Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 10 de Julio de 2023
Por: Felipe Garrido

Lunes

El Mensajero

A Ti

Aquí estoy, en el escabroso suelo de tu ascenso.
A tu paso descalzo oigo el arado de tu Cruz surcando la tierra y sus guijarros.
Siento la cadencia de tu dolida agitación por el peso mortificado del madero que te oprime.
No lo veo, pero sé cómo es tu rostro tras la cortina de tu cabello que cual fúlgido palio pende sobre los eriales de tus mejillas llovidas en lágrimas y cansancio.
Mientras mi sangre palpita en las venas del madero, tus finas manos abrazan tu pasión y la llevan a cuestas contigo, mi Señor.

 

Tu paso

Desnudos los pies, las sandalias detrás y delante, tu paso: muescas etéreas sobre el polvo que van sembrando el sendero.
Ascenso que entume el peso, las pantorrillas y en los muslos, la fortaleza; en el viento tu respiro de jacarandas, brea y tierra seca que va vistiendo tu caricia en el suspiro amargo, que es dulce sonrisa en la rotunda entrega que rebalsa de angustia y de abandono. Alcanza tu paso de carne y sangre el sediento pináculo de su meta.
Erigida en elevación inaudita la Cruz, árbol de la vida con la impronta de tu cuerpo escrita.

 

Tu paso II

En el albo vestido
de tus pies,
Tu paso:
venas azules
sobre las piedras
que van tallando
de martirio
el sendero.
Ascenso.
Peso de siglos
que entume
pantorrillas y muslos,
la fortaleza;
en el aire
el quebranto
ahogado respiro
que es aliento
de jacarandas,
brea y tierra seca...
polvo que corona
del Gólgota
el sentido,
árida caricia
en el lastimado
suspiro
de tu esfuerzo
que rebalsa
angustia,
tristeza,
hueca soledad inaudita ...
mientras la multitud
en jerigonza ininteligible
aúlla
en descarada indolencia
el infame ultraje
de la indiferencia.

Alejandra Atala (1966)
Dos maneras de la luz
Editorial De otro tipo,
México, 2022.

Martes

Lejos de ti

¿Qué haré lejos de ti, prenda del alma,
sin verte, sin oírte, sin hablarte?
En vano ¡ay! intentaré olvidarte,
Aunque sea imposible nuestro amor.
¿Cómo excluir la esencia de las flores?
¿Cómo privar al campo del rocío?
¿Cómo robarle su murmullo al río?
¿Cómo arrancar del alma una pasión?
Al ver que nos separa cruel destino,
mi bien, de que me olvides tengo miedo;
y el corazón me dice: "Ya no puedo,
no puedo mis angustias ocultar."
¿Cómo apagar la luz de las estrellas?
¿Ni quién el viento detener podría?
Así lejos de ti, paloma mía,
nadie podrá mis penas consolar.

Arcadio Zúñiga y Tejeda (1858-1891)

 

La barca de oro

Yo ya me voy al puerto donde se halla
la barca de oro que debe conducirme.
Yo ya me voy. Sólo vengo a despedirme.
Adiós, mujer, adiós para siempre, adios.
No volverán mis ojos a mirarte,
ni tus oídos escucharán mi canto.
Voy a aumentar los mares con mi llanto.
Adiós, mujer, adiós para siempre, adios.

Arcadio Zúñiga y Tejeda (1858-1891)

 

Hay unos ojos

Hay unos ojos que si me miran
hacen que mi alma tiemble de amor.
Son unos ojos tan primorosos
que ojos más bellos no he visto yo.
Ay quién pudiera mirarse en ellos,
ay quién pudiera mirarlos más,
gozando siempre con sus destellos
que ojos más lindos no he visto yo.
Y todos dicen que no te quiero,
que no te adoro con frenesí,
y yo les digo que mienten, mienten,
que hasta la vida daría por ti.

