Miércoles, 23 de mayo de 2001

Ceremonia de ingreso de don Elías Trabulse

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Discurso de ingreso:
La justa de los cometas. Don Carlos de Sigüenza y Góngora y la astronomía de su siglo, 1645-1700

Señor director, señor secretario perpetuo, señores académicos, señoras y señores:

El día primero de octubre de 1878, don Joaquín García Icazbalceta pronunció ante esta ilustre Academia Mexicana un elocuente discurso en el cual proponía la elaboración de una Historia de la Literatura Mexicana en la cual debían participar todos los miembros de la recién fundada Academia. Esa magna obra debía abarcar las vidas y obras de todos los que, nacidos en estas tierras o venidos a ellas, hubieran dedicado sus esfuerzos al cultivo de las letras, la historia y las ciencias; de ahí que la Academia Mexicana debería acoger en su seno a aquellos que hubieran cultivado esas ramas del saber a efecto de que pudieran contribuir con sus luces, grandes o pequeñas, a la elaboración de esa obra. Ese llamado de don Joaquín, espíritu abierto si los hubo, nos da idea de que su concepción de la Academia Mexicana era vasta y generosa, de tal forma que mi presencia hoy aquí se debe más a su benevolencia y a la de los actuales académicos, sus herederos intelectuales, que a cualquier tipo de merecimiento que yo pueda aducir a mi favor.

He de añadir que ignoro si fui elegido como historiador o como científico; y es que los historiadores de la ciencia vivimos siempre divididos entre la seducción del hecho particular de la historia y la seducción de la teoría general de la ciencia. Nos debatimos entre dos mundos totalmente distintos. Vivimos siempre nepantla, y esto se echa de ver, pues, para los científicos. Pero sea cual fuere la hipótesis que haya prevalecido cuando mis temerarios amigos don Jaime Labastida, don Ruy Pérez Tamayo y el lamentablemente desaparecido don Manuel Alcalá me propusieron ante esta Academia, no puedo menos que agradecer hoy aquí, a ellos, su confianza, y a todos los académicos su benevolencia al haberme recibido en este ya centenario recinto.

Fui elegido para ocupar el sitio que quedó vacante al morir el distinguido historiador y maestro universitario don Roberto moreno de los Arcos. Investigador de amplios y variados intereses, los campos principales donde desarrolló su fecunda labor fueron la Historia del México Antiguo, la Bibliografía mexicana, la Historia de la Ciencia en México y la Historia de la Nueva España en el siglo de las Luces. Desde fecha temprana mostró sus dotes de cuidadoso explorador de papeles viejos con sus obras sobre Teodoro de Croix (1967) y, posteriormente, sobre Joaquín Velázquez de León (1973), de quien escribió una detallada biografía. Estas dos obras abrieron al maestro moreno de los Arcos otros temas que desarrolló en los años siguientes, sin embargo sus también viejos intereses sobre la Historia del México prehispánico le permitieron hacer aportaciones valiosas tales como su Guía de las obras en lenguas indígenas (1966), de consulta obligada hasta hoy, su estudio sobre Las partículas del náhuatl (1966) y su interesante trabajo titulado Los cinco soles cosmogónicos (1967). Simultáneamente abordó, como miembro del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, del cual fue investigador desde 1967, la pesada tarea de compilar junto con José Ignacio Mantecón, entre 1967 y 1978, doce Bibliografías mexicanas, así como otras cinco compilaciones bibliográficas sobre la constitución de Apatzingán, sobre dos manuscritos científicos de la Biblioteca Nacional y sobre Antonio de León y Gama, entre otras. Cualidad relevante del maestro moreno de los Arcos fue siempre la facilidad, e incluso podemos decir amenidad, con que supo transmitir sus conocimientos sea en las cátedras que ocupó, sea en las muy numerosas conferencias que impartió en todo el país y fuera de él y que estaban todas ellas marcadas por el sello de la erudición. Esta actividad lo llevó a redactar diversos textos didácticos para estudiantes de secundaria y de estudios avanzados que tuvieron amplia difusión.

Como buen bibliógrafo –y también como buen bibliófilo– dedicó muchas horas a la preparación de textos clásicos de los siglos XVI al XIX, desde el Confesionario de 1569 de fray Alonso de Molina hasta el Cuadro histórico de Carlos María de Bustamante, pasando por las obras de Alzate, Velázquez de León, Bartolache, Sonneschmidt y Granados y Gálvez, entre otros.

Pero fueron sin duda los temas de historia de la ciencia en México y los referentes al siglo XVIII mexicano los que más absorbieron sus cualidades de investigador. Prueba de ello son los más de veinte libros que dio a la luz y el centenar de artículos especializados que publicó en revistas mexicanas y extranjeras. Su libro sobre Alzate, Bartolache, Velázquez de León y Gamarra abrieron nuevas perspectivas sobre el Siglo de las Luces en nuestro país, como también las abrieron sus trabajos sobre Linneo y Darwin y la recepción de sus sistemas en México. La “Introducción” a su obra sobre Velázquez de León es, ella sola, una obra imprescindible para conocer el siglo ilustrado novohispano, pues no sólo replantea sus dimensiones culturales sino también propone una periodización precisa para esa época, que ha sido utilizada desde entonces por diversos historiadores de nuestro siglo XVIII.

