"Fidelidad al idioma" de José Vasconcelos

Miércoles, 27 de Febrero de 2019

José Vasconcelos (1882-1959) abogado, político, escritor, educador, funcionario público y filósofo también conocido como El Maestro de América, ingresó a la Academia el 12 de junio de 1953 con el discurso "Fidelidad al idioma", donde reflexiona sobre la condición geopolítica y cultural del español. Reproducimos este discurso a 137 años del natalicio de Vasconcelos.

Fidelidad al idioma

Obligado por el honor distinguidísimo que me dispensasteis al elegirme Socio Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, Correspondiente de la Española, vengo a presentar ante vuestra ilustrada consideración las reflexiones que me sugiere la tarea del académico, dentro del cuadro general de las actividades cultas contemporáneas. Mucho se ha escrito acerca de la utilidad y también de la ociosidad y los inconvenientes de las Academias del idioma. Nadie sin embargo osará negar la importancia de la función que “limpia, fija y da esplendor” a una lengua, según lo pregona el antiguo lema de nuestra institución castellana, lema noble y hermoso, por más que lo sepamos fatigado por uso y abuso. Sin la presunción de ahondar en el problema de la eficacia de las academias, nos limitaremos a observar que poseen su academia legisladora y normativa los idiomas que corresponden a culturas antiguas y completas, por ejemplo, la francesa y la española. No cuentan, en cambio, con Academia aquellos pueblos cuyo lenguaje, aunque difundido, hállase aún en estado de formación y crecimiento, por ejemplo el inglés. De circunstancia tal derivan consideraciones dignas de atención para el juicio que en definitiva nos merezca el Cuerpo Regulador del decir. Se estanca indudablemente un idioma, cuando se apega al rigorismo académico, pero al mismo tiempo gana en precisión y por lo tanto en aptitud para expresar el desarrollo de la mente y la pluralidad de la experiencia. En literatura, el rigorismo académico acaso priva al estilo de espontaneidad y lo hace tímido para asimilar voces y giros extranjeros, transformándolos y adaptándolos. La soltura y la abundancia del inglés actual probablemente rompería los moldes de la más liberal Academia. Sin embargo, no sería extraño que más tarde tenga que recurrir el habla inglesa, hecha a todos los vientos de mar y tierra, al refugio protegido de una Academia que la defienda de los peligros de la divulgación ilimitada y la consecuente corrupción, a través de los injertos étnicos y coloniales. A la fecha, todavía predomina, en la lengua de nuestros vecinos, la apetencia absorcionista igual que en su política. Y ¿quién puede negar que es envidiable la destreza con que el inglés engloba en su léxico voces de toda procedencia, o convierte a la acción del verbo toda clase de sustantivos y en su sintaxis opera con juvenil elasticidad? Comparadas con la riqueza y agilidad del inglés ciertas lenguas, aunque cultas, dan la impresión de parálisis irremediable.

Lenguas imperiales como el inglés y el español, que han repartido su verbo entre las gentes de todo el planeta, en recompensa han visto su caudal acrecentado con accesiones a veces preciosas; pero también con voces turbias, que es preciso depurar. El diccionario es ya un comienzo de la función que define y consagra vocablos; mas la tarea purificadora formal comenzó para nosotros al fundarse la Academia Española en el reinado de Felipe V. Resguardar la propiedad del idioma y su unidad, sin mengua de una proliferación complicada con el mestizaje y el trasplante: tal fue el propósito inicial de los fundadores de nuestra Institución venerable. Y nosotros, hispanoparlantes de América, compartimos el compromiso de patriotismo espiritual que obliga a colaborar en la defensa, enriquecimiento y lustre del común tesoro de un Verbo, que a ninguno cede, ni en eficacia mental, ni en hermosura y elegancia.

Para cumplir lealmente tan glorioso encargo, tres normas, me parece, han de fijar en lo esencial nuestro empeño, a saber: fidelidad a los orígenes; fidelidad a la idea; fidelidad a la Belleza.

