Jueves, 23 de Octubre de 1980

Ceremonia de ingreso de don Salvador Elizondo

Comparte este artículo


Discurso de ingreso:
Regreso a casa

Nada ilustra mejor la vocación de un escritor que la vida de su primer libro. En veinte años que han pasado desde que publiqué el mío —en edición privada de doscientos ejemplares fuera de comercio— he podido rescatar en las librerías de viejo, dedicados y las más de las veces intonsos, un gran número de ellos. Esos libros han cumplido su periplo: en dos décadas han vuelto al lugar de su origen y ahora se apilan en el desván junto a la multitud de sus hermanos que la indiferencia de los dedicatarios, de la vida o de la muerte me han devuelto intonsos también a veces, pero otras marcados con las huellas de lecturas frenéticas o tediosas; cubiertos a veces con las cruentas cicatrices del denuesto, del subrayado burlesco, con los sangrientos escolios y enmendaduras del fastidio.

Certera si no perfecta, la parábola del libro pródigo no podía menos que animar la reflexión a la que todas las circunstancias de mi vida me obligaban cuando tuve noticia de mi elección a la Academia hace cinco años.

Pero precisa que me remonte a más allá de esa fecha y a más allá del nacimiento de mi primer primogénito para entender el significado de esa vida de escritor, hasta hoy mucho más errática y errante que la suya. Si bien estoy situado ante una perspectiva cuyo vértigo no estaba previsto en los más desaforados proyectos de mi juventud, la experiencia acumulada no es suficiente para distinguir los puntos de partida o de llegada de esa parábola. ¿Acaso se cumple hoy para mí el término de esa circunnavegación, de ese viaje al origen con los que la literatura ilustra el sentido de la vida y en especial de una vida dedicada a la literatura… o no ha zarpado el barco todavía?

En esta indefinición de los términos de la travesía se resuelve la imagen paradójica: yo que me había embarcado a la ventura, con la vaga esperanza de llegar a la isla desierta, he sido traído —sin duda por los vientos propicios de la amistad más que por el remo de mis méritos literarios— hasta los muelles de esta ilustre asociación. A punto de saltar a tierra puedo ver el reflejo de una figura simbólica que preside la vocación de los hombres y de las obras de la literatura: la de una vuelta al origen, la del regreso a casa.

Durante los cinco años que han pasado desde mi elección no he perdido de vista esa circunstancia simbólica que se confirma en la celebración de algunas efemérides significativas. Se han conmemorado en ese lapso el primer milenario de nuestra lengua escrita, el primero de muchos siglos de la Academia Mexicana, medio siglo desde la muerte de Díaz Mirón y desde la fundación de la revista Contemporáneos. Me valgo pues de la dilatada coincidencia cronológica para, después de invocar los manes del clérigo anónimo que por primera vez transcribió en sus unciales los sonidos de la nueva lengua y del poeta en cuya escritura esa lengua obtuvo rarísima perfección entre nosotros, hacer el recuerdo de los poetas y escritores que iniciaron hace más de cincuenta años en México una tendencia crítica y literaria que lejos de buscar la uniformidad gregaria o el acatamiento servil a los preceptos de una estética de manifiesto colectivo o a las vociferaciones de las “vanguardias” o grupos de choque de última hora, se abocó a la conservación del equilibrio formal y a la renovación de los procedimientos de la creación literaria, labor que si en su momento pasó casi inadvertida hoy obtiene el interés y el reconocimiento de los escritores jóvenes, sobre todo ahora que con la muerte del último de sus integrantes originales, Carlos Pellicer, el grupo cobra su inmovilidad histórica o legendaria. El libro de Octavio Paz sobre Villaurrutia, el de Jaime García Terrés sobre Owen, la edición de las obras de este poeta de Alí Chumacero y la acuciosa perseverancia de José Luis Martínez que, desde el Fondo de Cultura Económica, hará accesible a los lectores se hoy la reedición en facsímil de la revistaContemporáneos, han contribuido en gran medida a reavivar el interés por este grupo que caracteriza un periodo de enorme importancia para la literatura mexicana en su momento y rico en frutos todavía en el nuestro.

