Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 20 de Julio de 2020
Por: Felipe Garrido

Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria

 

Lunes

Visita de la ballena

He aquí que una ballena ha venido a visitarme.
Desde lejanas regiones del mar ha venido a visitarme y me saluda con tres surtidores de niebla,
deteniéndose a la entrada de mi cueva para solicitar audiencia.
Acabo de recibir a la ballena (a quien Dios salude) y habiendo entrado ambos en intimidad inmediatamente,
le hablo de mi juventud en una gruta del alto pico del Aconcagua,
y de la salida del sol detrás de mis orejas,
y, dándole palmadas en su impenetrable piel nos reímos como dos amigos,
la ballena, bus de los mares, y yo que recibo su visita a la entrada de mi cueva,
y charlamos hasta el atardecer, descansando sobre el brillante tapiz de las arenas penetradas de luz.
Ella me cuenta lo que ha visto en las profundidades de los océanos,
los náufragos viviendo en los barcos sumergidos y sus extrañas costumbres,
y lo que sucede en el mar durante la noche.
Después de que la ballena ha hecho uso de la palabra según las leyes de la hospitalidad,
y de las normas que rigen los actos de los visitantes,
yo comienzo a hablarle de las profundidades de mi alma y cuando hago una pausa, a la hora del crepúsculo, no me responde.
Entonces la arrastro y la deposito a la orilla del mar para que éste la recoja,
y al alba, cuando la marea se retira, la despido con mi mano en alto.
La ballena (a quien Dios respete y salude) se aleja rápidamente mar afuera y va a estrellarse contra el disco del sol que acaba de aparecer en el horizonte.
Dando la espalda a este espectáculo regreso a la cueva para besar los escorpiones de mi angustia,
¡Oh monstruo que me habéis recluido en este monte, a fin de proteger al mundo de mi extraña maldad!

Jaime Jaramillo Escobar (1932)
Tres libros.
Fonca, México, 2006

Martes

Tres poetas surrealistas

1967. En ese año iba con Alex al zoológico
de Chapultepec a ver a las divinas bestias.
Y plácidos en ese gran bosque
fumábamos torbellinos de inspiración
entre árboles vertiginosos y centenarios ahuehuetes
y leíamos a los poetas surrealistas.
Entonces aparecía una jaula
y adentro de la jaula un gorila.
Estaba solo y era único porque era un dios.
¿Quién se atrevió a encerrar a un dios, a un huracán,
que no podía vencer los innobles barrotes de acero
que le impedían vagar, salir al bosque, tirarse al día,
mirar la mañana, comer su hierba?
Alex y yo lo sabíamos y llorábamos con él.
Lo visitábamos cada ocho o diez días
para llorar solidariamente e injuriar la amarga vida.
Y fumábamos más marihuana, alucinados,
y locos de furia, admirando ese gran dios
de negro pelaje y de ojos muy tristes,
exhibido como una bestia extraña
en un cuarto hostil, sucio y estrecho,
como un asesino en una prisión.
Y ese soberbio, inmenso, gran gorila,
estaba enjaulado y solo, sin hembra, y lloraba
y mi corazón con él temblaba y también lloraba
y Alex lloraba y hacíamos un trío de llantos sordos
y miradas trémulas sin consuelo
y odiábamos la vida y el mundo nos odiaba.
Y de pronto Alex me miraba: ¿yo era el gorila?
Y yo miraba a Alex: ¿Alex era el gorila?
Estábamos enjaulados por unos bribones
y yo lloraba desconsoladoramente
y Alex me consolaba como a un gorila enjaulado.
La escena semejaba la de un par de malhechores,
de borrachos dementes corriendo por el mundo.
Pero el gorila lo llevábamos en el alma.
Un ser soberbio, tremendo.
Después de muchos años
y de otros crímenes perpetrados por la ralea
de cazadores de seres luminosos,
ignorantes de su condición de dioses,
alguien puede decir que esa historia no fue cierta.
Sí lo fue.
La historia de tres poetas surrealistas
llorando en una jaula.

Mario del Valle (1945)
Los oscuros mapas del amor.
Papeles privados, México, 2013.

Miércoles

Anuncia al sol…

Anuncia al sol
la torre de la campana.
Anuncia a la luna
la torre del tambor.
Y entre sus reinos
toca tierra la noche.
En la noria del cielo
abrevan ángeles hostiles.
La luz abre estrías en las nubes
y sus lienzos almidonados.
Elevo mi pie en esta danza
redobles de hojalata
sobre una cruz de ceniza.
El conejo se gesta
en el estrecho vientre de la luna,
pan en el aire,
ámbar en movimiento
en el pecho que traiciona.
Duermen todos los animales
y en el índigo duermen
los peces de mis ojos.