Arcadio Zúñiga y Tejeda (1858-1891)
Dante Medina:
Arcadio Zúñiga y Tejeda,
poeta jalisciense
del siglo XIX.
Antología
UdeG, Guadalajara, 1989.

Míercoles

Otra obra suya recontando
a su amiga un sueño que soño

La mucha tristeza mia
que causo vuestro desseo
ni de noche ni de dia
quando estoy donde nos veo
no oluida mi compañia
Yo los dias no los biuo
velo las noches catiuo
y si alguna noche duermo
sueñome muerto en vn yermo
enla forma que aqui escriuo
Yo soñaua que me yua
desesperado damor
por vna montaña esquiua
donde si no vn ruy señor
no halle otra cosa biua
Y del dolor que leuaua
soñaua que me finaua
yel amor quelo sabia
y que abuscarme venia
yal ruy señor preguntaua

Dime lindo ruy señor
viste por aqui perdido
vn muy leal amador
que de mi viene herido
como soys vos el amor
Si yo soy aquien seguis
y por quien dulces beuis
todos los que bien amays
ya se por quien preguntays
por garci sanchez dezis

Muy poco ha que passo
solo por esta ribera
y como le vi y me vio
yo quise saber quien era
y el luego melo conto
Diziendo yo soy aquel
a quien mas fue amor cruel
que causo el dolor
cami no me mato amor
sino la tristeza del

Yo le dixe si podre
atu mal dar algund medio
dixome no yel por que
es porque aborri el remedio
quando del desespere
Y estas palabras diziendo
y las lagrimas corriendo
se fue con dolores graues
yo con otras muchas aues
fuemos empos del siguiendo

Hasta que muerto cayo
alli entre vnas açequias
y aquellas aues y yo
le cantamos las obsequias
porque damores murio
Y aun no medio fallecido
la tristeza y el oluido
le enterraron de crueles
y enestos verdes laureles
fue su cuerpo conuertido

Dalli nos quedo costumbre
las aues enamoradas
de cantar sobre su cumbre
las tardes las aluoradas
cantares de dulcedumbre
Pues yos otorgo indulgencia
delas penas quel ausencia
os dara amor y tristura
aquien mas su sepoltura
seruira con reuerencia

Vi me alegre vi me vfano
destar con tan dulce gente
vi me con bien soberano
enterrado honradamente
y muerto de vuestra mano
Assi estando en tal concierto
creyendo que era muy cierto
que veya lo que escrivo
recorde y halleme biuo
dela qual causa soy muerto

Garci Sánchez de Badajoz (1480-1526)

Cancionero de Garci Sánchez de Badajoz.
Edición preparada por Julia Castillo
Editora Nacional, Madrid, 1980.

Jueves

Exágonos

AMAR. Toda la vida es llamas.
Sendero de lirios quemados,
amor sin esperanza.
Silencioso y eterno, amor callado
en el mar, junto al cielo. Sola el alma,
vertiginosa y trágica, pasando.

LLEGAD, oh dulces horas,
y tocadle la faz con estas flores
cogidas en la noche. Despertadla
y rodead su lecho. Dad mejores
perfiles a las cosas. Toda el alma,
melodía modulada sobre antiguos colores.

EL BUQUE ha chocado con la Luna.
Nuestros equipajes, de pronto, se iluminaron.
Todos hablábamos en verso
y nos referíamos los hechos más ocultados.
Pero la Luna se fue a pique
a pesar de nuestros esfuerzos románticos.

¿ADONDE va mi corazón
por esta luminosa avenida?
Buenas noches, doña desilusión.
¡Si yo estaba por la provincia
hipotecando puestas de sol
para edificar mi vida!

CUANDO el Trasatlántico pasaba
por el arco verde oro de la aurora,
las sirenas aparecieron coronadas
con las últimas rosas
pidiéndonos sándwiches y champagne.
¿Por qué nunca se acercarán a las costas?