Por los caracteres comunes que animaron esa idea de la vida y el arte que cobró una expresión concreta en la obra de los Contemporáneos evoco, entre otros, a quienes de ellos llegaron hasta aquí, para hacer el recuento de esa imagen del retorno a casa en que se cifra, muy gratamente para mí, el sentido de esta recepción. Empezaré por invocar el recuerdo del tímido poeta que si hubiera tenido vida para ello sin duda habría ocupado un sillón en la Academia. En la obra de Ramón López Velarde cristalizó por primera vez para nuestra poesía la imagen del retorno en uno de sus más bellos poemas y también uno de los más amargos que escribió: el que está animado de un sentimiento de íntima tristeza reaccionaria. Pero el maleficio que pesa sobre el regreso del poeta es del todo ajeno a la emoción de esta noche en que presiden por igual el recuerdo y la presencia de quienes han animado esta figura reiterada de la literatura desde sus jubilosos orígenes homéricos hasta nuestros días.

En la figura de Julio Torri, que fue mi maestro de literatura medieval, evoco el espíritu de una economía de la forma por la que obtuvo el dominio de una escritura perfecta por lacónica pero rica en agudeza e ironía. Supo apresar el encanto del desencanto y de la decepción, la emoción del fracaso, la belleza de una aventura malograda, la gravedad de lo trivial, la impertinencia de la muerte y la futileza del destino trágico. La brevedad de su obra decanta un rigor que no se agota ni se despilfarra en vano y que no desborda los estrechos y férreos límites del arte. Fue el minucioso cultivador de un género que en la facilidad de su lectura esconde la máxima dificultad de su escritura: el  aforismo, forma en la que se equilibran la idea general y la intención particular, el precepto y la confidencia, los extremos terminales de la composición literaria. La obra de Torri no registra una evolución como la que tanto nos distrae en las obras que se nos manifiestan más por la velocidad de su progreso que por los valores esenciales que contienen o revelan. Supo sintetizar un sentimiento que frecuentemente da lugar a una escritura demasiado copiosa en la que el detalle de las sensaciones descritas y las observaciones registradas impiden ver la magnitud o percibir la densidad de la selva. El Ulises que concibió se lamenta —en  brazos de Circe, claro— de que a su vocación de caer no se hubiera abierto ningún abismo. Así como redujo y magnificó a la vez, en un solo lance de escritura, toda la leyenda y la tragedia de Odiseo a unas cuantas líneas, pudo también reducir o magnificar toda la teoría de los sueños de Freud a una sola frase.

 

Han pasado ya más de seis años desde que el sillón que ocuparé en la Academia quedó vacío. Tocó a mi ilustre antecesor, Jaime Torres Bodet, inaugurar en su temprana juventud para la generación de sus contemporáneos esa imagen en la que se resume una inquietud común a muchos de ellos: la casa, origen, añoranza, anhelo y destino del viaje. Así pues se conjuntan en la obra de Torres Bodet —específicamente en dos libros publicados en 1923— las dos dimensiones de la vida: el espacio y el tiempo, es decir, La casa y Los días.

Me detengo con especial reverencia ante La casa. No son pocas las horas de profunda emoción que su lectura me ha producido. Poema erótico de evanescentes y mórbidas insinuaciones y sugerencias, expresadas con un lenguaje que nos conmueve por su delicada franqueza y por el refinado empleo de la prosa como aditamento y adorno de la poesía. La continuidad del discurso narrativo tanto como el curso de la meditación reflexiva, de tono autobiográfico, de crónica aislada de la vida inscrita en un espacio y un tiempo ideales, elementalmente arquetípicos, creo que dan a este poema la primacía en el tiempo y en la sensibilidad entre los muchos que con ese tema se han escrito aquí desde entonces.

El poema nos narra, mediante la presentación de detalles significativos, el proceso de la cristalización amorosa que tiene lugar dentro de un ámbito en el que todo, la luz, la hora, el momento interior, contribuye a la transformación por la que lo particular y lo mínimo se amplifican y se tornan en lo general y lo universal. El amor se cumple en la experiencia que une al poeta y a la amada bajo el techo de la casa construida a imagen y semejanza del mundo, es decir, habitada de signos misteriosos. En todas las partes del poema se percibe la verdad de ese sentimiento que atribuye a todas las cosas la posesión de un significado oculto. Hay también una anticipación inquietante y un desenlace inesperado. La vida doméstica es una sucesión de presagios, de revelaciones y de epifanías y todo está ocupando su lugar en la representación de esa comedia humana mínima que se representa, todos los días, en el escenario de la casa.

