"Una vida y una obra heroicas: Alfonso Teja Zabre", texto leído por Felipe Garrido durante la sesión pública solemne en homenaje a los académicos Nemesio García Naranjo, Alberto María Carreño, Alfonso Teja Zabre, José Rojas Garcidueñas y José Bernardo Co

Miércoles, 04 de Julio de 2012
"Una vida y una obra heroicas: Alfonso Teja Zabre", texto leído por Felipe Garrido durante la sesión pública solemne en homenaje a los académicos Nemesio García Naranjo, Alberto María Carreño, Alfonso Teja Zabre, José Rojas Garcidueñ
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

Una vida y una obra heroicas

Alfonso Teja Zabre

Felipe Garrido

“Una vida heroica es la mejor enseñanza” escribió por ahí, tal vez en alguna de las numerosas ediciones que ha tenido su Vida de Morelos, Alfonso Teja Zabre. No está de más recordarlo ahora, en tiempos que de muchas maneras reclaman que haya más hombres y mujeres dispuestos a buscar para sus vidas, para sus obras, fundamentos más sólidos e ideales más altos.

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Alfonso Teja Zabre fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, para ocupar la silla V, que antes había sido de José Vasconcelos, el 9 de junio de 1961. Falleció ocho meses más tarde, con 73 años cumplidos; no alcanzó a leer su discurso de ingreso, “Vasconcelos y el idioma español en América”, pero lo dejó terminado y puede leerse en el tomo XVIII de las Memorias de la Academia Mexicana de la Lengua (1966).

Como lo hizo él con Vasconcelos, en el discurso que dejó escrito, convoco “a su sombra amiga” para rendirle homenaje. Lo veo como, ya cerca del fin de sus días, lo describe su amigo y colega Raúl Carrancá y Trujillo: “De mediana estatura, extremadamente delgado, abundante cabellera gris, nariz larga y ojos grandes café oscuro, muy expresivos, sombreados por anchas y pobladas cejas negras; pulcramente vestido, de amables y corteses modales. De precaria salud, parecía una débil flama a punto de apagarse, pero su voluntad y su dedicación al trabajo fueron heroicas”.

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Don Alfonso nació en San Luis de la Paz, Guanajuato, el 23 de diciembre de 1888. Tenía diez años cuando ingresó al Instituto Científico y Literario del Estado de Hidalgo, y catorce cuando, con una beca del gobierno hidalguense, inició sus estudios en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, en México, donde obtuvo el título de abogado en junio de 1909, medio año antes de llegar a lo que entonces se consideraba la mayoría de edad.

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Pachuca, la ciudad donde transcurrió su adolescencia, es el escenario de Alas abiertas (Botas, 1920), el tercero de sus libros –escribió al menos 26– y la primera de sus dos novelas. En los años finales de la Revolución, hacia 1917, 1918, dos jóvenes pilotos, miembros de las fuerzas armadas, en una de aquellas avionetas precursoras, un biplano con alas de lona, vigilan desde el aire la sierra y lanzan bombas contra las gavillas de bandoleros que la infestan. Una noche despegan...

La voz de Francisco Doria temblaba un poco:

–Un poco más a la izquierda... un resplandor rojizo, irregular... ¡Son fogatas!... en la barranca de Izatla. El humo las oculta a veces.

–¿Estás seguro?

–Completamente.

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Casi a un mismo tiempo, se oyeron un chasquido breve, repetido por el eco, el silbido clásico de la bala, como de alambre azotado, el grito alegre de Francisco Doria al soltar su primer proyectil.

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Estaban tan cerca de la tierra, que les llegó un alarido largo y brutal, de tonos agudos, y el eco de una sorda explosión.

Luego un irregular tiroteo.

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Téllez sintió que su amigo se desplomaba, con la mitad del cuerpo hacia afuera, y los dos brazos colgantes, sin haber llegado siquiera a soltar las otras bombas. Adelantando un brazo forzadamente, pudo asirlo por la cintura. Pesaba como un bulto inerte.

–¡Doria! ¡Francisco Doria! ¡Hermano!