Tan importante labor historiográfica no pasó inadvertida y, con oportunidad, el maestro Moreno de los Arcos recibió numerosas distinciones que sería prolijo enumerar aquí. Baste mencionar que en 1983 le fue concedida la beca Guggenheim, al año siguiente logró ser investigador nacional y en 1988 ocupó la presidencia de la Sociedad Mexicana de Historia de la Ciencia y la Tecnología. Como sucede a menudo en nuestros ámbitos académicos, cuando un profesor logra descollar en la cátedra o en la investigación, se convierte, casi sin remedio, en candidato para ocupar puestos administrativos que, todos lo sabemos, resultan absorbentes y fatigosos; y pocas veces resultan esos esfuerzos suficientemente reconocidos. Y esto sucedió con el maestro Moreno de los Arcos en la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1979 ocupó el puesto de director del Instituto de Investigaciones Históricas, en 1985 fue nombrado asesor del rector y poco después fue designado Coordinador de Humanidades. Estas responsabilidades junto a muchas otras que llenarían varias páginas, y que dejo de lado –cobraron una cuota sobre las tareas de Investigación que el maestro Moreno de los Arcos desarrollaba. Esto, sumado a su temprana desaparición, hizo que algunos proyectos no cristalizaran, con lo que la historiografía mexicana perdió esas valiosas contribuciones que sin duda habrían salido de su pluma. Quizá aquí cabría recordar esa frase que no por manida ha perdido vigencia: Ars longa vita brevis. Sin embargo es obvio que, con su obra, el maestro Roberto moreno de los Arcos dejó una huella perdurable y profunda, y por sus esfuerzos en levantar el velo que cubría algunas épocas de nuestra historia merece que lo recordemos con admiración y respeto.

Existen temas, libros y autores que siempre están junto a nosotros sin importar los años que pasen y los temas nuevos que estudiemos. Hace más de treinta años me acerqué a las obras históricas, poéticas y científicas de don Carlos de Sigüenza y Góngora por recomendación de mi maestro el doctor José Gaos. Desde entonces y hasta hoy don Carlos y yo iniciamos una amistad personal que ha sido tan sólida como duradera, y cabe decir que con el paso de los años mi admiración por él ha ido en aumento, hasta el punto que a veces he llegado a considerarlo como la cima de la cultura mexicana en la época en que México fue la Nueva España. No dudo, empero, en decir, en descargo de semejante y tan rotunda afirmación, que ese juicio de valor está dictado por la simpatía y la amistad y no puede considerársele imparcial. Volver hoy a hablar de Sigüenza y Góngora es pues un acto personal de amistad para con un interlocutor muerto hace tres siglos, con quien he pasado muchas horas de solaz intelectual, y a quien hoy deseo evocar aquí, esta noche, con ustedes.

A finales del siglo XVIII José Antonio Alzate afirmó que entre la época de Henrico Martínez y la de Carlos de Sigüenza y Góngora, es decir entre aproximadamente 1630 y 1680, había existido un “gran paréntesis” en el desarrollo de la ciencia mexicana ya que en ese lapso el estudio de las ciencias había caído en el olvido. Esta afirmación de uno de los más distinguidos científicos del siglo de las Luces resulta paradójica pues fue precisamente en esos cincuenta años cuando se difundieron en México, a través de la cátedra de Astrología y matemáticas fundada e impartida por el mercenario Diego Rodríguez, los descubrimientos de la ciencia moderna en los campos de la astronomía, la física y las matemáticas. Gracias a su labor y a su obra –la cual ha quedado en su mayor parte manuscrita– fueron conocidos en la Nueva España autores como Kepler, Galileo, Gilbert, Neper y Cardano; y fue su labor docente la que creó una comunidad científica que hacia finales del siglo XVII tuvo como máximo representante a Sigüenza y Góngora. Sin esa tradición de apertura a la modernidad –tan limitada en sus alcances como se desee– es inexplicable la obra de este gran hombre de ciencia, y menos aún resulta comprensible que en 1681 se haya dado una polémica científica tan enconada y brillante como la que provocó la aparición del gran cometa de 1680.

Es indudable que uno de los capítulos olvidados de la historia de la astrología es el referente a los cometas. La irregularidad aparente de sus apariciones en marcado contraste con los armónicos movimientos de los planetas, el Sol y la Luna, llevaron a los hombres a considerar a dichos astros como portentos excepcionales. Su misma apariencia propició que desde remotos tiempos el ánimo humano contemplara con aprensión su aparición súbita en el firmamento. De hecho, en los siglos que preceden a Halley y Newton, cuando la astrología y la astronomía se confundían en forma por demás inextricable, los cometas eran los fenómenos celestiales que producían mayor terror.

Su forma y colorido pronto permitió clasificarlos. Se les atribuía carácter infralunar y por lo tanto compartían con la Tierra las propiedades de corruptibilidad y mudanza. Este carácter infralunar situaba a los cometas en la zona llamada “del fuego”, que quedaba, en la cosmología antigua y medieval, por debajo de las esferas supralunares que envolvían a la Tierra central. Las características de ese mundo ultralunar eran la incorruptibilidad y la inmutabilidad, de ahí que, por su evidente carácter esporádico, se pusiera en duda, desde los siglos IV y III a. C., su posible condición ultralunar.

La acumulación de acontecimientos históricos infaustos que coincidían con la aparición de los cometas labró desde hace muchos siglos su reputación de ser fenómenos fatídicos. Su mismo carácter, astronómicamente irregular, facilitó esta creencia que se agudizó conforme los males coincidían con sus apariciones. Algunos los creían sólo portentos que advertían los males, otros los creían los causantes directos del mal, pero, en ambos casos, es asombrosa la larga lista de los males que en algún momento de la historia coincidieron con un cometa. Es lógico entonces que en la historia de la astronomía hayan sido los cometas tema favorito de disertaciones, debates, sermones y ruidosas polémicas. Y en el siglo XVII, en el momento en que nace la ciencia moderna con la Revolución Científica (y yo sigo creyendo en este hecho histórico contra los que actualmente lo ponen en duda), las polémicas se tornaron cada vez más enconadas ya que por su naturaleza los cometas eran los protagonistas idóneos del campo de batalla donde se enfrentaba la visión mítica y providencialista del cosmos con la nueva visión científica. Y es a través de uno de esos astros como quisiera exponer la manera en que se dio en el México colonial el tránsito de la astrología judiciaria a la astronomía científica, es decir de la concepción medieval del cosmos a la nueva cosmología mecanicista.