Otro tanto sucede con Los días. Los poemas que componen este libro describen el tedio del poeta en la ciudad, la crisis, el viaje de reposo al campo, las cartas, los recuerdos, la meditación y la soledad: al fin, el viaje de regreso a la ciudad, el retorno a casa, la salud recobrada.

 

Un poeta del grupo de Contemporáneos, José Gorostiza, trocó la imagen del destino anhelado en el término siempre pospuesto y siempre fatal de un viaje que nunca empieza y siempre termina, el retorno a casa siempre aplazado y siempre alcanzado en el eterno y constante regreso al origen y “… al origen fatal de los orígenes” que es la muerte.

Pero a la visión doliente y desolada de este gran poeta opongo la más festiva de Salvador Novo que, en una síntesis jovial y no menos genial que la de Gorostiza, imaginó la casa hecha de días:

 

El tiempo nos conduce
por sus casas de cuatro pisos
con siete piezas. Sala, dos recámaras,
comedor, patio, cocina
y cuarto de baño.
Cada día cierra una puerta 
que no volveremos a ver
y abre otra sorprendente ventana…

 

Quedaría trunco este recuento de la casa y los días si no le agregara el recuerdo de una imagen que aparece en uno de los más bellos poemas de Octavio Paz, “Cuento de dos jardines”, en el que el tiempo y el espacio se entreveran como las ramas del árbol nim que crece “… no lejos de Durban”, y se entrelazan con las de la piadosa higuera de Mixcoac…

Había yo llegado a este punto en el borrador de mi discurso —hace más de un año— cuando cuál no sería mi sorpresa al recibir un pequeño libro firmado conjuntamente por mi admirado amigo y un poeta inglés, que en una serie de sonetos bilingües trata precisamente los tema de “casa” y “día” —una casa en Inglaterra y un día en México…

 

…Y aquí llego a la parte más ardua del discurso: la apología. ¿Por qué estoy aquí?... La facilidad de la explicación está en razón inversa a la dificultad de la justificación, ya que mis inicios en la literatura se caracterizan por una cierta heterodoxia y una gran inexperiencia que difícilmente podrían servir para responder de mi presencia aquí en esta Casa cuyo verdadero sentido el Tiempo y el Hábito me ha revelado, que qué duda cabe de que la Lengua es la más arraigada de las costumbres humanas en general y el Lenguaje el hábito inveterado de los escritores en particular. La distinción no es gratuita ni reciente: está implícita en el “mar de vino” de Homero dos milenios antes de que Dante estableciera explícitamente la diferencia entre la lengua natural y la lengua artificial creando para ello un lenguaje poético común, desde entonces, a todos los pueblos de Occidente; es decir, creando un sistema de costumbres y hábitos literarios cuyo desarrollo histórico se mide por las rupturas y transformaciones más que por su continuidad o progreso armonioso. En los grandes momentos de la poesía vemos renovarse el ímpetu con el que la forma proteica esencial del lenguaje literario se transforma a una velocidad mucho menor que la del lenguaje llamado “corriente” o “habla”, cuya realización efímera y prestísima  sólo es registrable a expensas de su espontaneidad, de su intención y de su emoción original.

He vivido alejado del habla real y siempre he concebido la literatura como la realización de un género de la escritura que se cumple en un orden eminentemente técnico, pero de cuyos orígenes o de cuyo destino no está ausente el misterioso elemento de la emoción estética y del talento artístico. No hace falta ir a Dublín o al más enrarecido ambiente de París —hablo en sentido figurado— para darse cuenta de que solamente quienes poseen un altísimo dominio de los instrumentos más refinados del lenguaje son capaces de registrar los gritos de la calle o la voz de la conciencia, la verbosidad de los salones o la avalancha de la memoria: digo que no es necesario ir hasta esos puntos focales de la literatura moderna porque no habría que salir de eta Casa, de esta Lengua o de esta Literatura para encontrarlos. en todos los casos la diferencia entre la realidad y la literatura se nos manifiesta en la lengua escrita por una sustancia cuya infinita maleabilidad está sujeta a reglas inflexibles para los que escriben, pero muy elásticas para los que hablan. ¿Cómo conciliar las piezas de este juego en el que la costumbre consagrada en la regla se rompe, por el uso, en el habla y se convierte a su vez en la regla que el uso consagra?

Toca al escritor hacerlo mediante la creación de un lenguaje propio en el que los elementos sonoros e ilegibles del habla se conjuguen con los elementos silenciosos pero visibles de la escritura; un lenguaje en el que la materia natural de la lengua hablada se confunda en perfecto equilibrio con la materia artificial de la escritura.