Carlos Pellicer (1899-1977)

 

Pachuca

En las escuelas de Pachuca ¡qué fácil será entender que la tierra es redonda! Pero no cóncava, sino convexa, y que la naranja lo es vista desde adentro, la otra mitad el cielo. Todo el pueblo se ha hundido por el peso del reloj central, que cada cuarto de hora inicia una canción demodada. Esta música, a la larga, llega a pesar más que la torre misma. Se llega de noche y nunca se sabe, desde el balcón del hotel, dónde termina la tierra y comienza el cielo, lo mismo de cargados de luces y de estrellas.
Por el columpio de la calle se mecen, sonámbulos, unos cíclopes truculentos que llevan en la mano, para mayor comodidad, su ojo único, luminoso y redondo. En la noche, sólo ellos y los gatos, pues los hombres vulgares no se aventuran ni cien pasos por las veredas falaces; ellos sí, que al salir ya se saben a salvo, con el paracaídas de luz en la mano, y son ellos por eso los únicos clientes de las tabernas nocturnas.
Para los demás habitantes se han hecho las farmacias y las dulcerías --allí tan numerosas. Se ha previsto el exceso de susto y derrame de bilis: de noche, el temor a caer en una mina profunda; con la aurora: ¡El sol!, se dicen los habitantes: que no lo vean los mineros, pues abrirían un pozo en el cielo. Y se ponen, unánimes, a soplar contra el Oriente el humo de las chimeneas, para velar un poco el oro celeste. Muchas veces han estado a punto de ser sorprendidos en esa actitud de vientos de la antigua cartografía, en una larga fila temblorosa.
Después ya no pueden disimular su azoro en todo el día, y en la primera parte de la mañana se equivocan invariablemente al comprar o al vender, al administrar justicia, al hacer el amor. El reloj también se equivoca. Tiene que corregir, cada quince minutos, recomenzándola al infinito, el principio de su cancioncilla.
El cielo, en otras partes más que un océano, allí es sólo un pequeño lago invertido. Las casas, sedientas, escalan los cerros arrastrándose hacia él. Por él vagan, tortugas aladas, hilera interminable de hormigas celestes, las carretillas del funicular.
Y los cíclopes siguen siendo, ya de día, un poco de noche rezagada.
Mujeres rubias, producto taumatúrgico del oro --que están allí por el oro que llegaron a buscar sus maridos o sus padres-- miran nostálgicas la única brecha al Norte, y se tiran a los tranvías de cola de pavo como una paletada de mineral a la vagoneta de la mina.
Los literatos locales sollozan; --¡Ay, cómo ahoga este ambiente, ay!-- y esos señores de bigote que abundan en las provincias hacen de la plaza municipal la vitrina de un expendio de postizos. Enfrente está la loba del bar. Son demasiados gemelos. El mozo se viste apresurado su traje más desastroso; aumenta artificialmente su mugre; se ata al cuello una chalina casi romántica; hace versos, cocteles y chistes, malos, fulminantes y desagradables, respectivamente. Habla de medicina.
La medicina es la epidemia verdadera. Todos se contagian. Todos hablan, a las doce del día, de medicina, porque algún viajero macilento no llega a buscar oro, sino salud, a un pueblo vecino. Se le admira abiertamente. ¿Tanto oro tiene, o tan poca salud, que ha venido a eso tan sólo? Llegan estudiantes, mineros, empleados. A los dos minutos están hablando ya de medicina.
--Yo, dice un pobre, una vez tuve un resfriado.
Lo interrumpen miradas frías de desprecio; parece indigna del minuto, esa casi enfermedad insignificante. Y el pobre calla, lamentando la ausencia en su historia de una de nombre y terapéutica complicados.