El 15 de noviembre de 1680 la población de la Nueva España contempló azorada a un vistoso y brillante cometa que atravesaba el firmamento hacia el oriente en su viaje hacia el sol. A fines de diciembre, ya de regreso y obediente a su órbita, apareció nuevamente en los cielos nocturnos. Los cronistas de la época afirmaron que era “uno de los más grandes cometas que se hubiesen visto” ya que se desplegaba en el cielo en forma de un arco de varios grados. Su color era rojo intenso, de tal forma que su cauda iluminaba buena parte del firmamento el cual “parecía en llamas”. En Europa, Newton y Huygens lo observaron cuidadosamente, y este último hombre de ciencia afirmó, años después, que su imponente aspecto había atraído “la atención de los astrónomos de la época, difundiendo además un gran pánico en todo el mundo”. Y la causa de esto era que desde hacía mucho tiempo no se observaba un fenómeno similar. La cauda del cometa cortaba “desde el corazón de la constelación del Águila y las alas del Cisne hasta Casiopea misma”, lo que era garantía indudable de maleficios tremendos. El Journal des Savants afirmaba: “Todo el mundo habla del cometa que es sin duda la noticia más importante del comienzo de este año [de 1681]. Los astrónomos observan su curso y el pueblo le hace presagiar mil desventuras”. En la Nueva España el terror recorrió a la población. Una de las personas que se inquietó ante la aparición del astro fue la virreina condesa de Paredes, la cual pidió consejo al entonces cosmógrafo real, don Carlos de Sigüenza y Góngora. Éste, para tranquilizar el virreinal ánimo, escribió un breve folleto al que tituló Manifiesto filosófico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos. En este breve texto Sigüenza se lanzó abiertamente contra la superstición del maleficio cometario: “lo que en este discurso procuraré será despojar a los cometas del imperio que tienen sobre los corazones tímidos de los hombres, manifestando su ninguna eficacia y quitándoles la máscara para que no nos espanten”.

Como era de esperarse el Manifiesto de los tímidos tuvo varios oponentes. El primero de ellos fue don Martín de la Torre, un erudito matemático radicado en Campeche quien contraatacó con un texto al que puso por título Manifiesto cristiano en favor de los cometas mantenidos en su natural significación. En esta obra su autor reivindicaba los derechos del hado a favor de los cometas infaustos a la vez que hacía una apasionada defensa de la astrología. Sigüenza y Góngora no perdió tiempo y le respondió con una obra, actualmente perdida, a la que denominó, en un momento de arrebato clasicista, Belerofonte Matemático contra la Quimera Astrológica.

El segundo adversario de Sigüenza fue don Josef de Escobar Salmerón y Castro, quien escribió un Discurso cosmetológico y relación del nuevo cometa que tuvo la virtud de provocar la ira de don Carlos por las tesis astrológicas extremas que obtenía. Sigüenza nunca quiso responderle, “por no ser digno su extraordinario escrito y la espantosa proposición de haberse formado este cometa de lo exhalable de cuerpos difuntos y del sudor humano”.

El tercer oponente del Manifiestde Sigüenza fue el jesuita Eusebio Francisco Kino. La polémica sobre el cometa de 1680 se originó de su crítica a Sigüenza. Kino había llegado a la capital del virreinato en 1681 proveniente de España. Iba en tránsito a las misiones norteñas de Sonora y Arizona. Sin embargo permaneció dos años en la ciudad de México y en ese periodo cultivó la amistad de algunos intelectuales mexicanos, entre ellos el mismo don Carlos quien le facilitó documentos y mapas de las regiones que iría a evangelizar. En 1683, poco antes de partir, le obsequió a Sigüenza un ejemplar de la obra que había redactado contra él en esos meses y a la que había puesto por título Exposición astronómica de el cometa.

Este pequeño libro estaba dedicado al virrey conde de Paredes, en contraposición al Manifiesto de Sigüenza dedicado a la virreina, hecho que provocó que a don Carlos se lo reprochara con aspereza pues no sólo contravenía las normas no escritas de la sociedad cortesana de la época sino, y sobre todo, porque era una forma de herir el orgullo criollo de un maestro universitario y cosmógrafo real. Esto explica la andanada de Sigüenza: “Ni sé yo en qué Universidad de Alemania se enseña tan cortesana política, como es querer deslucir al amigo con la misma persona a quien éste pretende tener grata con sus estudios. Y si no fue éste el intento del reverendo padre en escribir su Exposición astronómica, y dedicarla al excelentísimo señor virrey de esta Nueva España, imaginaría sin duda que se le darían repetidas gracias (y no fue así) de que desde Alemania había venido a esta septentrional América, para libertar a la excelentísima señora del engaño en que yo la había puesto, de que no deben ser temidos los cometas por ser falso el que son prenuncios de calamidades y estragos”.

La obra de Kino consta de diez capítulos e incluye una carta celeste grabada que ilustra el recorrido del cometa. Toda la obra es una defensa del carácter maléfico de los cometas y, como era de suponer, fue recibida con elogios pues era obvio que reflejaba el sentir de la mayoría, tanto de los intelectuales novohispanos como de los que no lo eran. El pequeño núcleo que apoyó a su adversario era sin duda representativo de la incipiente modernidad científica novohispana pero no lo era de la forma de pensar de la mayoría. Del libro de Kino se dijo, en cambio, que era “sólido y agudo en lo que toca a la astronomía, discurrido con erudición y subtileza y muy catholico, y ajustado en lo que mira a los dogmas de la Fe y piedad Christina”, además de que ponía “un santo temor de Dios en las almas, constituyendo su cometa como un Azote a Espada, que la justicia de Dios cuelga del cielo, atemorizando a todos los mortales para que cada uno procure mejorar sus costumbres, y aplacar a Dios, contra nuestros pecados justamente indignado”.

La Exposición astronómica es representativa de una época todavía dominada por el pensamiento de Aristóteles y por el argumento de autoridad. Siguiendo al estagirita Kino afirmó que los cometas eran “una agregación o junta de las exhalaciones y vapores que, conspirados en uno, manan del globo terráqueo”; aunque –añade– es también “probabilísimo bien como fundado en la mejor razón y Philosophia con que de acá podemos discurrir en cosa tan distante de nosotros, que los cometas se engendran de aquella vaporosa y pezgosa materia que exhala, o humea, el globo solar, de que suelen constar aquellas manchas del sol”.

Además los cometas no se originaron con la creación del universo, sino que son habitual y constantemente creados ex profeso por Dios para servir de admonición a los hombres. Eran, entonces, como él dice, “tácitos amagos del altísimo y senos de divina severidad”.

De esta forma al definir en forma apriorística el carácter maligno e infralunar de esos “peregrinos engendros” que eran los cometas, el padre Kino fue deduciendo sus características astronómicas no con base en las observaciones (que dijo haber realizado en el puerto de Cádiz), sino a partir de las teorías científicas, que en ese momento eran ya obsoletas, de sus autoridades más socorridas, desde Aristóteles hasta Atanasio Kircher. Nos encontramos aquí con uno de esos momentos de crisis de la ciencia medieval enfrentada a los datos cuantitativos de la ciencia experimental moderna. Y Kino tuvo que enfrentar ese dilema: permitir que un paralaje hecho con precisión, lanzara a los cometas más allá de la Luna, a las esferas de lo incorruptible, era tanto como negar la posibilidad de que los cometas fueran enviados esporádicos de la divinidad, y antes que sufrir dicho mentís de la ciencia el padre prefirió adaptar y arreglar los datos de sus observaciones de tal forma que sostuvieran y confirmaran sus hipótesis sobre el carácter infralunar, corruptible y maligno de los cometas. Sigüenza, que rehizo los cálculos del jesuita, llegó incluso a afirmar que sus datos habían sido inventados y que sus conclusiones estaban plagadas de “yerros todos enormísimos y por eso dignos de censurárselos”.

Pero esto, que para Sigüenza era clara y simplemente un acto de traición a la ciencia, puede comprenderse mejor si pensamos que para Kino el universo era sagrado, únicamente sagrado, pues Dios y su Providencia movían las esferas celestes, con exclusión de cualquier otro factor de carácter físico. De esta manera la Exposición astronómica fue un último intento de hacer revivir el mito cometario por el uso de métodos seudocientíficos y de cálculos matemáticos manejados arbitrariamente. Casi podríamos decir que esa obra pudo haber sido escrita, en prácticamente todos sus trazos, antes de que el cometa apareciera en nuestro cielo, ya que estaba redactada de antemano con cálculos y paralajes, en la imaginación fecunda, barroca y escolástica del jesuita misionero.

En su breve Manifiesto escrito como dijimos para tranquilizar a la virreina, Sigüenza y Góngora había afirmado que en fechas próximas publicaría una obra más amplia sobre el tema y, “que de prorrogarle Dios la vida”, lo perfeccionaría “muy en breve”. En dicha obra, de carácter puramente astronómico, pensaba dar a conocer sus observaciones del espectacular cometa, las cuales –afirmó– los “europeos entenderán más observaciones que las mías”.

Sin embargo todos sus planes cambiaron cuando leyó, con ira creciente, el libro que el padre Kino había puesto en sus manos. Y unas pocas frases despectivas del jesuita, que Sigüenza consideró dirigidas a él, eliminaron los últimos vestigios de su paciencia y de su prudencia que, cabe decirlo, nunca poseyó en grado heroico. Kino había afirmado que don Carlos tenía “trabajoso el juicio”, y que pertenecía a ese grupo de astrónomos “que tienen tanto cariño a los cometas (bien como enamorados de sus astrosas lagañas) que sienten de ellos lo mejor prometiendo lo más próspero”. Esto fue suficiente para que Sigüenza afilara su pluma e introduciéndola en un tintero lleno de vitriolo se lanzara a demoler la Exposición astronómica. Fue así como surgió una de las obras capitales de la historia de la ciencia en México, la Libra astronómica y filosófica, obra que trascendió su cometido de ser una mera refutación para convertirse en un auténtico manifiesto de la modernidad científica.

Desde el principio de la obra Sigüenza, devoto como era de la Compañía de Jesús, quiso aclarar que no atacaba a Kino como jesuita “sino como un matemático puramente matemático, esto es, en abstracto y como a un sujeto particular”, puesto que “duelos que tal vez se mueven entre los que se desvelan sobre los libros, [son] no sólo comunes, sino también lícitos y aun necesarios; pues, asistiéndoles sólo el entendimiento, casi siempre le granjean a la literaria república muchas verdades”. El título de la obra es sugestivo, y el autor confesó de dónde lo obtuvo: “en titular esta obra Libra astronómica y filosófica quise imitar al reverendo padre Oratio Grassis, que con el mismo epígrafe rotuló el libro que publicó contra lo que del cometa del año de 1618 escribieron Mario Guidicci y Galileo Galilei”. Sin embargo el libro tardó varios años en publicarse y se hubiera perdido, como tantos otros manuscritos de Sigüenza, de no ser por el interés que en esa obra pusieron el virrey conde de Galve y el editor don Sebastián de Guzmán y Córdova, ambos estudiosos de las ciencias matemáticas y astronómicas. Gracias al mecenazgo de ambos la Libra fue rescatada y publicada en un tiraje reducido en el año de 1690. Ayudó a su publicación el hecho de que en diciembre de 1689 apareció un cometa que provocó nuevamente una ola de pánico. Sin embargo éste fue obviamente un pretexto. La razón básica para publicarla la expuso claramente Guzmán y Córdova en el “Prólogo a quien leyere” y que dice:

No es otro mi motivo, oh lector discreto, en hacerlo así, que darte en nuestra lengua castellana lo que falta en ella, que es este escrito […] Más quiere decir en esto que lo que suena. Carecimos hasta ahora de quien tan metódica, astronómica y filosóficamente, como aquí se ve, haya llenado en ella este especioso asunto, y juzgando ocioso buscar de aquí adelante lo que autores extranjeros publicaron en sus propios idiomas o en el latino en esta materia, teniendo en este libro lo que hasta aquí nos faltaba, (bien sé que me lo estimarán los doctos) hacer común a todos lo que mi diligencia en guardarlo hizo propio mío, seguro de que no habrá quien lo lea, que no dé asenso luego al instante a tan bien fundamentada opinión.

La Libra astronómica consta de siete partes: cuatro de carácter polémico y tres científico. En esas cuatro secciones de controversia el método que siguió fue el de citar la obra de su opositor, glosarla o resumirla para, inmediatamente después clavarse a pico en ella y refutarla hasta en sus mínimos detalles.

Sigüenza tomó y analizó los métodos astronómicos, matemáticos y deductivos de Kino para mostrar su inconsistencia y falsedad. Empleó con el jesuita un método similar al que años antes Pierre Gassendi había utilizado para impugnar a Descartes, o sea que polemizó con las mismas armas de su adversario, de manera que pedía escolásticamente con disimulo mal encubierto, la corrección del planteamiento para después reargumentar en forma silogística y desbaratar los sofismas y las falsas conclusiones. Y, como era de esperar de un personaje como don Carlos, la ironía no tardó en hacer su aparición. Así, a los que afirmaban que los cometas se formaban del sudor y exhalaciones, recomendó sudar copiosamente en tiempo de secas a efecto de hacer llover pues, de no aparecer cometa, aparecerán al menos nubarrones de refrescante lluvia. Y a los que aseguraban que los cometas acarreaban enfermedades y muertes les dice: “De este cometa le pido a Dios me libre, y a todos los míos, y con más instancia de disenterías, tabardillo, dolor de costado y sus semejantes, que son los verdaderos cometas, que así a reyes y ricos, como a particulares y pobres, quitan la vida”. En esa línea su vena cáustica parece inagotable.

De Kino afirmó que era “gran matemático” aunque constantemente se equivocara, falsificara o inventara sus cálculos; y a los predicadores, sacerdotes o religiosos, que subían al púlpito sólo a aterrorizar a los fieles con inventos sobre el maleficio cometario, les conminó a callar y no hablar de lo que ignoraban pues de lo contrario sólo provocaban “la burla de sí mismos ante los doctos”. Sigüenza con sus sarcasmos, abiertos o encubiertos, no respetó ni tradición ni autoridad cuando de asuntos científicos se trataba. Para él la ironía no dependía de las dimensiones del argumento burlón, sino de sus matices. Pocos en su época supieron injuriar tan profundamente con frases disfrazadas de lisonja.

Esta actitud nos permite evaluar su talla intelectual como hombre de ciencia moderno, para quien la astrología era una falacia y para quien en asuntos astronómicos sólo contaban los hechos comprobados, las observaciones y los cálculos. Así su ataque a la astrología lo hizo desde el seno mismo de ésta ya que durante treinta años elaboró, por pura necesidad económica, los lunarios, almanaques y pronósticos anuales que los editores le solicitaban. En esos textos astrológicos –que literalmente detestaba tener que hacer– se lanzó contra las creencias astrológicas lo que le provocó no pocas censuras de los calificadores del santo Oficio quienes no entendían cómo alguien que atacaba a la astrología podía redactar lunarios y pronósticos a los que calificaba, en un momento de benevolencia, solamente de “bagatelas”. Y es que don Carlos no comprendía cómo podía la gente creer esas largas invenciones sin fundamento, pues los pronósticos casi siempre resultaban fallidos con el consiguiente desprestigio del astrólogo. Esto explica que al hablar de esos almanaques y lunarios llegara a afirmar que, con ellos, “era más lo que perdía en crédito que lo que ganaba en reales, ‘porque’ es verdad constante –añadió– que si dura el mundo un millón de años lo mismo sabrán y errarán los astrólogos que entonces vivieren que lo que sabemos y erramos los que hoy vivimos”.

El escepticismo astrológico de Sigüenza y Góngora es la vía de acceso para comprender su mentalidad científica. Al negar una y otra vez la influencia maléfica de astros, eclipses y otros fenómenos celestes sobre la vida humana, afirmó su credo científico: “No hay más efecto de eclipses que vivir mal ni más remedio contra el chahuiztle que vivir bien”. Para este sabio criollo, la astrología se caracterizaba por la exactitud y el rigor, pues sus fundamentos eran la observación precisa y el cálculo matemático.

Es fácil comprender que esta actitud implicaba un rechazo absoluto del argumento de autoridad en asuntos científicos, lo que explica que don Carlos, congruente con sus ideas, afirmara que en ciencias nadie “puede asentar dogmas… porque en ellas no sirve de cosa alguna la autoridad sino las pruebas y la demostración”. Obviamente el primer autor al que rechazó, ante el escándalo del claustro de la Universidad de la cual era catedrático de Astrología y matemáticas, fue Aristóteles. Su repudio no puede ser más claro: “Aristóteles, jurado príncipe de los filósofos, que ha tantos siglos lo siguen con estimable aprecio y veneración, no merece asenso… cuando se opusieren sus dictámenes a la verdad y razón”. sí, cometas eran “monstruos”, sigüenza, afectando sorpresa, dice haberse quedado “suspenso… y con bastante miedo, recelándome –confiesa– de que las razones filosóficas que se me iban ofreciendo para propugnar mi opinión y opugnar la opuesta, por quedárseme dentro del cuerpo, me causen algún apostema que me lleve al hoyo”.

Su escepticismo científico lo extiende incluso a los autores modernos a quienes rechaza cuando sus afirmaciones sobre los cometas no estaban suficientemente fundamentadas: “Nadie, hasta ahora –afirma nuestro criollo–, ha podido saber con certidumbre física o matemática de qué y en dónde se engendren los cometas, con que mucho menos podrán pronosticarse”. Lo único que puede aceptarse son los hechos observados, verificados y medidos. Éste es el único camino a la verdad, lo demás pertenece al dominio de la fantasía. Los hechos observados “no deben examinarse mediante las ficciones de los poetas, sino con los principios y disposiciones de la naturaleza misma”. Y estos “principios y disposiciones” son los movimientos regulares predecibles y verificables de los astros. Ninguna excepción existe en el orden de la naturaleza. Todos sus fenómenos están regidos por leyes inmutables, susceptibles de ser perfeccionadas por observaciones sucesivas cada vez más exactas. Toda violación aparente de esas normas que rigen el mundo físico es debida no a la existencia de leyes, sino a la ignorancia de los hombres sobre ellas. Sin embargo el momento en que don Carlos se coloca realmente dentro de la moderna concepción de la ciencia es cuando afirma que la capacidad humana de comprender el mundo físico tiene límites difíciles de superar: “Los hombres no han podido alcanzar el conocimiento de la naturaleza de las estrellas, sus influencias y virtudes con evidencia física y matemática certidumbre, aunque apelen a las experiencias y observaciones, que dicen ser los fundamentos de este arte”. Esta afirmación nos permite comprender el alcance y los límites de la Libra astronómica ya que si bien, como dijimos, es un auténtico manifiesto de la modernidad científica, por otra parte está situada justo en el umbral de la nueva cosmología, que en esos mismos años aparecería en el horizonte científico europeo, pero no más allá. La razón es claramente explicable si acudimos a los hechos históricos.

Es indudable que los cálculos astronómicos hechos por Sigüenza del cometa de 1680 fueron realizados con precisión. Sus observaciones fueron efectuadas en diversas fechas lo que le facilitó el cotejo de las cifras obtenidas. Incluso llegó a comparar sus datos con los de otros astrónomos europeos, lo que le permitió afinar aún más sus cálculos. Al mismo tiempo, del otro lado del Atlántico, otro astrónomo y matemático, Isaac Newton, realizaba observaciones parecidas sobre el mismo cometa, midiendo en fechas similares a las de don Carlos, los paralajes del astro. Pero si los cálculos de ambos resultan similares (y basta para ello comparar la Quinta sección de la Libra con el Libro III, Proposición XLI, de la Philosophia Naturalis Principia Mathematica de Newton) las consecuencias deducidas son diferentes. Sigüenza midió para comprobar el carácter ultralunar de los cometas y su marcha regular en una órbita muy amplia, lo que demostró plenamente. Los cálculos de Newton arrojan los mismos resultados, aunque éstos solamente fueron un punto de partida hacia resultados que nuestro criollo novohispano jamás imaginó. Newton demostró el carácter elíptico de las órbitas cometarias y la sujeción de esos astros a las leyes de la gravitación universal. En este sentido el gran cometa de 1680 es sin duda el más importante en toda la historia de la astronomía, pues fue la piedra de toque de la nueva cosmología mecanicista, es decir fue el astro que permitió a Newton establecer diminutivamente las leyes gravitacionales que rigen el universo. Esto explica que la Libra astronómica, y con ella las obras de otros autores que, como Sigüenza se abrían a la ciencia moderna, haya caído injustamente en el olvido. Sólo hasta nuestros días se le ha reivindicado después de casi tres siglos. Este destino fue común a todas las obras que abatieron la astrología judiciaria, sin importar su modernidad científica. Se diría que al matarla, murieron con ella. Perdido entre los intelectuales el miedo a los cometas, los doctos libros que favorecieron su liquidación sólo fueron objeto de curiosidad bibliográfica. Quedando los cometas “libres de las infamias que sin razón les imputan”, los libertadores fueron olvidados también.

Sin embargo, la Libra astronómica y filosófica trasciende y con mucho a esta clasificación, ya que no sólo fue una clara expresión de modernidad científica sino también, y éste es quizá su aspecto más perdurable y por ello más digno de recordación, una afirmación reiterada de lo que para Sigüenza y Góngora fue una constante en todas sus obras: la exaltación criolla de la patria. Si alguna idea atraviesa la Libra astronómica de principio a fin es indudablemente ésta. Más aún, podemos afirmar que no podemos comprender la modernidad científica de don Carlos si la disociamos de su labor de rescate y revalorización de la historia, la naturaleza y la cultura de lo que él, como buen criollo, ya consideraba su patria. No en vano firmaba sus obras con el título de “Presbítero mexicano” que era, en esa época, tanto una afirmación como un reto. Visto bajo esta nueva luz resulta explicable y lógico que haya reaccionado tan violentamente a las críticas de un europeo. Su respuesta a Kino fue la manifestación tanto de su modernidad como de su criollismo. Sus conocimientos científicos formaban una unidad junto con esa actitud que él expresaba abiertamente como “el gran amor que a mi patria tengo”. Esta característica hace de la Libra astronómica una obra singular dentro de la amplia literatura que provocó el cometa de 1680.

Si bien Sigüenza no es el creador de la prosa científica en nuestro país, sí fue el primero en dar a sus escritos científicos un sesgo peculiar, propio, donde nunca está ausente la exaltación de América frente a Europa, del Nuevo frente al Viejo mundo. Este elemento metacientífico caracterizará gran parte de las obras de ciencias escritas en México en los siglos XVIII y XIX, como forma explícita de afirmar que el conocimiento científico era una de las dimensiones de la cultura, primero patria y después, ya en el siglo XIX, nacional.

De esta manera la Libra astronómica pasa de ser un texto abstruso y complejo de astronomía a ser una defensa y una afirmación de México y América ante Europa; y Sigüenza merece ocupar un lugar destacado en la larga lista de aquellos que en los cuatro siglos que siguieron al Descubrimiento de América, se opusieron a la condena y al estigma de inferioridad lanzada por los europeos contra el Nuevo mundo. Y en Sigüenza no sólo se da la actitud defensiva, sino, como vimos anteriormente, en sus escritos aparece el contraataque. En múltiples pasajes de su obra sobre los calumniados cometas Sigüenza pasó, una y otra vez, de la astronomía más depurada a la diatriba de un americano que ha sido vejado en su orgullo intelectual:

Viva mil años el muy religioso y R.P. por el alto concepto que tuvo de nosotros los Americanos al escribir estas cláusulas. Piensan en algunas partes de la Europa, y con especialidad en las septentrionales, por más remotas, que no sólo los Indios habitadores originarios de estos Países, sino que los de padres españoles casualmente nacimos en ellos, o andamos en dos pies por divina dispensación, o que valiéndose de microscopios ingleses apenas se descubre en nosotros lo racional.

Puesto en esa línea de ofensiva intelectual don Carlos no se detuvo. Así, cuando Kino afirmó que las desgracias acaecidas en el mundo en los años de 1641 y 1644 habían sido causadas por un cometa aparecido varios años después, en 1652, y que ese cometa o “monstruo” de cualidades retroactivas había sido devastador, Sigüenza le respondió que lo único monstruoso era argumentar con dislates tan grandes y devolviéndole el insulto al padre le dice que eso sí era prueba de tener “trabajoso el juicio”:

Está ya obedecido el R.P. en cuanto mandó y le sigue, por conclusión necesaria de estos cotejos, tener el juicio muy trabajoso quien dedujere y afirmare lo que aquí deduce el R.P. Por que ¿en qué razón, en qué juicio, en qué entendimiento (no digo de Alemán y cultivado en la Universidad celebérrima de Ingolstadio, sino de Americano y mal desbastado en la, aún poco célebre, de mi patria México) cabe el decir que, de lo sucedido por los años de 1641 y 1644 fue precursor, causa o señal, el cometa que se apareció por diciembre de 1652?

Y como remate le lanzó un dardo más:

A estos primores llegan las especulaciones filosóficas de quien vino de la docta Alemania a enseñarnos las matemáticas en la ignorante América.

Estas últimas líneas nos muestran hasta qué punto la prosa aristada y virulenta de nuestro sabio criollo trascendió su finalidad puramente científica para convertirse en algo totalmente distinto; y es con esta óptica como conviene que evaluemos y comprendamos los alcances que tuvo para México la aparición del cometa de 1680.

De esta forma fue como don Carlos de Sigüenza concibió y redactó una obra maestra que nos resulta cercana y actual a los que amamos la ciencia y la historia de nuestro país. Rememorar a esa ilustre figura, en gran medida olvidada pero aún viva y vigente, fue una forma de verlo hoy aquí, entre nosotros, en esta ilustre Academia mexicana.

Muchas gracias.


Respuesta al discurso de ingreso de don Elías Trabulse por Jaime Labastida

Señor director de la Academia Mexicana de la Lengua

señores académicos,

señoras y señores,

amigos todos

 

Pocas tareas tan gratas he realizado en mi vida, como la que realizo hoy, cuando respondo al discurso de ingreso de don Elías Trabulse a la Academia Mexicana de la Lengua.

El ingreso de Trabulse a esta institución (que se ocupa de lo más cercano y hermoso para el oído del hombre, digo, la palabra) corrobora una tradición centenaria ya de nuestra Academia. Aludo a un hecho decisivo porque, desde el momento de su fundación, han pertenecido a la Academia mexicana, y esto constituye uno de sus timbres de orgullo, los historiadores más eminentes del país. En ese sentido, diré que no cabe duda de que Trabulse es, por derecho propio, uno de los historiadores contemporáneos que ya ha logrado el nivel de excelencia que sólo alcanzaron unos cuantos, acaso los más ilustres, los mejores investigadores de la historia de México, los que han sido a su vez miembros de nuestra institución. Hablo de investigadores de la talla de Joaquín García Icazbalceta, Alfredo Chavero, Manuel Orozco y Berra, Ignacio Bernal, Ángel María Garibay, ya fallecidos; de Silvio Zavala y Miguel León-Portilla, aún vivos y en plena actividad creadora: con los dos últimos, Trabulse forma el tipo de investigación histórica en México hoy.

Trabulse es un investigador que ha trabajado lo mismo en la historia económica que en la historia política; en la historia literaria que en la historia de religiones. Pero, por encima de todo, Elías Trabulse se distingue por el enorme esfuerzo que ha desplegado al sacar a luz las fuentes de la historia de la ciencia y la tecnología en México. En este aspecto, su labor en única. Debemos reconocer en él a un hombre apasionado que indaga de modo incansable tanto en los textos impresos, antiguos y modernos, como en los archivos de México y el extranjero. Su objetivo consiste en mostrar, entre otras cosas, cómo la ciencia transforma las mentalidades, de qué manera provoca cambios en la sociedad. Trabulse es un investigador de las ideas, aún mejor: un historiador filosófico de la ciencia.

Otros historiadores se ocupan de la historia en tanto que tal, de la historia de la literatura económica. Trabulse lo hace también, especialmente en la economía y la literatura: así, sus hallazgos e interpretaciones de sor Juana son ejemplares, sin duda empero, el campo donde no tiene paralelo ni conoce par, al menos en México, es un espacio que parece pertenecerle a él solo y tomar como su coto personal, la historia de la ciencia y la tecnología.

Su aportación decisiva acaso sea su Historia de la ciencia en México, una magna enciclopedia en 5 volúmenes, que va del siglo XVI al siglo XIX. [1]

Cuantos la hemos leído nos asombramos de esta obra monumental, a un mismo tiempo serena y apasionada, en la que se han recogido, con erudición y paciencia extremas, los textos más importantes de los sabios mexicanos, sea en la medicina o la astronomía, sea en la geografía o la historia, sea en la química o la física, sea en la arqueología o la paleontología, sea en la botánica o la zoología, en suma, en todas las disciplinas en las que Trabulse reconoce el esfuerzo propio de un investigador nacional. Con esto, Trabulse ha puesto en relieve, a un tiempo, los aportes y los límites de nuestro desarrollo científico: los aportes, porque demuestra los esfuerzos que, a lo largo de cuatro siglos, han realizado los sabios mexicanos; los límites, porque su trabajo es también una denuncia de los magros resultados que, en esos siglos, han obtenido nuestros investigadores: pocos han alcanzado relieve universal.

A partir de este trabajo inmenso, que consumió quince años de su vida y que culminó en 1989, Trabulse ha podido ocuparse de otros problemas relacionados con la ciencia en nuestro país y, así, en 1995 nos entregó una estupenda investigación en la que se dan cita el gusto tipográfico, la veracidad científica y el más intenso de los placeres estéticos. Se trata del libro Arte y ciencia en la historia de México [2] que avanza por un doble sendero. Por un lado, muestra el esfuerzo del científico que hace de su trabajo una obra de arte, es decir, de qué modo traduce a lenguaje iconográfico el texto escrito. Trabulse investiga los casos específicos en los que se presenta una clara relación, en la actividad científica, entre concepto e imagen y muestra la estrecha vinculación que hay entre la palabra –el signo verbal– y la imagen plástica –el signo gráfico. Por otro, muestra el esfuerzo de algunos artistas plásticos mexicanos que intentaron dar carácter científico a su tarea estética. ¿Es la de Trabulse una tarea arriesgada? Por supuesto, pero también es necesaria. No son pocos los científicos que se han esforzado por unir, en su trabajo, el rigor científico y el placer estético. Los matemáticos califican como bella una ecuación, si ésta es sencilla, los físicos dicen de una ley natural, si se expresa en una formula sintética, que es bella y nítida, clara y exacta. Quisiera recordar que Alejandro de Humboldt escribió, en un hermoso libro de su juventud, Cuadros de la naturaleza, que se proponía aplicar “la estética a los objetos de las ciencias naturales” o bien, “tratar de un modo estético las ciencias naturales”. [3]

Pero vayamos al texto que Trabulse nos ha leído hoy. Como lo han comprobado, ofrece en él otra prueba de su enorme talento de historiador. Ha elegido para su discurso de ingreso un tema que le es particularmente caro, la figura señera del que fue, sin duda, el científico más riguroso de la época colonial: Carlos de Sigüenza y Góngora y su polémica con el jesuita Eusebio Francisco Kino, a propósito del tránsito del cometa de 1680 por el cielo de México. Permítanme hacer alguna precisión. Kino llegó a la Nueva España precedido de una enorme fama de historiador y de científico. Hasta sor Juana, deslumbrada por su talento, le escribió un soneto, sin duda admirable por su belleza, pero en el que se denuncia, por su carácter hiperbólico, el escaso conocimiento que sor Juana tenía de los asuntos astronómicos. Dice pues en los versos finales (habla de Kino): “todo el conocimiento torpe humano / se estuvo obscuro sin que las mortales / plumas pudiesen ser, con vuelo utano / ícaros de discursos racionales, / hasta que el tuyo, Eusebio soberano, / les dio luz a las Luces celestiales”.

Ya hemos advertido, en las palabras leídas por Trabulse, la oposición que hay entre un discurso científico, racional, como el de Sigüenza y otro, el de Kino, retrógrado y oscuro. Sigüenza mide el tránsito del cometa en grados, lo observa por medio del telescopio; Kino, en cambio, lo mide en palmos (es obvio que los de la mano), sin hacer uso de ningún instrumento, con los ojos limpios (o sucios, mejor dicho). Kino posee la mentalidad del misionero llegado a la Nueva España en el curso del siglo XIV y no la actitud moderna de Sigüenza, formado en las teorías de Copérnico, Kepler y Galileo. Por esto, no es extraño que despliegue su trabajo religioso en las zonas áridas del Occidente en Sinaloa, Sonora y las Californias.

Creo que, a lo largo de la época colonial, Sigüenza sólo tiene otro espíritu científico a su misma altura: José Mariano Mociño, el ilustre botánico y explorador que acompañó a Martín de Sessé en la Expedición a Nutka, aquel que escribió los textos filosóficos más audaces publicados en la Gaceta de literatura de México por José Antonio de Alzate. Pero mientras que Mociño es un claro fruto de la ilustración borbónica, el inmenso talento de Sigüenza brilla como una estrella solitaria en el oscuro cielo de la España de los Austria.

Porque impulsara en este cuerpo, sin duda, la investigación histórica y porque su labor le dará lustre a la Academia mexicana, celebro, sin disimular mi entusiasmo, el ingreso de Elías Trabulse a nuestra institución. Le doy, en nombre de todos los académicos, la más cordial bienvenida, diciéndole entra, Elías, ésta es tu casa.

 


[1] Elías Trabulse, Historia de la ciencia en México, cinco volúmenes, México, Conacyt y Fondo de Cultura Económica (t. I, Siglo XVI, 1983; t. II, Siglo XVII, 1984; t. III, Siglo XVIII; 1985; t. IV, Siglo XIX, 1985 y t. V, Apéndices e índices, 1989). En cada uno de estos volúmenes, Trabulse contó con la colaboración de otros historiadores nacionales; así, para el tomo I, de Susana Alcántara y Mercedes Alonso; para el II, de Alberto Sarmiento y María Pardo; para el III, de Concepción Arias y Cándida Fernández y para el IV, de Perla Chinchilla Pawling.

[2] Elías Trabulse, Arte y ciencia en la historia de México, México, Fomento cultural Banamex, 1995.

[3] Alejandro de Humboldt, Tableaux de la Nature, París, guérin, 1866, t. I, Prefacio a la primera edición alemana, p. 3 (la traducción de galuski se reproduce en la primera versión). en la edición de Firmin París, didot Frères, 1850, t. I, p. 2, se ofrece la traducción de Ferdinand Hoefer. la edición española (México, siglo XXI, 1999), a partir de la alemana, coincide con la de Hoefer.

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