Desde las diversas posiciones de desequilibrio extremoso en que he caído y que en mi balanza han dejado el platillo del habla corriente casi vacío, reconozco los casos en que otros han sabido guardar el equilibrio con rara perfección, especialmente en la prosa: Agustín Yáñez en Al filo del agua, Juan Rulfo en sus cuentos, obtienen un equilibrio perfecto entre el lenguaje escrito del autor y el hablado de los personajes.

Diré, por lo demás, que la percepción o la idea de este equilibrio me han hecho proseguir, a lo largo de más de veinte años, una amistosa polémica con Juan Rulfo, flamante académico, cuya proverbial modestia lo hace suponer que él lo único que ha hecho en sus libros es transcribir, tal cual, el habla de una región, lo que en honor a su talento de artista me permito, como siempre, seguir poniendo en duda.

Llegaría yo con pies advenedizos hasta aquí si no hubiera abonado aunque sea el rédito de la enorme diferencia que el balance de mis escritos arroja en contra de ese equilibrio. Hace unos meses agregué al menguado platillo del habla natural un relato en el que evoco un episodio real de mi infancia. Si no pude penetrar en la realidad por la vía de la experiencia inmediata, sí pude sumergirme en ella por el cauce de la memoria y considero que, por la escritura, nunca había estado tan cerca de la verdad.

Quiero decir con lo anterior que llego a la Academia consciente de que ella es más que un organismo  de gobierno de la Lengua y más que un registro espiritual de su evolución en el habla y en el arte. En su manifestación concreta —el Diccionario—, la Academia es la conservadora de los valores comunes y persistentes—tal vez eternos por la Poesía— de la Lengua. Igual que la Justicia, la Academia sostiene en la mano una balanza, pero sus ojos no están vendados: detrás de los gruesos quevedos su mirada está fija en el fiel que marca el oscilante equilibrio entre el signo, oral o escrito, y el significado. Como escritor yo tampoco nunca he perdido de vista, por más que se me haya alejado, ese punto que la Academia señala como el de la adecuación natural entre el habla y la escritura y más allá del cual la relación perfecta entre el signo y el significado corre el riesgo de disolverse en disparate.

Siempre he tenido presente esta idea cuando he ejercido la crítica y, sobre todo, la autocrítica. Por ella me convierto hoy en la noche, paradójicamente, en el recién llegado a casa y en el hombre con el pie en el estribo, a punto de partir, era vez en dirección opuesta, no hacia la isla desierta y silenciosa de la escritura pura sino al verboso continente donde el habla natural cobra su máxima eficacia por medio de los más complicados artificios de la literatura; voy a un mundo desconocido en el que el habla sólo es posible por la escritura: el teatro.

No se completaría la figura simbólica con la que he querido ilustrar mi ingreso en la Academia sin expresar mi más vivo reconocimiento a quienes lo hicieron no solamente posible sino también grato, tanto más grato que al llegar ya adorna sus sitiales la presencia femenina en la persona de mi maestra María del Carmen Millán.

Mi reconocimiento a don Antonio Castro Leal en cuyas antologías y ediciones aprendí desde muy temprana edad a reconocer la belleza de nuestra poesía; en sus páginas conocí a muchos poetas que fueron o son ahora miembros de la Academia: Alí Chumacero, Manuel Ponce y el propio Miguel Potosí.

A don Francisco Monterde quien, con Manuel Alcalá y José Luis Martínez, propuso mi candidatura; a su lado he tratado de mantener el equilibrio de la balanza entre los jóvenes durante los últimos doce años.

Hago un sentido recuerdo de mi tío-abuelo don Enrique González Martínez que ocupó durante más de cuarenta años un sitio aquí; de Agustín Yáñez que, como presidente de la Academia me hizo la amable invitación a formar parte de ella, y de don Felipe Teixidor que nos dejó pocos días antes de ser recibido.

A todos los académicos a cuya amistad consagro, a punto de cruzar el umbral de la Casa, la emoción, el riesgo y los frutos de la aventura que se inicia, muchas gracias.


Respuesta al discurso de ingreso de don Salvador Elizondo por José Luis Martínez

Hace ya quince años, Salvador Elizondo hizo su aparición con paso firme en la literatura mexicana. Ahora, tiene un nombre y una obra, con carácter y estilo inconfundibles. Como narrador, es el creador de ambientes alucinantes en los que se entrecruzan el erotismo y el horror, de sutiles paradojas sobre la condición del tiempo y de escenarios y personajes cuya ambigüedad les confiere un prestigio turbador. Como ensayista, Elizondo se esfuerza en desentrañar el sentido de las mayores creaciones literarias modernas, reflexiona acerca del tiempo y de la naturaleza secreta de la escritura y del mundo cuyos signos descifra —que explora también en sus relatos; y como hombre de letras vive los problemas de la vida del espíritu y de la creación artística, con una vocación cuya intensidad los hace excluyentes de cualquier otra preocupación.

Elizondo no fue, como era lo común en su generación, un escritor precoz. Su primer libro,Poemas, aparece cuando tiene veintisiete años; su fresco ensayo sobre Luchino Visconti se publica tres años más tarde, y sus primeros relatos, reunidos bajo el título de Narda o el verano, ejercicios de estilo, casi siempre seguros, en diversos tonos narrativos, fueron escritos entre 1935 y 1965. De este último año, cuando ya cuenta treinta y tres, es su libro más notable y original,Farabeuf o la crónica de un instante. Gracias a la repentina fama que alcanza, un año más tarde publica su Autobiografía que, aunque escrita a la mitad del camino de su vida, resulta útil para explicarnos su formación, aficiones y rasgos de temperamento, y ayudarnos a comprender tan singular personalidad.

Respecto a su formación, debe señalarse, aunque él no la mencione, su infancia en un ambiente de cultura y libros; luego sus estudios en el colegio alemán de la ciudad de México, que prosigue irregularmente en escuelas de Estados Unidos y Canadá y de varias capitales europeas, que le darán “imágenes alegremente cruentas” en sus libros infantiles y familiaridad con lenguas, libros, arte, vanguardias e iniciaciones más o menos truculentas. Sus aficiones iniciales fueron la pintura —que aspiraba a hacerla su profesión y sobre la que ha escrito páginas no siempre afortunadas—; el cine —en el que realizó una película experimental e hizo estudios sobre Eisenstein y Visconti—; el estudio de la escritura china; el interés por el erotismo, las ciencias y la filosofía; y finalmente, la profesión de las letras, que abrazó con un rigor y entrega totales, hasta ahora en los campos de la narración y el ensayo. Entre los rasgos más notorios de su temperamento, quisiera destacar, además de los ya mencionados, cierta propensión al pesimismo moral: “mi visión esencial del mundo —confiesa— es poco edificante; en realidad, no apta para ser difundida”, y un sabor persistente de melancolía en su trato con el mundo y en su afán de conocimiento, experiencia que ha descrito admirablemente:

 

ese estado de ánimo que transcurre en la luz más mortecina del alma y dentro del que es posible explicarse el mundo sin que por ello esa explicación tenga un significado. Yo creo —añade— que el grabado de Durero refleja justamente eso: la sensación de conocer la realidad, pero no su significado. Y como lo único que trasciende de nosotros mismo, lo único que es capaz de teñir el mundo exterior es el color de nuestras propias emociones, a partir del momento en que me percaté de la condición infinitamente vulnerable de nuestra apariencia, de nuestra concreción como partes constitutivas del universo, ese universo mismo se me volvió vulnerable, vulnerable a Dios, a los Stukas, a los chinos, a la locura, a la muerte, sin que por conocer su vulnerabilidad conociera yo su sentido. Y no es que la melancolía sea un sentimiento aniquilador. Muchas veces mueve a los hombres a la acción y a la violencia, a la creación y a la poesía.

 

Creo que esta formación, estas aficiones y estas tónicas, que constituyen un caso poco frecuente entre los escritores mexicanos, pueden ser de alguna ayuda, no para explicar ni para aclarar sino para comprender algunas de las motivaciones de la obra de Salvador Elizondo y en especial de su libro más famoso.

Con Farabeuf —escribí poco después de su aparición— llegaba a la llana y directa literatura mexicana el sentido alucinante y morboso, el juego de la ambigüedad y la presencia intercambiable de la perversión, el horror y la belleza. Farabeuf es un libro de intrincada y fascinante oscuridad. Y no hay una versión clara detrás del laberinto, como Góngora, sino sólo el laberinto de signos y ceremonias, de rememoraciones que avanzan y retroceden, siempre cambiantes y siempre iguales.