Ahí comienza a complicarse la trama. No voy a decir qué sigue, pero sí a mencionar sus dos primeros libros: Poemas y fantasías (1914), según su autor “un pecado juvenil”, y su Vida de Morelos, cuya primera edición, preparada por Ignacio B. del Castillo, su compañero de trabajo en el Museo Nacional de Historia –Teja Zabre era ayudante de bibliotecario–, es de 1917. Siempre lo obsesionó Morelos, “el primero y el más alto de los mexicanos”, “el hombre que talló a golpes heroicos la primera piedra de una nueva patria”: Teja Zabre era un hombre vehemente. A lo largo de los cuarenta años siguientes esta obra fue varias veces reescrita y republicada en Buenos Aires, Madrid y México.

En 1959, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) editó la última nueva versión, meritoriamente reimpresa en 2010 al calor de los centenarios.

Pero debo aclarar desde luego –escribió en el Prólogo– que al presentar esta nueva obra me siento tan lejos de una versión definitiva como en el primer trabajo de 1917, porque en la historia, lo mismo que en todas las esferas del conocimiento, mientras más se avanza se vislumbra más espacio inexplorado y los límites parecen a cada paso más remotos.

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Teja Zabre fue profesor de Historia de México en la Escuela Militar de Aspirantes, en la Escuela Nacional Preparatoria, en la Escuela de Altos Estudios, en la Escuela Normal de Maestros, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Profesor de Derecho Penal en la Facultad de Jurisprudencia de la UNAM y en la Universidad de Honduras.

Secretario del Museo Nacional, defensor de oficio, agente del Ministerio Público, diputado al Congreso de la Unión por un corto periodo (1913–1914), magistrado del Tribunal Superior del Distrito y Territorios Federales, magistrado del Tribunal Fiscal de la Federación, ministro consejero de la Embajada de México en Cuba, embajador en Honduras y en la República Dominicana, investigador del Instituto de Historia de la UNAM.

Fue miembro electo de la Academia Mexicana de la Lengua, y de número en dos más: la Academia Mexicana de Ciencias Penales, desde 1940, cuando fue fundada, y la Academia Mexicana de la Historia, donde su discurso de ingreso, leído en mayo de 1961, fue “La locura del visitador don José de Gálvez”.

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Lamentablemente, Teja Zabre no aprovechó a Gálvez para escribir una tercera novela. El visitador quería ligar a Sonora con el resto de la Nueva España y con las dos Californias, para pacificarla y poblarla. Su salud, sin embargo, comenzó a resentirse después de un ataque de fiebres tercianas.

Una madrugada le dijo a un sargento que San Francisco de Asís acababa de entregarle unos pliegos. Y enseguida, que pensaba derrotar a los rebeldes con un ejército de monos traídos de Guatemala. Entre otros delirios, decía ser el rey de Prusia o Carlos XII de Suecia, y afirmaba que era inmortal. Hablaba de construir un canal desde la laguna de Chalaco hasta el puerto de Guaymas, casi 1,800 kilómetros al norte, para que lo navegaran barcos de ochenta cañones. Padecía accesos de furia en que rompía cerrojos, catres y ventanas; trataba de incendiar su cuarto. Desnudo se ponía en la ventana y arengaba a los indios diciendo que era Moctezuma y que los dogmas de la religión se reducían a creer en Nuestra Señora de Guadalupe y en el emperador Moctezuma.

Gálvez, sin embargo, puso en paz Sonora y le dio las leyes que le hacían falta para incorporarse a la vida del virreinato. Por un tiempo, de sus puertos partieron expediciones al norte para detener el avance ruso que venía de Alaska por la costa del Pacífico.

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Para cuando llegó a la Academia de la Historia, Teja Zabre llevaba veinte años en la de Ciencias Penales. Le interesaban las leyes tanto como al visitador. Realizó una tarea ingente como redactor, revisor y editor de normas jurídicas. En especial el Código de Procedimientos Penales federal, el Código Penal federal, y la Ley Federal del Trabajo.

La exposición de motivos que redactó para el Código Penal, aún vigente –escribe Luis Garrido–, “es una gallarda muestra de su talento, por la diafanidad de sus ideas, su doctrina ágil y moderna y, sobre todo, por el anhelo de tener presente al delincuente como un hombre, y no realizar meras abstracciones jurídicas al aplicar la ley”.