Elva Macías (1944)
Entre los reinos.
Presentación de William Johnston.
Conaculta, México, 2002.

Jueves

La infinita Sheherezada

En la noche mil y una Sheherezada contó al sultán el cuento de una muchacha llamada Sheherezada
          que durante mil y una noches contaba al sultán un cuento en el que
          una muchacha llamada Sheherezada contaba en mil y una noches un cuento en el que…
          Y así sucesivamente.
          Y, en fin, en la noche mil y una el sultán preguntó:
          –¿Entonces, podría ser que nosotros también sólo seamos los personajes de un cuento?
          Y Sheherezada dijo:
         –Sí.
           Y el sultán volvió a preguntar:
           –¿Luego no somos reales ni tú ni yo ni este palacio?
           Y ella volvió a responder:
           –En efecto, no somos reales ni el palacio ni su inmenso jardín ni esta ciudad ni el desierto que nos rodea.
            Y él parpadeó y dijo:
           –¿No hay nada, pues, que sea de verdad?
            Y respondió ella:
           –Sí: la noche.

José de la Colina (1934-2019)
Portarrelatos.
Ficticia / UNAM, México, 2007.

Viernes

Nunca te arrepentiste…

Nunca te arrepentiste del daño que me hacías. Llegaste a decir que ni mi suicidio habría alterado tu conducta, ni restringido un ápice la experiencia que necesitabas agotar. Aún está vivo en mí el estupor ante semejante crueldad porque: “quien hace el mal ha de arrepentirse, expiar su culpa y pedir perdón”. Pero comprendo ahora que yo misma no pude dejar de comportarme como me comporté. Y que de nada puede prescindir tan fácilmente la verdad como de la misericordia.
       Comprendo que yo fuera para ti el agua turbulenta en que fatalmente se naufraga; y que tú lo fueras para mí. Que echando espumarajos de sal y de terror, maldiciendo y blasfemando, en un irrefutable impulso de instinto de conservación, trepáramos a manotazos a la plataforma de un tercero.
       Y sólo desde allí, a salvo de la verdad, del delirio, del rapto de profundidad, de la anulación recíproca y abismal, del sentido único de la existencia y de la no-existencia, pudiéramos al fin reconocernos.

Tita Valencia (1938)
Minotauromaquia.
Conaculta, Naucalpan, 1999.

Sábado

Una vez yo tuve un sueño…

Una vez yo tuve un sueño
bajo de un limón florido
y en el sueño un manantial
manaba cual sonreído
y del manantial bebía
y en agua yo convertido
agua en el agua sabía
que yo nunca había nacido
que soñé que yo era yo
y soñé que había dormido
y que había tenido un sueño
bajo de un limón florido.


Una copla yo canté…

Una copla yo canté
y al cantarla hallé el sentido
de todo lo que soñé
bajo un manzano florido.
¿Algo acaso descifré
en la copla que me ha herido?
No lo sé ni lo sabré.
Lo que sí es que he comprendido
que era un jilguero sin nido
y en una rama canté
y al cantar hallé el olvido
de aquello que nunca fue.

Ricardo Yáñez (1948)
Artesanales.
Parentalia / Fonca, México, 2013.

Domingo

Alabanza del ser efímero / Refutación de la vida

Escribo estas palabras y descubro
Que alguien borra su trazo.
Nadie sabe
si su nombre es preciso, si sus manos
tocaron una vez la superficie
encendida de amor en la tiniebla.
Es doloroso en este mar de sombras
no poder avanzar,
no saber dónde estamos, qué decimos,
quién ha mirado alguna vez la nave
sumergida en la noche para siempre.
No parece lejano lo que ha sido,
parece insujetable, volandero,
como si cada frase entretejida
desdibujara su fervor antiguo
y volviese en los trágicos segundos
que preceden al alba;
como si cada cuerpo lamentase
su indócil permanencia.


Otra canción de la tierra

Cuando la tierra me llame
para habitar el árbol de la muerte,
hablaré por las húmedas raíces,
te diré que no es cierto que la vida
se apaga para siempre.
Aprenderé las sílabas del humo
y el canto de las hojas,
y no me dormiré sin escucharte,
sin saber que tu voz, en otro espacio,
me nombra y resucita.

Gilberto Prado Galán (1960)
El canto de la ceniza
Calima Ediciones, Palma de Mallorca, 2004


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