I

Por fidelidad a los orígenes entiendo la preferencia decidida que debe darse a la voz castiza sobre la voz vernácula. Riesgo implícito en la ventaja de la propagación de una lengua es el turbión que en su cauce arroja el habla de los pueblos asimilados. Para retener y clarificar el aporte, el recurso sensato parece ser la adopción franca de aquellos nombres que representan objetos desconocidos en la lengua de origen. De lo contrario, la legitimación de una palabra que tiene equivalente en la lengua matriz, no enriquece a ésta, la recarga y entorpece. Lejos de ser el fin del idioma inventar dos o más vocablos para designar una misma cosa, sucede más bien al revés, que el número infinito de las cosas reclama de la lengua una multitud de bautizos singulares y definitivos. Ni siquiera en belleza gana el léxico porque adopte un nombre extraño para algo que ya tiene nombre en el idioma invasor, pues vemos que si por ejemplo, en música la repetición es un ejercicio estético en el caso de las variaciones, ellas suponen una excepción y que sea demás el genio quien las use. En todo caso, la fidelidad a la expresión castiza garantiza la inteligencia de la lengua en todas las regiones que la practican. Y por otra parte no es el bárbaro, recién incorporado a una cultura, quien se halla en condiciones de innovar; apenas le alcanza el tesón para el aprendizaje. Aun el portador de la lengua, al emigrar, al colonizar, mírase obligado a dedicar lo mejor de su esfuerzo a la exigencia de adaptarse al medio nuevo, y en materia de lenguaje, su necesidad primera es mantener intacto el tesoro verbal importado; tesoro espiritual que se gasta con el olvido, el desuso y la ausencia. Conviene por lo tanto que las accesiones del idioma no pasen el límite de lo indispensable y que se consumen dentro de las exigencias estéticas de cierta afinidad que asegura la elegancia de la asimilación. En resumen, al trasplantado apenas le alcanza la ciencia para fijar y denominar las cosas y las impresiones realmente originales de su nueva experiencia. Siglos han de pasar, siglos de difusión y consolidación de una cultura conquistadora, antes de que sea factible reconocer las variantes legítimas ocasionadas por el crecimiento, tal y como el árbol, al trasplantarse, primero fortalece sus raíces en la tierra nueva y sólo años después rinde frutos levemente modificados. Y tiene mucho de arborescencia degenerativa y propagación sin poda, todo ese vocabulario de aztequismos o argentinismos, novedades quechuas o guaraníes, que han llegado a ser para nuestra lengua un lastre más bien que una reserva utilizable o un incremento válido de caudal. La legitimidad de cada uno de estos americanismos, y por qué no, también africanismos y voces asiáticas, dependerá de que por excepción sirvan para designar objetos positivamente autóctonos, es decir, desconocidos para el mundo europeo. Bien que el ombú o el ahuehuete, árboles singulares de América, sean designados con sus nombres indígenas acabados de señalar; pero son inexcusables los casos del uso que deja perder el nombre castizo en favor de la variante regional, como cuando decimos sarape, a la mexicana, en vez de frazada o manta, la voz castellana generalizada, o cuando el argentino dice pollera por falda. La multiplicación de semejantes regionalismos tiende a aislarnos e incomunicarnos del resto de la familia de habla española y nos lleva por la pendiente del dialecto. Preferible a tales adopciones innecesarias es el neologismo culto, anglicismo o galicismo que, derivados de lenguas también cultas, nos dan a menudo voces de que carecemos y son indispensables para el vivir espiritual contemporáneo. Condenamos, por lo tanto, la excesiva condescendencia con que se catalogan voces nacionales, argentinismos, mexicanismos, chilenismos, etc., etc., según lo prueba el Diccionario, en donde dichos vocablos representan no un caudal sino un azolve que estorba el fluir mental y que tarde o temprano será menester dragar y sanear. Desconocidas del Diccionario, abandonadas al uso local, estas voces llegarían a perderse en unas cuantas generaciones. Por desgracia se suele ver con tolerancia su perpetuación. Ufanábase cierto académico diplomático hispanoamericano de que la Academia Española le hubiese aceptado para su inserción en el Diccionario, varios miles de argentinismos.

Imagínese lo que harían de la lengua veintitantos patriotismos, así de eficaces, empeñados en listar la variante filipina o mexicana de la palabra “gorra”, y así sucesivamente, obstinados en la consagración de todo género de barbarismos, vulgarismos y solecismos. Por su parte, la Academia de Madrid, en los largos siglos de la decadencia general hispánica, estuvo entregada a la tarea minuciosa de darnos un Diccionario en el cual halla el curioso tres o más nombres para cada uno de los objetos de uso vulgar, por ejemplo, los utensilios domésticos; y en cambio, padecemos todavía escasez de voces modernas científicas que en otros idiomas, y aun en el nuestro, forman parte del léxico civilizado común. Vivimos, según es sabido, una era de desarrollo de la técnica y de difusión general de conocimientos de todo género. Las exigencias del léxico corren paralelas al pensar de una época, y esto, tan elemental, apenas fue tomado en cuenta durante largos años. Ahora, por fortuna, se advierte adelanto en este sentido, en las ediciones del Diccionario. Cierto acervo de voces científicas, geográficas, industriales, históricas, filosóficas, etc., etc., constituye hoy en día un valor verbal de uso internacionalmente generalizado, del que no puede prescindir un idioma civilizado.

