Don Atanasio Argúndez y Ávila, aquel juez que creía en la justicia más que en las leyes, saltó de la hamaca. Nada que hacer fuera de casa. Abrió la computadora pero no el correo. Frente a escribió y se detuvo; el basurero. Sacó la bolsa. Son dos semanas, dijo el hombre, y el juez buscó lo que le debían. De regreso contestó el teléfono. Está dormida, hable después; la añadió y tuvo que asomarse; el jardinero. Lo ayudó a sacar la escalera. Sintió la brisa; crisis, añadió y bajó para abrirle a Mary. No, él no sabía dónde estaba el colador. Le ayudó a buscarlo; en que añadió antes de hacer lugar para acomodar el café que la mujer le llevaba. Qué pena, dijo y tuvo que escuchar cómo el hijo había vuelto a las andadas. Puso vivimos; alzó la mirada. No, Mary, no necesitamos escobas. Agregó hace falta y atendió a Mary que le llevaba unos tlacoyos. Habían llegado los pintores, pero él no sabía qué iban a pintar. Me voy al juzgado, pensó y se puso de pie.
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