Hay un instante, una situación al parecer brutal y reveladora al mismo tiempo, que se quiere reconstruir por varios caminos, asociaciones y estilos, como para persuadir a la enfermera-amante de recontinuar una ceremonia interrumpida. Para dar un sentido a este “instante” operan tres metáforas: la primera, el ruido de las tres monedas que se tiran para consultar el libro de oráculos chino llamado I Ching; la segunda, otro ruido adivinatorio, el deslizamiento de una ficha sobre la tabla de la Ouija; y la tercera, la significación ambigua del cuadro de Tiziano, El amor sagrado y el amor profano. Tres metáforas-alusiones más un excitante o clave central para la reconstrucción de la memoria y para la prosecución de la ceremonia; la fotografía del suplicio chino llamado Leng Tch’é o Ling-chy o de los cien cortes. Cuando va cerrándose en torno a la amante-víctima el flujo y el reflujo de estas imágenes, que convergen en torno a la identificación erotismo-tortura (las disecciones del doctor Farabeuf y la imagen del supliciado chino como actos eróticos), parece esbozarse la escena final: el doctor Farabeuf avanzando por el pasillo con sus relucientes instrumentos quirúrgicos en alto para iniciar el Leng Tch’é sobre el cuerpo fascinado de la amante, como un supremo acto de amor.

La perversa belleza del Farabeuf de Elizondo puede tener su punto de partida en ese recodo demoniaco de la naturaleza humana donde coinciden erotismo y tortura, vida y muerte, que exploró tan profusamente el marqués de Sade, pero sus preguntas esenciales van más allá de la anécdota. Su pregunta insistente es acerca del sentido, o más bien de los sentidos, que esconden los signos, y de la posibilidad analógica de sustitución: “No, el suplicio es una forma de escritura. Asistes a la dramatización de un ideograma: aquí se representa un signo y la muerte no es sino un conjunto de líneas que tú, en el olvido, trazaste sobre un vidrio empañado”. Y, páginas más adelante, una nueva modificación de la analogía:

 

La disposición de los verdugos (en la foto del Leng Tch’é) es la de un hexágono que se desarrolla en el espacio en torno a un eje que es el supliciado. Es también la representación equívoca de un ideograma chino, un carácter que alguien ha dibujado sobre el vaho de los vidrios de la ventana… Es el número seis y se pronuncia liú. La disposición de los trazos que lo forman recuerdan la actitud del supliciado y también la forma de una estrella de mar, ¿verdad?

 

Una realidad o una experiencia tienen, pues, un signo, y existe una correspondencia que es preciso descubrir entre los signos o entre las metáforas intercambiables de diversas realidades. Es preciso descubrir las realidades que esconde cada jeroglifo, y descubrir, si nos atrevemos, el significado del signo final que compone el laberinto de signos que nos cerca. En un pasaje de trémula belleza, Elizondo lo dice:

 

Somos un signo incomprensible trazado en un vidrio empañado en una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto. Somos seres y cosas invocadas mediante una fórmulade nigromancia. Somos algo que ha sido olvidado. Somos una acumulación de palabras; un hecho consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha. Somos parte de un espectáculo de magia recreativa. Una cuenta errada. Somos la imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se encuentran, en el instante en que se gozan, en el momento en que mueren. Somos un pensamiento secreto…

 

Como se ha explicado, Farabeuf o la crónica de un instante puede ser la descripción de un rito, el planteamiento de un enigma, el proferimiento de una adivinanza, la repetición de una fórmula mágica o tal vez la respuesta a una pregunta desconocida, a una inquisición cifrada. Puede ser todo esto u otras cosas o nada; quizá sólo un juego extraño y maligno de la inteligencia; un ejercicio de variaciones que adelantan y retroceden en el laberinto de una obsesión; la fascinante complicidad del erotismo y la tortura; sangre, voluptuosidad y muerte como decía el olvidado Maurice Barrès, pero es ciertamente una obra, cuya elaboración técnica y cuyos refinamientos se estilo se mantienen voluntariamente opacos, por la que llega a la literatura mexicana un soplo estremecedor, muy antiguo y muy moderno, que nos persuade de que finalmente quedó atrás la edad de la inocencia.