A todo esto el cielo es espeso. La tierra se fuma una chimenea más. Olvidaba el júbilo de las muchachas con gorras de colegiala. Olvidaba a los aguadores, balanzas ambulantes de fiel un poco encorvado por la inútil tarea de tasar en agua el peso del agua, demostración patética de que la vida es dura, que amarga y pesa.
No hay ninguna ciudad más agraria. Si yo conociera un paisaje más austero, más aún del cubismo, me habría ido allá a pensar mi novela. Vislumbro que el terror, un terror ancestral, natural, ya fisiológico, es el complejo sumergido decisivo en sus habitantes.
Los cíclopes son los culpables. Son unos hombres fuertes, alegres y violentos. Vienen del Real. Bajan del monte a beberse los licores de los de Pachuca, y cargan de paso con sus mujeres. Aunque no se recuerda un rapto de las sabinas violento, con violencia histórica, es indudable que se consuma todos los días, de una manera legal e hipócrita, bien adaptado a la época y al ambiente.
Si los de Pachuca no han desaparecido, la explicación es fácil: ya tenía un amigo con tal aspecto de víctima, que era de tal manera el arquetipo de la víctima, que todos los que nos acercábamos a él dudábamos un instante si alguna vez lo habríamos ofendido; nos parecía seguro que alguna ocasión lo habríamos hecho, y, por escrúpulos, nos acercábamos a él ofreciéndole nuestra mejor sonrisa como un presente de desagravio; así, en realidad, no fue nunca víctima de nadie. Todos los del Real tienen en Pachuca un amigo así.
Pero ahora caigo en la pedantería de esta página que acabo de escribir. En realidad, no me interesa el unanimismo como actividad mía. Lo único que deseo es dibujar el muñeco Ernesto y a dos muchachas lo mismo de falsas que él, y confieso trampa el haberme detenido en este fondo algo barroco pero que me era indispensable para justificar algunas cosas. Lo patético sería –ved que sí lo comprendo-- el choque de la curiosidad de las dos muchachas, azuzada por los ojos borrascosos de Ernesto, con el miedo atmosférico de Pachuca. Pero tampoco es eso lo que quiero. Estoy a punto de reconocer que todo lo escrito hasta aquí puede ser pasado por alto.

(De “Novela en forma de nube”, próximo suplemento de esta Revista.)

Gilberto Owen (1904-1952)

 

Silencios

Mi silencio y tu silencio
se deslíen en el aire mortal.
Ni una estrella anuncia tu llegada
ni indica mi partida:
somos dos puntos que nunca
se encontrarán;
como los polos opuestos de una esfera sin eje.
Tu silencio es eco de mi silencio,
solamente nuestras lágrimas se unirán
para hacerle un collar a la luna desmayada sobre el mar.
Sobre la antena alerta
las nubes lloran azul neblina.
El barco va en silencio rompiendo el agua entera
en donde las medusas asustadas
palpitan en el cristal de sus raíces.
No le digas a nadie el secreto.
El secreto tuyo, el secreto mío:
amor y odio es el mismo
disfrazado unas veces de azul,
otras veces de azul
y otras veces de silencio.

Roberto Montenegro (1881-1968)

Nota: como su nombre lo indica, este poema es del pintor Montenegro.

Los tres textos de esta entrega aparecieron originalmente en el número 2 de la revista ULISES, junio de 1927, en la ciudad de México. Editores: Salvador Novo y Xavier Villaurrutia.

Ulises (1927-1928) Escala (1930)
Revistas Literarias Mexicanas
Modernas
FCE, México, 1981.

Viernes

Lira pentáfona

Trenos

I
Una larga cadena de gritos en el viento,
alud de toda voz surgida de las cosas
sacudiendo el vestido de vidrios del silencio,
y en medio del tumulto, mi soledad me ampara,
ánfora en que reposa mi voz desamparada.
Luces quiebran las sombras, ¿dónde está mi tiniebla
que es para mi tristeza como una muelle almohada?
Ciérrense las compuertas de la conciencia
--claro río doloroso que de doler no acaba—
y las aguas más turbias sumerjan en su verde
los recuerdos más hondos --peces en desbandada--.

II
Como los aguijones de la flama
que desfloran el himen
de los aires al vuelo;
que derrochan su filo sin otro fin.
sin dar calor a nada,
sin dar sustento,
así mi amor se prende:
combustible incendiado
sin fin, ni objeto.

III
Oro y perlas. En medio del desierto,
como el árabe aquel de la leyenda,
perlas y oro.
Nada más que un tesoro
para cruzar la sed de la jornada
¡pobre dispensadora de ternuras!
Sólo el páramo --piel de nuestra tierra—
para volcar la alforja
eternamente henchida.

IV
Nuestras dos soledades que se buscan:
dos agujas prendidas en la tela
del cuerpo --uniforme
habitado apenas cada día--
se rozan (tal vez sea
una historia solamente del tacto)
y las puntas se ahondan
cada una en sí misma.
Nuestras dos soledades que se buscan:
dos angustias perdidas.

V
Secas están las bóvedas del Ilanto,
áridos los caminos de la pena.
A fucrza de morir con cada hermano
se cansó mi dolor.
Mi entraña abierta
los buitres picotean.
Y mi dolor está dormido. A veces
mis oscuras raíces se conmueven
con la humedad de lágrimas ajenas,
y mi dolor en sucños se estremece
como reptil secándose en la arena.

Susana Francis (1932)
Desde la cárcel de mi piel.
FCE, México, 1967.

Sábado

El problema de Molyneux

Es un hecho perfectamente demostrable geométricamente que la condición humana es transitoria. Un día nacemos y otro morimos. Sabemos algo de lo que antecede y nada de lo que sigue. Esta ignorancia, con ser trágica, no es menos terrible que la que tenemos acerca del minúsculo islote desierto de lo desconocido rodeado del océano incógnito, que habitamos.
No dudo que en algún día de su vida, que transcurrió entre 1656 y 1698, el físico y filósofo dublinés William Molyneux se haya hecho alguna reflexión acerca de la ignorancia que tenemos de la naturaleza y características de ese islote. No lo dudo porque seguramente de esas reflexiones fue producto una de las más arduas polémicas que conoce el pensar filosófico.
Molyneux se casó en 1678 con una joven a quien amaba y a la que tuvo el dolor de ver quedarse ciega antes de su muerte en 1683. Este hecho doloroso seguramente contribuyó a que el filósofo rumiara cuidadosamente un problema a cuya resolución se dedicaran esforzadamente algunas de las mentes más brillantes de su tiempo, las de muchos filósofos que se contaban entre los amigos y corresponsales de Molyneux.
El problema --conocido desde entonces para la historia de la filosofía como "el problema de Molyneux"-- exigía una respuesta o solución que explicara la operación por la que la experiencia de los sentidos se convierte en conocimiento de la realidad o del mundo exterior por asimilación o asociación de los datos que aportan los sentidos acerca de la naturaleza de las cosas del mundo que por ellos se perciben.
El planteamiento del problema se encuentra originalmente contenido en una carta de Molyneux a John Locke, autor del Ensayo acerca del entendimiento humano, publicado en 1690: "Supongamos --dice Molyneux en su carta-- un hombre nacido ciego y llegado a la edad adulta, que por el tacto ha aprendido a distinguir entre un cubo y una esfera hechos del mismo metal. Supongamos luego que el cubo y la esfera se colocan sobre una mesa y que al ciego se le da la vista; la pregunta entonces es la siguiente: ¿podría este hombre únicamente por la vista, antes de tocar los objetos, distinguir cuál es la esfera y cuál es el cubo?... El agudo y juicioso demandante contesta que no, pues aunque ha obtenido la experiencia de cómo la esfera y el cubo afectan su tacto, no así por lo que respecta a la vista recién adquirida…
Locke comenta la proposición de Molyneux como sigue: “Estoy de acuerdo con este inteligente caballero, que me precio de llamar mi amigo, en su respuesta a su problema y soy de la opinión de que el ciego no sería capaz, al principio, de decir con toda seguridad cuál es la estera y cuál es el cubo…”
George Berkeley, "el buen Obispo de Cloyne", formulador de la doctrina del idealismo subjetivo que preconiza la identidad del mundo y la idea, opina a su vez, que la identificación del cubo y de la esfera por medio de la vista recién adquirida es imposible sin la experiencia previa, es decir empírica, de estas formas visibles.
Treinta años después de la muerte de Molyneux el médico Cheseldon describió el caso de un muchacho de trece años, ciego de nacimiento, al que le había sido dada la vista por intervención quirúrgica. Este acontecimiento prolongó las especulaciones acerca del problema de Molyneux hasta bien entrado el siglo XIX. Condillac, Leibnitz y hasta Goethe se ocuparon de él.
En su obra ya clásica Eye and Brain, el doctor R. L. Gregory (de Cambridge) consigna que desde el año 1020 se han registrado unos sesenta casos de adquisición de la vista en ciegos de nacimiento. Casi todos los que han sido estudiados confirman las previsiones de los filósofos empiricistas y señalan que la experiencia es uno de los requisitos esenciales del funcionamiento de los sentidos. Hay que aprender a usarlos y ese aprendizaje es cada vez más difícil según la edad. En cierto momento --especialmente entre los ciegos de nacimiento que adquieren la vista en la edad adulta-- esta adquisición de un "nuevo sentido" se torna dolorosísima, al grado que casi todos estos sujetos se vuelven locos o se matan, según el propio doctor Gregory.
No me detendría tanto tiempo en estas cuestiones si el famoso problema de Molyneux sólo fuera el pretexto para ilustrarlo con curiosidades médicas y filosóficas. De hecho hoy en día tal vez uno que otro profesor de filosofía recuerde su nombre y, cuando mucho, en el contexto de las aporías, pero si en realidad no es sino el replanteamiento, en lenguaje empiricista, de la primera cuestión de la filosofía, no tiene uno por qué no detenerse, aunque sea de vez en cuando, a hacerse ciertas preguntas fundamentales, como la que se hizo Molyneux. En su respuesta está el secreto del conocimiento y de la naturaleza del mundo.