II

Por fidelidad a la idea entiendo el deber que tienen lenguaje y gramática de mantenerse al tanto del desarrollo conceptual filosófico así como del saber experimental que suele influir en las modalidades del concepto, pues sólo de esta suerte podrá lograrse un equilibrio flexible entre la concepción filosófica vigente y la gramática en uso; entre la idea, unidad elemental primaria de los lógicos, y el nombre, elemento primordial del gramático.

Privada de tal correspondencia, la gramática queda abandonada a las veleidades del uso indocto, o peor aún, encerrada en las rutinas de un arcaísmo que en todos los demás órdenes se verá superado. El uso simplemente popular pudo dar normas en épocas iletradas, no así en nuestro tiempo de difusión de la ciencia y la escritura. Actualmente, sobre la autoridad del vulgo como creador de modos verbales, se impone el estilo impreso, forma expresiva más difundida a la fecha que el simple decir corriente, y más precisa. También en la definición de los nombres conviene observar que ya no es tanto el uso quien rige, cuanto el conocimiento científico de cosas y conceptos que el nombre señala. Así, por ejemplo, para la definición de los cuerpos físicos ya no basta la percepción vulgar, y se impone el reconocimiento de la fórmula química que los singulariza. En general, para las definiciones, precisa tener en cuenta, si se trata de conceptos, el contenido ideológico del nombre, según la filosofía a que corresponda el concepto. En rigor, nunca ha podido prescindir el gramático, para la clasificación de los nombres, de las categorías lógicas que sitúan todo lo pensado en los cuadros indispensables a la claridad del juicio. Máxima extensión y mínimo contenido, sustancia, cantidad y calidad, esencia y accidente, género y especie, voz abstracta y término concreto y relaciones con los objetos; en suma, cosas esenciales y propiedades de las cosas y sus relaciones, todo por debajo de la categoría suprema del ser en sí, del ser Absoluto; he ahí el cuadro inseparable de una clasificación gramatical que quiera conservar el sentido a las palabras y no se conforme con ser una colección de definiciones.

Pero en nuestra edad de la cultura, resulta más necesario aún el contacto del gramático con el metafísico; y no debemos temerlo aun cuando de él se derivase determinada austeridad, sequedad de la expresión. Con particularidad requiere disciplina semejante una lengua como la nuestra, que tanto se ha prodigado en el verbalismo retórico y en la anarquía de lo popular, multiplicado en más de veinte naciones. Y no es de considerarse el riesgo de que un alejamiento de lo popular prive a la lengua de la inventiva y espontaneidad que se supone son un don del vulgo, pues hoy se sabe que si bien ciertos hallazgos verbales suelen ser anónimos, rara vez son indoctos. Casi siempre el autor de determinadas expresiones felices resulta ser una mentalidad singular, que las circunstancias ahogan entre la masa, privándolo del reconocimiento de la fama, pero no de su ingenio inventor. Además en la época presente, las facultades de la inventiva verbal se ejercitan en el lenguaje escrito, con igual desahogo y más fecundidad que en la charla, o bien pasan en seguida de la charla, al lenguaje escrito. De todas maneras, un léxico fortalecido con los datos del proceso general de la cultura otorgará preferencia a los vocablos de índole más comprensiva y generalizada; desistiendo de los que son de índole local y limitada; adoptando principalmente aquellos que, por hallarse en uso en otros idiomas cultos, cooperan en la creación de un léxico internacional de voces y expresiones esenciales. El crecimiento de la lengua se operará entonces hacia la universalidad de un proceso lingüístico mundial, en vez de perderse en los arroyos y arroyuelos del nacionalismo y el localismo.

Igual que la lógica, la ciencia es una para toda la humanidad, en tanto que la gramática es múltiple, casi en el mismo grado que lo son los idiomas. En consecuencia, conviene que cada gramática se acerque en lo posible a la disciplina generalizada que se aprende en la lógica y a las normas generales que nos da el uso de la humanidad en la gramática comparada.

La cuestión es más honda que la simple catalogación de voces y afecta al problema de la construcción apropiada del concepto. Veamos un ejemplo: se estudia en la gramática la índole del verbo. Según la mayoría de los gramáticos, es el verbo la parte esencial de la frase. Sin embargo, autoridad tan señalada como Bello trátalo como un simple atributo del sustantivo. Desde luego cabe observar que el adjetivo, atributo también, distínguese fundamentalmente del verbo porque señala las modalidades estáticas del sustantivo. Deja inerte el adjetivo al sustantivo, salvo que venga incluido en la frase de uno de esos estilos que saben poner vida en el interior de las cosas mismas. En todo caso, es evidente que son de mayor importancia que las adjetivaciones fijas, aquellas variantes que revelan la situación del sujeto y aun de la cosa en el campo de lo inestable, o sea en el dinámico fluir de toda existencia. Antes de definir al verbo de la gramática, será preciso tomar en cuenta, entonces, lo que en filosofía se ha entendido por verbo: ya el logos griego, dialéctica del discurso sujeto a las leyes de la Lógica; ya el Verbo de la Escritura, hipóstasis de la Divinidad, e instrumento suyo para la creación del mundo; ya por último, el Verbo del Evangelio, principio increado del cual emergen la creación y su redención en la persona divina del Salvador.

El verbo de los gramáticos es algo mucho más modesto, desde luego, pero no podrá explicarse su función dentro del lenguaje, si no se precisa antes el valor de la palabra verbo en la filosofía, que sirva de base a tal o cual gramática. Tanta importancia adquiere el concepto filosófico del verbo, que podría hablarse de teorías gramaticales sustantivas porque asignan valor fundamental al sustantivo; gramáticas de la estabilidad en lo particular, como la de Bello, y gramáticas que reconocen en el verbo la parte esencial del idioma. A este segundo género, mucho más acertado, pertenecen doctrinas gramaticales como la de Salvador Padilla, que en su Gramática Histórico-Crítica nos dice que “el verbo es la expresión del estado de los seres, la parte más importante de la oración, la palabra que expresa el estado o las operaciones de los seres con relación a las condiciones variables del tiempo”: Y luego, en nota explicativa, el mismo autor enseña: “Lo que en puridad resulta es que todos los seres realizan operaciones y para eso existen, haciendo de aquí la necesidad de palabras que expresen los seres sustantivos y de otras que expresen sus operaciones, verbos subordinados a las condiciones mutables del espacio y del tiempo…” Y un poco más adelante: “Ninguna definición del verbo será buena si en una u otra forma no acoge la connotación del tiempo variable, según la antigua doctrina de Aristóteles”. Admirable es en efecto la penetración de Aristóteles al reconocer, en el lenguaje, la supremacía del proceso sobre el hecho que, para todo lo creado, es provisorio; no hay materia en abstracto, nada existe que no esté integrado o tienda a estarlo; no sólo la forma aristotélica, también la estructura descubierta por los modernos es esencial al ser así como a la cosa. No hay existir sin coordinación y ésta supone la tendencia hacia una determinada finalidad; la materia misma abandonada a sí propia tiende a la contrafinalidad del caos. Y aunque podría sostenerse que el sustantivo representa al ser y que éste es más importante que sus operaciones, dado que la esencia contiene más que sus estados, lo cierto es que al ser particular sólo lo conocemos en estado de transición y en consecuencia en él únicamente importa la meta a que se dirige, no los momentos particulares de su progresión.

De cualquiera manera, resulta que una doctrina gramatical cualquiera sólo puede ser juzgada refiriéndola a un principio metafísico. En la Metafísica encontramos dos direcciones generales: la que contempla las cosas y los seres esencialmente estáticos aunque se muevan en el seno de un Universo que es un todo concluido y que funciona mecánicamente; y la tesis emparentada con Heráclito, que la ciencia moderna parece confirmar, que ve en el Universo un proceso contingente e inconcluso y en tránsito. La posición acabada, inmutable y perfecta, propia del ser verdadero, en buena metafísica contemporánea, igual en esto que en la antigua, es sólo postulable respecto del ser Absoluto. Todo lo que no es Él hállase entregado al acaecer, precisamente porque las cosas mismas, pero especialmente las almas, experimentan un ansia de redención, un afán de retorno a la fuente que es origen y también plenitud. De esta general palingenesia se deduce la importancia decisiva de los procesos sobre los instantes relativamente fijos y este fluir genérico de lo individual se manifiesta mejor en los verbos de que dispone el idioma; más acomodados a la verdadera realidad que todos los sustantivos con su engañosa determinación. Un lenguaje en que tuviera más importancia el sustantivo, se adaptaría a un concepto cósmico parecido al de Leibniz y sus mónadas inmutables; pero tal reducción del ser a un infinito de unidades menores, aparte de que da una visión casi microscópica del mundo, es contraria a las luces de la física moderna, que no halla en ninguna parte fijeza. La cosmovisión contemporánea descompone más bien las cosas en series conformadas por nuestra sensibilidad, o nuestros aprioris; grupos dinámicos que operan unidades provisorias casi sin solución de continuidad. De modo que cada cosa, cada sustantivo, es el instante convencional de un proceso que no conoce término. Cada ser es, conforme a la física contemporánea, una unidad dinámica, una estructura vibratoria temporal, cuyas relaciones internas, en las etapas simples de la existencia, se nos dan en las fórmulas matemáticas de cuantos y cristalizaciones. En los compuestos más avanzados ya no bastan las matemáticas, sino que intervienen factores de biología, consideraciones de valor espiritual; una suerte de H2O del alma en que las moléculas están representadas por las virtudes y los vicios que integran un ser de espíritu. Siguiendo estas ideas hemos formulado nosotros una visión según la cual todo lo que existe se divide en tres ramas que comprenden lo que plasma según unidades atómicas, lo que se organiza conforme a células vivas, plantas y animales, y lo que se integra en alma, o sea el milagro unitivo que confiere valor y sentido a sensaciones, sentimientos y pensamientos. Tales almas parecen funcionar como si fuesen porciones del ser Absoluto que las rige y valen no tanto por lo que son en nuestra etapa viviente, sino por la ambición que contienen de transportarse a existencialidad mejorada. Se ve, en consecuencia, que contra lo que parece indicar una experiencia superficial, el sustantivo se nos escapa de las redes de la forma conceptual, no existe propiamente en ninguna parte y sí por doquiera nos sentimos envueltos en la agitación del verbo o en el ir y venir de los verbos. O sea que el verbo denota la índole de esa compleja acción insaciable que es tormento y esperanza de quien no ha logrado alcanzar la soberanía del acto puro de los metafísicos, la beatitud inmóvil del místico, situaciones inefables que ya no han menester del lenguaje. De donde resulta que no hay seres, sino ser Absoluto y en su creación, conatos y ensayos de ser. Y las almas mismas son porciones iluminadas, fracciones de la esencia suprema, urgidas, en grado mayor que las cosas, del afán de consumarse en el ser Verdadero. Las palabras llamadas verbos, en consecuencia, nos dan cuenta más exacta que los sustantivos de lo que es valioso en la creación, o sea las maneras que sigue el proceso general de lo múltiple para lograr un equilibrio provisional dentro del conjunto de lo existente.

Únicamente el nombre del Ser absolutamente existente ya no contiene ningún elemento del verbo, ya no actúa puesto que no necesita ningún complemento, no camina hacia ningún fin teniéndolos todos en sí.

Al referir otra vez lo que antecede a la gramática, comprendemos que no será plenamente inteligible un lenguaje, ni menos alcanzará la condición de órgano fiel de cultura si su gramática no coincide con la metafísica. ¿Cuál Metafísica? La que va informando las etapas del desarrollo superior de cada pueblo.

Historia y uso, quiérase o no, son para el espíritu elementos secundarios, utilizables a condición de que se subordinen a superior disciplina.

III

La definición de lo que entendemos por fidelidad a la belleza requiere ciertas explicaciones previas, y la primera de todas, que entiendo por belleza el proceso de la ascensión a lo divino.