¿Cuáles podrían ser el origen y el sentido de este arte singular? En esa apasionada reflexión en que Nietzsche se pregunta por la psicología de la conciencia y el origen de la “mala conciencia”, encuentro este pasaje, extraordinariamente revelador:

 

Esta secreta autoviolentación, esta crueldad de artista, este placer de darse forma a sí mismo como a una materia dura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella una voluntad, una crítica, una contradicción, un desprecio, un no, este siniestro y horrendamente voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacer sufrir, toda estaactiva “mala conciencia” ha acabado por producir también —ya se lo adivina—, cual auténtico seno materno de acontecimientos ideales e imaginarios, una profusión de belleza y de afirmaciones nuevas y sorprendentes, y quizá ella sea la que por vez primera ha creado la belleza. (F. Nietzsche,La genealogía de la moral, ii, 18).

 

¿No son estos precisamente los rasgos característicos de la nueva sensibilidad del arte moderno, que inicia Baudelaire, y no son estos también los móviles que dan razón del sentido, de la experiencia radical que implica el arte literario de Salvador Elizondo?

Otros de los rasgos peculiares de su personalidad son el obstinado rigor de su vocación literaria y la búsqueda persistente de nuevos caminos de su obra. Uno de sus primeros textos publicados, en la inusitada revista S.Nob que dirigió en 1963, es un notable análisis de la primera página de una de las obras literarias más arduas, Finnegans Wake de Joyce. De sus colecciones de ensayos y artículos posteriores, destaco, como constancia de este rigor y curiosidad crítica, la preciosa indagación de la literatura infantil en “Invocación y evocación de la infancia”, muchos de sus turbadores “Aforismos”, la nietzscheana “Conjetura” acerca del fracaso de la civilización, sus estudios sobre grandes personalidades de la literatura moderna, afines a su temperamento, y en fin, el ensayo titulado “Física y metafísica de la onda”, en el que relaciona con perspicacia fenómenos como los festivales juveniles recientes, que congregaron una multitud de jóvenes atraídos por la música, con las peregrinaciones y vagabundeos de millares de niños en tiempos de la peste en la baja Edad Media.

En sus cuentos y relatos se advierte la preocupación por dominar los problemas del arte narrativo en diferentes tonos. El hipogeo secreto es una variante de flujos y reflujos quizá más sutiles aunque menos fascinantes que los de Farabeuf. En cambio, otros relatos exploran con eficacia nuevas posibilidades: “En la playa”, el tema de la persecución; en “La mariposa”; una preciosa ficción poética, y en “La forma de la mano”, el terror ante lo desconocido. Y tres de sus mejores relatos: “La historia según Pao Cheng”, “El desencarnado” y “Futuro imperfecto” son otras tantas variantes de un nudo temático que obsesiona a Elizondo: el tiempo, la búsqueda de la identidad, el problema de la escritura y la ficción, o del soñados y el soñado, y su angustiosa reversibilidad.

En fin, ya que no ha vuelto a publicar versos, ha realizado excelentes traducciones poéticas sobre todo de Stéphane Mallarmé, de Paul Valéry y del poema de Gerard Manley Hopkins, “El naufragio del Deutschland”, así como de obras en prosa.

 

El discreto discurso de recepción que acabamos de escuchar tiene por título y tema principal el Regreso a casa: “yo que me había embarcado a la ventura, con la vaga esperanza de llegar a la isla desierta, he sido traído… hasta los muelles de esta ilustre asociación”, nos ha dicho Salvador Elizondo. Ésta, en efecto, ha sido la casa que ha acogido a muchas de las sombras cuyo recuerdo y cuya obra evoca: González Martínez y Torri, Pellicer y Torres Bodet, Gorostiza y Novo. La Academia es la casa que ha reunido y reúne a la mayor parte de nuestros creadores literarios, y la casa que, a través de la obra de quienes la integran, escritores y lingüistas, cuida la vitalidad de nuestra lengua y, junto a las demás academias hermanas, se esfuerza por conservar su unidad en los pueblos que compartimos el español.

Esta casa de sombras y de presencias amigas da la bienvenida al recién llegado, cuya obstinada y rigurosa vocación literaria y cuyas obras en la narración y el ensayo le han dado créditos sobrados para compartir nuestras responsabilidades y para traer nuevos aires a las tareas de esta Academia. Como el mismo Elizondo lo sugiere en su discurso, confiamos en que su barca enfilada a la ventura no haya concluido aún el viaje sino que éste apenas se haya iniciado y le depare todavía nuevos puertos y nuevos encuentros afortunados. 

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua