras necesidades actuales.
El humanismo no puede ser lo anticientífico, sino la educación moral de los pueblos, de hombres, que se integrarán así en su realidad humana: es decir, en su cultura. Las humanidades, o mejor, el humanismo, como paideia , como formación del hombre en su integridad e integración a un sistema de cultura propio, es tan necesaria como Ia evolución del pensamiento científico y Ia ciencia en México. Ese humanismo debe penetrar en Ia formación del científico mexicano para darle conciencia también de Ia cultura a que pertenece, de la sociedad con que está comprometido. Ese humanismo debe penetrar en los humanistas también para entender que la necesidad de la ciencia es parte de Ia respuesta que los pueblos deben poseer para su libertad.
Parentesco, patria, amor, dignidad, derecho, libertad, son nociones de cultura fundamentales para que el ser humano se defina corno tal, sea científico o sea poeta. No somos entidades científicas, religiosas ni poéticas. Somos seres culturales. Y nuestro conocimiento de Ia realidad, nuestra posibilidad de realidad, es el total de nuestra cultura. Ahora, en México, necesitamos reconocer realidades étnicas, con su complejidad de idiomas y de sentido de Ia vida; reconocer la participación de la ciencia con su difícil camino, con su verdad expuesta a ser confrontada, corregida, engrandecida; reconocer, por fin, nuestra dignidad política. Todo lo cual supone una lucha.
Por otra parte, en algunos pasajes de su discurso, Ruy Pérez Tamayo insiste también en que para el pensamiento científico desaparece toda autoridad dogmática como criterio de verdad de las cosas. Esto es fundamental. Nos permite volver a plantear que hay procesos culturales íntimamente vinculados con Ia libertad del hombre, con el camino hacia nuestra libertad. La ciencia es uno de ellos. Uno de los más importantes, porque ha sido, también, a lo largo de la historia, el camino para sojuzgar pueblos y territorios. Como en el Renacimiento, en México también la ciencia es un elemento importante, al lado de Ia recuperación del primer sentido del humanismo, para la libertad del país. Ruy Pérez Tamayo, como médico, como patólogo especialmente, ha entendido Ia enfermedad del hombre. Otras enfermedades el humanismo ha atendido, que ahora está dejando de atender. No son hombres distintos aquellos a quienes se dirigen la ciencia o las humanidades, Ia medicina o Ia poesía. Somos el mismo hombre que habla, que padece, que piensa, que canta. Somos también, como él ha enseñado, la misma cultura, la misma fuerza donde Ia evolución del hombre puede proseguir.
En este momento de México, de replanteamientos críticos, de necesidades álgidas, el humanismo de la Academia Mexicana se honra en reconocer entre los suyos a Ruy Pérez Tamayo. En reconocer su obra magisterial, de investigación y de difusión de la ciencia, como la obra de un científico mexicano de universal relevancia que trae sus luces a esta institución independiente, civil, centenaria. Se honra en afirmar, a través de su obra, los méritos de la ciencia en México. En recibirlo, por su labor científica desarrollada en México y en otros muchos países de nuestro continente; por su presencia magisterial en Europa, Oriente y América; por su inmensa labor literaria en la divulgación científica y en Ia filosofía de la ciencia; por su invaluable labor periodística en los medios del país; se honra, digo, en recibirlo, como a uno de los grandes maestros con que México ha logrado avanzar en su cultura; con que México nos enseña que es posible en la patria el trabajo, los resultados, la excelencia. Y me honra que sea un poeta el señalado para decirle por vez primera aquí, en este recinto, con admiración, con solidaridad, con amistad, ¡bienvenido!
Muchas gracias.
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