Distinguen los lógicos el pensamiento formulado en el lenguaje de la representación intuitiva todavía no expresada, tal como los recuerdos, las impresiones panorámicas, etc., etc. El lenguaje en este segundo género de expresiones se adelanta, sin embargo, al pensamiento lógico formal y procura manifestar lo concreto y lo ideal, la pluralidad de las cosas y el trabajo solitario del pensamiento. Intuiciones hay que ni la lógica ni el lenguaje captan, pero que son sustancia de pensamiento, seudo conceptos, o bien elementos de un orden peculiar estético, como el ritmo o la melodía, y que requieren para su expresión, además del lenguaje, el auxilio de la plástica, el arte sonoro y la fantasía espiritual. Prueba de que existe el pensamiento no verbal es por ejemplo el pensamiento musical y en general el arte, que es un sistema de representación de cuanto es inefable, ya se trate de realidades interiores, engendros de la subconsciencia, sensaciones y sueños de la brujería, o bien de visiones sublimes, intuiciones místicas de inmortalidad. Al manifestar estas realidades que superan a la experiencia común, por sus zonas opuestas, el arte suele atinar mejor que la filosofía abstracta y el lenguaje se esfuerza para ganar la elasticidad del arte, de todas las artes, a fin de seguir al espíritu por los abismos de lo sobrehumano, en la plenitud de la tarea humana y en la ventura de lo sobrehumano. En semejante empresa, el lenguaje abarca más que la filosofía conceptualista, y sus ideas abstractas que reúnen, bajo una sola designación, grupos de objetos y seres. Al entrar al examen de esta circunstancia desde un punto de vista lingüístico, nos hallamos dentro del problema que hemos titulado: fidelidad a la belleza. Expresión tan vaga, quiere decir, en nuestro caso, que el lenguaje, mientras se mantiene dentro de la función ideológica no hace otra cosa que reducir la realidad (así debe hacerlo para ser fiel a la idea) a categorías, géneros y especies. Pero así que se trata de resolver la esencia y virtud particular de lo concreto, cuando se hace necesario seguir a lo concreto por las leyes estéticas, según el desarrollo de ritmos y melodías, ya no basta con la fidelidad a la idea, sino que se hace necesario coincidir con la corriente del ser, según aconsejan los bergsonistas, y manifiestan cada cosa y cada ser, en su unidad, según constantemente lo hemos anhelado los estetas, los místicos para quienes la creación no es discurso sino esplendor en desenvolvimiento planificado.

Con toda su nobleza, el lenguaje es simplemente humano y no ve más allá; tanto es así que podemos concebir un modo de comprender propio de la mente divina, que no necesita nombrar las cosas, puesto que no necesita usar del subterfugio de nuestra humana representación. La representación es, quiérase o no, traducción a la medida nuestra de la realidad múltiple que nos circunda. Imaginamos como mente divina o por lo menos angélica, una que no sólo no necesita discurrir para comprender, como se ha dicho de los ángeles, sino que tampoco necesita de la imagen, la representación, ni de la misma idea, porque piensa o intuye cada cosa concreta, cada porción o combinación de cuanto existe en su directa y esencial realidad; en compenetración que junta la fórmula de la aleación química y las impresiones de los sentidos hasta donde alcanza el infinito de la variación, y además el significado de cosas y seres dentro del plano absoluto. Una mente así no necesita de abstracciones para pensar, porque todo el género se le aparece en sus miembros incontables, de golpe y con distinción; además en pasado, presente o futuro, a voluntad. Por ejemplo, decimos nosotros humanidad y la multitud bípeda que ha cruzado los siglos se nos pierde en una noción confusa; distinguimos acaso unas cuantas estampas de la sucesión humana en la historia y nada más. Para la mente divina, humanidad quiere decir el hombre y su antecedente; el plasma germinativo originario y la cadena viva que conduce a nuestra especie o le sirvió de ambiente; luego desfilan en procesión innumerable las generaciones, y en cada generación cada uno de los hombres individuales se hallará presente con la exactitud con que el padre conoce al hijo, y más aún, puesto que nosotros ni al gnoscete ipsum alcanzamos plenamente. Un solo pensamiento en un solo instante de la atención se pluraliza al infinito y abarca el Cosmos, a la manera como un rayo de sol suele denunciarnos a nosotros, a través de un espacio aparentemente vacío, el número incontable de las partículas de polvo; así un destello de la mente divina, sólo que agigantado a las dimensiones del mundo, en lo infinitamente grande y en lo infinitamente pequeño. Ningún filósofo ha logrado aproximarse a visión semejante, y cuando por elección algún artista o algún místico logran un atisbo de índole parecida, sucede que no les basta el lenguaje y lo expresan en himnos y cantos, o con signos y danzas; a la par siéntense transformados en puntos de convergencia de las corrientes del existir, mónada dotado de una chispa de conciencia; partícula que se limpió los estorbos del humano existir y alcanzó la redención perfecta, de tornar a ser una esencia en estado permanente de fulguración.

El lenguaje, instrumento humano, será inútil entonces, pero es menester adiestrarle a fin de que, entre tanto, por lo menos al pensamiento le sirva de ala. Lenguaje, ala del pensamiento, música de la imaginación.


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