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Teja Zabre alternó la redacción de leyes con la traducción de poetas como Verlaine, Saadi y Omar Kayyam –estos dos a partir de versiones en inglés y francés–, de novelistas como Anatole France y Paul Bourget, de Gabriel D’Annunzio, de la monumental autobiografía de Henry Adams, La educación de Henry Adams; una obra de más de quinientas páginas que, dice una nota puesta al final –eso me lo hizo ver Adolfo Castañón–, comenzó a traducir en La Habana en 1946, y acabó el 7 de octubre de 1949, en Tegucigalpa.

Ahí en la capital de Honduras, de la cátedra que tuvo en la Universidad Nacional –de la que fue luego doctor honoris causa–, se le desprendió un tratado, Principios de ciencia penal, que, de acuerdo con Salvador Azuela, “tiene capítulos de singular encanto, como aquél en que estudia las relaciones de esta disciplina con el arte y la religión”.

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Don Alfonso fue, pues, según vemos, todo más o menos a un mismo tiempo, poeta, novelista, ensayista, periodista, autor de un guión para cine que no llegó a rodarse –Murió por la patria. Los niños héroes de Chapultepec–, traductor, editor,magistrado, maestro, diplomático, criminólogo, “un orador de voz bien timbrada, ademán natural y estilo elegante, sin arborescencias retóricas” –dicho por otro notable disertante, Salvador Azuela–, un juspenalista convencido de que el delito debe ser considerado a partir de sus causas, del hombre y su medio. En todo puso su sello de esteta. Por encima de todo, lo recordamos por sus obras históricas.

Teja Zabre se hizo historiador en el Museo Nacional de Historia, al lado de su director, Genaro García. Sus primeros cinco libros fueron escritos y publicados con el telón de fondo de los años más violentos de la Revolución, y el comienzo de la restauración del país. En su época de plenitud, sus análisis históricos y sus libros de texto palpitan con la trepidación del cardenismo y de aquellos años en que se creía que México podría ser cada vez más grande. En sus tres últimos libros –Umbriel, La lección de California  Leandro Valle, un liberal romántico– hay una nota de pesimismo y de nostalgia.

En un cuarto de siglo publicó Biografía de México (1931), Historia de México. Una moderna interpretación (1935), Teoría de la Revolución (1936), Monterrey, historia y poesía (1937), Chapultepec: guía histórica y descriptiva (1938), Panorama histórico de la Revolución Mexicana (1939), Guía de la historia de México (1944), Breve historia de México (1947), Lecciones de California (1956) y sus biografías de Morelos, Leandro Valle y Cuauhtémoc, Historia y tragedia de Cuauhtémoc (1928), dividida en dos partes independientes, la primera propiamente histórica, la segunda una obra dramática dividida en tres cuadros. En 1933, una Historia de México que durante los siguientes treinta años fue libro de texto en escuelas rurales y primarias.

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Los trabajos históricos de Teja Zabre son obras de divulgación. Buscan dar una visión global, interpretar los acontecimientos, explicar las causas, ordenar el pasado. Llamó a su método de trabajo realismo interpretativo. En palabras de José Ángel Ceniceros: “depurar el documento, pesar el testimonio y ponerlo a vivir otra vez”. Le interesaba la historia de la colectividad, de las multitudes anónimas.

Teja Zabre se formó en el positivismo liberal, incursionó en el relativismo histórico, y después en el materialismo, que lo llevó a prestar especial atención a la influencia de los factores económicos en los hechos históricos. Negaba que hubiera una ley natural universal para el devenir de la historia. “La historia –escribió– no esuna ciencia, como la matemática o la química porque no ha podido formular leyes.” Concluyó que es una forma de conocimiento.

Como lo siguen haciendo los manuales de historia en la primaria, para iniciarse en ese conocimiento había que partir de las vivencias cotidianas:

Para sentir las primeras impresiones de la existencia de un pasado nacional, es preciso darse cuenta antes de un pasado individual o personal, por los recuerdos de la familia y de la escuela, y los relatos de los padres y maestros. La propia casa, la escuela, las calles, los coches y carros, el alumbrado, las tiendas no han sido siempre como son ahora, sino que han venido cambiando con los años y con los meses, como cambian las plantas y como cambiamos nosotros mismos.

Sus relatos siguen los caminos de la historia tradicional. Don Alfonso era vehemente, pero sabía dudar y, ante personajes o hechos que suscitan polémicas, se tomaba el trabajo de mostrar los argumentos antagónicos. Así es como analiza a figuras como Hernán Cortés o Hidalgo, y episodios como la Conquista, la guerra con los Estados Unidos o la Revolución de 1910.

Le interesaba dibujar los claroscuros de sus personajes. Así lo dice en su Prólogo a la última versión de la Vida de Morelos:

A pesar de la orientación ideológica liberal y la simpatía para el héroe y su causa, no he tratado de ocultar las deficiencias y las debilidades humanas. Creo que de este modo Morelos, el hombre, tal vez no aparezca tan perfecto y admirable como lo quisiera el sentimiento popular, pero el héroe no sufre depreciación. No solamente por su fama de guerrero, sino más aún por el movimiento social y político que pudo encarnar y simbolizar, y porque la magnitud de sus cualidades supera con mucho la de sus errores.

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Un aspecto poco tratado por otros narradores de la Revolución destaca en su segunda novela, La Esperanza y Hati–ké (Botas, 1922): la vida en la Veracruz ocupada por tropas yanquis, de abril a noviembre de 1914. Amoríos, rivalidades que la amistad supera, amenazas, impulsos patrióticos, conjuras, la voluntad de sobrevivir. Uno de los últimos barcos en que será posible salir del país para huir de persecuciones partidistas y encontrar una vida más segura está a punto de zarpar. La escena es en uno de los muelles.

Por la escalerilla movible iban ascendiendo más pasajeros. Algunos llegaban jadeantes, como temerosos de que el María Cristina soltara de pronto sus amarras y los dejara. Eran gentes conocidas, políticos, ex militares, funcionarios que algunos días antes se pavoneaban aún por las calles de la metrópoli, con el aplomo que dan el dinero y el poder.

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Los compañeros de Alex reforzaban su actitud hostil en contra de un pasajero rezagado, que venía de prisa, con toses de sofocación y jadeos, clavando la vista en la escalera levadiza levantada ya un palmo sobre el muelle. Era un viejo militar que se distinguió por su dureza contra los rebeldes. Algunos se le acercaban y le cerraban el paso, mientras el hombre, acosado como una alimaña, se revolvía y agachaba la cabeza como para embestir. Pero repentinamente, aquellos que lo rodeaban fueron apartándose y le dejaron libre su camino hacia el barco. El soldado norteamericano que hacía de centinela en aquel sitio, se aproximaba atraído por el rumor de las injurias altisonantes. Llevaba su rifle bajo el brazo, y veía hacia todas partes con curiosidad, caminando lentamente con sus largas zancadas.

El fugitivo pudo alcanzar la escalerilla del María Cristina apenas a tiempo para subir fatigosamente. Alex se había separado de su grupo.

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En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, tras exponer la actitud de Vasconcelos frente al español de América, Teja Zabre llegó a una conclusión que actualmente todos compartimos: “Lo más importante y definitivo en un idioma es el uso actual, la lengua viva en boca de todas las clases sociales, tal como se habla en la existencia cotidiana”.

“Vasconcelos es conocido principalmente como filósofo y como político –escribió don Alfonso–, pero es probable que su obra de escritor se imponga al fin con más relieve.”

“La crítica literaria –añadió– reconoce plenamente la calidad del escritor, y aun los enemigos que lo combaten en diversos aspectos de su actividad tienen que juzgarlo como gran artífice del idioma y creador de una prosa eficaz, viva y potente.”

Algo de esto también ocurre con Teja Zabre. A un lado de sus páginas legales, un buen número de sus escritos históricos y literarios pueden seguir siendo leídos con provecho y placer. Sus biografías de Morelos, de Leandro Valle y de Cuauhtémoc. Sus dos novelas, sus espléndidas traducciones. Yo encuentro un especial deleite en volver a esos manuales suyos para la escuela rural que nos devuelven el espíritu de una época, nos presentan una síntesis del camino que hemos seguido para construir nuestro país y, con su sano optimismo, abren una brecha de esperanza para el porvenir.

Para leer la nota original, visite: http://www.academia.org.mx


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