Salvador Elizondo (1932-2006)
Contextos
SepSetentas 79
SEP, México, 1973.

Domingo

Crónica

Musa errante y libre,
musa de mis cinco sentidos princesa y esclava,
armoniosamente risueños, tus coros
entona y levanta; que tu acento vibre
en los rojos triunfos de la fiesta brava,
la fiesta de toros.

1
Resuena el clarín,
redobla el tambor,
y entre un gran clamor
nmenso, sin fin,
avanza en cortejo, con rítmico paso triunfal, la cuadrilla.
Tras los alguaciles marchan los infantes por el redondel.
El oro fulgura, resplandece y brilla,
en los alamares de la chaquetilla,
sobre los bordados de la taleguilla,
en el traje todo de sedas lucientes que viste el tropel.
y cual dardo de oro que los aires cruza
aún suena el agudo clangor del clarín.
La tarde, como una andaluza,
lleva en los cabellos rosas de carmín.

2
Cubre el sol de púrpuras quemantes
la arena, las gradas, las claras lumbreras;
enciende en las roncas gargantas resecas las risas,
los gritos, las bromas
de las muchedumbres compactas y fieras,
el loco entusiasmo latino de las viejas Romas.
Revienta en las almas deseos, cual rosas de pétalos rojos
que riega la linfa sensual y feroz de la raza.
Mil fiebres están en los ojos
buscando la traza
de antiguos empeños, de hazañas de gesta.
y un trueno retumba en la plaza,
señal de la olímpica fiesta.

3
Rebota en la arena, ligero,
un fiero astifino,
listón, capuchino
y a más botinero,
luciente por fino.
Muestra altivamente su testuz revuelto,
su grupa leonina, su perfil esbelto.
Mientras su arrogancia suspende a la tropa
de los lidiadores,
magnífico el toro ruge y se contrae,
y allá una morena con hondos ardores
sueña en Pasifae,
y una rubia sigue por mares fenicios el rapto de Europa.

4
Recogen las crónicas,
glorias, maravillas,
navarras, recortes, verónicas
y los peregrinos cambios de rodillas
del flamante Califa leonés;
el hijo
de este propio suelo,
que a las elegancias del gran Lagartijo
aduna los modos sobrios de Frascuelo
el de quietos pies.
(Esto no pensaron de Aquiles los sabios Homeros
cuando en las Ilíadas elogian al héroe de los pies ligeros.

5
Contra el caballero del bravo torneo
arremete el toro trágico y puntal,
y se yergue luego llevando el trofeo
de un cuartago mísero en la cornamenta mortal y sangrienta,
sangrienta y mortal.
El niño despliega la capa,
afronta a la fiera, la engaña, la corre, la empapa
en vuelos que fingen vistoso abanico;
y con regio porte,
la gracia del chico
remata la suerte marcando un recorte
castigo y quebranto de toros.
Y el cálido aplauso derrite
sus oros sonoros
que incensan la gloria del quite.
(Los ojos de Ojitos son de alcances largos,
y maravillosos cual los ojos de Argos.)

6
La tarde risueña, dorada, lujosa cual reina andaluza
que baja de un bello albaicín.
insensatos goces y sueños carnales despierta y aguza
con la risa loca que entreabre sus labios llenos de carmín.
Y mira el torneo.
Con las banderillas, cual tallos de rosas,
avanza el artista bordando figuras airosas.
Resaltan los golpes de luz en su traje,
diseña, gentil, un paseo,
y cambiando el viaje
en la misma cara del toro consuma el cuarteo.
Vinos dionisíacos
alegran las almas
y ruedan con palmas, tabacos,
tabacos y palmas.
Los címbalos cantan la gloria del diestro,
que un Olimpo surge por él redivivo.
(Emerson completa su libro maestro
registrando al último Representativo.)

7
Viene el más supremo de los ejercicios
donde el arte justo del leonés se ensancha;
el arte supremo de los Desperdicios,
de los Chiclaneros, de los Cara-Ancha,
y de aquel gran Montes
que sobre ideales Giraldas triunfante se empina,
Y, sol de la fiesta taurina,
descubre horizontes
que aun hoy ilumina.
El sin par Califa lleva en la substancia de su sangre criolla
finuras de esteta
que hubieran tentado la fuerte paleta
de Goya.
El sin par Califa
va por la alcatifa
que un himno sonoro
extiende a sus plantas de príncipe moro
vestido de oro.
Suspiran, suspiran las bellas,
y suerte que brinda, merece fijar las estrellas
que tuvo en sus ojos de llama la Cava Florinda.
La loca fortuna le sirve de esclava sumisa,
la gloria le da su embriaguez,
y la fama exclama con una sonrisa:
"fuera un majo digno de alegrar los ocios de la reina Luisa
en las cortesanas, en las áureas fiestas reales de Aranjuez.

8
Después de la fiesta,
cansada como una odalisca,
la tarde, en sus palcos aún resta
con enervamientos de esclava morisca.
Mas luego recoge sus briales
de reina andaluza: sus labios sensuales,
sus mejillas pálidas de seda rosada
perdieron su antiguo arrebol.
Quién sabe a qué Alhambras divinas se va enamorada
de un principe bello, y audaz, y valiente,
tras la lumbrarada del sol.

Con los ojos abiertos (1912)

Rafael López (1873-1943)
La Venus de la Alameda
SepSetentas 77
SEP, México, 1973.


Comparte esta noticia

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua