Admirados maestros de la Academia Mexicana:
Hace 18 años, aquí mismo, pronunció su discurso de ingreso en esta noble corporación, el doctor Alfonso Noriega Cantú, muerto el 16 de enero de 1988. El que habla, designado para ocupar su silla vacante —la XX— está consciente de la enorme distancia que le separa del singular conjunto de méritos de su muy ilustre antecesor y de sus dos predecesores, no menos ilustres: don Francisco Castillo Nájera y don Luis Garrido. La distancia, lejos de menguar, aumenta si se invoca el título de publicista con el que recordó al doctor Alfonso Noriega Cantú otro eminente miembro de esta Academia, don Ernesto de la Torre Villar, pues el título de publicista le era adecuado en su antiguo origen jurídico y de escritor, significación desbordada hoy por el uso mayor que se ha dado a este término en el mundo de la comunicación comercial. El doctor Alfonso Noriega Cantú unía a su humanismo de cuna y cultura sólidos conocimientos que le situaron entre los juristas más respetados del país, en la línea cimera de don Emilio Rabasa, don Mario de la Cueva y don Antonio Martínez Báez. Maestro universitario, historiador acucioso, tratadista eminente en materia de garantías de amparo, el doctor Alfonso Noriega Cantú fue también reconocido estudioso y biógrafo de José María Morelos y Gabino Barreda, nombres paradigmáticos de la vida mexicana. Y mostró su interés profundo por la literatura española en bellos ensayos, como el de "El humorismo en la obra de Lope de Vega". Tratar personalmente al Chato Noriega, ser cautivado por los desbordamientos de su simpatía e ingenio, fue tanto como una experiencia amistosa, una comprobación íntima de su señorío en la virtud y la sabiduría. Varón de refinada estirpe, de grata y generosa memoria. La evocación de mi respetable antecesor es más que un trámite elogioso: es un sentido homenaje a su recuerdo. La obra a que está unido su nombre marca por sí sola el vacío dejado, mayor aún ante la orfandad de mis títulos. Tampoco es protocolo de modestia este emplazamiento autocrítico, sino confesión honesta y obligada de mis limitaciones. Ni aun dentro del ámbito profesional al que pertenezco, el de la comunicación, que posiblemente es el que se ha tomado en cuenta como marco referencial del alto honor que se me discierne, puede justificarlo. Otros nombres asegurarían —aquí está Arrigo Coen Anitúa— una elección mejor, si se considera que la experiencia no basta en una actividad que se ha hecho requerimiento científico no sólo por sus relaciones directas con los significados del lenguaje, sino por el estudio sistemático e interdisciplinario de los significados del comportamiento humano, en un marco de tecnologías altamente avanzadas. Espacio múltiple, sembrado de preguntas y respuestas, en el que el lenguaje es el punto de partida de la comunicación, en tanto que la comunicación contribuye a ensanchar los territorios del lenguaje.
Caminar de los aledaños a los peldaños de la Academia no ha sido, ciertamente, acto involuntario, sino atrevimiento, quizá desmesura. Viaje del ensueño a una realidad a la que tardaré en habituarme, pendiente, más que de un crédito, de un compromiso: el de ser un aspirante digno de la distinción con que se honra a quien siempre ha acicateado el deseo incesante de aprender, esto es, de ser aprendiz. De ahí que al comienzo de mis palabras llamara a ustedes, distinguidos académicos, admirados maestros. Los primeros atisbos, en esta convivencia de un largo año, indican lo mucho que pueden enseñarme, lo mucho que aprenderé. Aquí estoy, viva la gratitud que les debo y que personalizo en los tres académicos que tan generosamente propusieron mi candidatura de ingreso: don Manuel Alcalá, don José G. Moreno de Alba y don Porfirio Martínez Peñaloza, recientemente fallecido y recordado. Más que a ocupar una silla, si se me permite la figura, vendría a sentarme junto a ustedes. Despierta mi capacidad de reflexión y su sustituta, la capacidad de atención, compartiendo con todos el amor a la lengua española que nos convoca y nos asocia.
Como señal de identidad, quizá traiga el olor a tinta de imprenta que me acompañó al nacer y que me ha escoltado a lo largo de mi vida. Puede decirse que aprendí a leer prematuramente sobre los títulos o cabezas del diario de provincia en que trabajaba mi padre, que él traía, junto con los diarios nacionales de canje, al amanecer de cada día, al cierre de su turno de linotipista. Un olor de tinta fresca invadía el recinto hogareño, convertidas en juguete infantil de las manos y en envoltura del cuerpo aquellas páginas grandotas de crujiente papel. Deletrear, con la guía paterna, sería parte del juego, hasta que un día, seguramente por analogía visual con el paisaje predominante de mi tierra santanderina, musité, canté, grité la palabra mar, sin saber que era, junto con tierra, una de las más antiguas del lenguaje humano. ¿Seguiría otra palabra monosilábica de tres letras —pan— de tan imperativa necesidad en el seno familiar? Es posible, como parece que entonces sucedía, que las voces construidas con tres letras, se expresen primero, quedando más fácilmente instaladas en el depósito de la memoria humana con su consonante entre dos vocales mayoritarias: ojo, pez, día , año, mes, oro, voz, mar, ser...
Empapelado de palabras, desde muy pequeño comenzaría a nadar por su mágico océano. Mar de tinta y de saliva, donde fui aprendiendo a conocer sus corrientes encontradas, sus oleajes tempestuosos. Percibí tempranamente, también, cuando aún no se desarrollaban el cine sonoro y la radio, lo que nunca olvidaría: que la palabra está en el corazón del hombre y en el vientre de las cosas. Puede ser grito de rebeldía o acatamiento servil. Herramienta y símbolo. Afirmación y violación. Construye el destino del hombre y con ella el hombre construye el destino del mundo. Aprendería que a libertad de las palabras podía engendrar la cárcel de las palabras. Y yo quería ser un hombre libre. El afán de saber empezaba por el saber decir: Y el saber decirlo es el empeño más apremiante y difícil de la comunicación humana, sabiendo en Ia bella definición de Octavio Paz que el hombre es una metáfora de sí mismo.
A mi padre, obrero culto, gramático por oficio, debo no sólo la lectura en alta voz, desde los libros primarios hasta las novelas de Pereda y Pérez Galdós, sino que el amor a las letras fuese el fundamento de una vocación que atizaría pródigamente el ámbito de mi curiosidad y el afán estimulante del conocimiento práctico, a falta de estudios universitarios por insuficiencias materiales. Así aprendí, al mismo tiempo, lo que no quisiera haber olvidado: que Ia palabra es verdaderamente correcta si se dice sin rencor, no importa cuán apasionada sea.
Corno incansable buscador de palabras, tratando de encontrarles su forma y su sentido, iría de veta en veta, pellizcándolas, desmenuzándolas, deshuesándolas, abriendo sus entrañas. Al adolescente le llenaba de asombro que por anteposición del prefijo per, la palabra verso cambiara aperverso y que el agregado del sufijo sa convirtiera la sal en salsa. Y que, a la vez, la alteración de una simple letra dieracantar por contar, risa por misa; veto por voto; elefante por elegante, mitote porpitote; metiche por pediche. Dominio cautivador del rosario de los parónimos: canto-llanto-manto-santo-tanto; módico-México-léxico; país-paisaje-paisanaje. Con su antecedente histórico: veni-vidi-vici. Fuente, a la vez, de las paranomasias publicitarias: Dubo-Dubon-Dubonet; mira-admira-Admiral; mejor-mejora-Mejoral. Me seduciría la pirotecnia de los palíndroinos:raza y azar, Roma y amor, oído y odio; amo la paloma; Anita lava la tina... Eco prolongado y seductor de timbres vocálicos, de tonos sonoros en sus articulaciones fricativas: entre la fricción bucal y la vibración de la garganta; sincronizados lengua y paladar; labios y dientes. Ecos tonales condicionados por la fuerza de los acentos que cambian el significado de las palabras: revolver-revólver; mendigo-méndigo; cesar-césar perdida-pérdida… Campo fértil de mutación y permutación de las palabras; de metagramas y logomaquias.
Lo que es natural o elemental para quienes lo saben por disciplina académica o de investigación, para mí era hallazgo sorprendente, a lo más intuición de quien olía o acariciaba las palabras, como si fuesen criaturas recién nacidas, hijas del amor o de las travesuras. Desde las llamadas emparentadas por pertenecer a una misma familia —engendrar y genio, influencia y fluido, altura y altar—, hasta las identificadas como dobletes, por tener el mismo origen, siendo a veces de significado distinto: cátedra y cadera; temperamento y temperatura; depreciar y despreciar. He perseguido otras palabras, hasta sus lejanos orígenes. De Mommsen aprendería que petulante fue el nombre de un cuerpo de ejército en tiempos de Juliano; de Amado Alonso, que ciprés venía de Chipre; de Américo Castro, que hispani fue el nombre que dieron los romanos a los primeros pobladores de España y que olé viene del árabe en su significado de Por Dios. Saber primario, insisto, pero para mí revelaciones inesperadas, que todavía repito con cierto candor.
He acudido gozoso a los sobresaltos y a las vibraciones semánticas del lenguaje, aprendiendo a diferenciar, en lo posible, entre el nombre de Ias palabras y las palabras con nombre, esto es, de las palabras que tienen dueño: cristianismo, platonismo, malinchismo, marxismo,narcisismo, maquiavelismo, sadismo, cantinflismo... También, variantes de derivaciones, como guillotina, vatio, voltaje, pasteurizado... Más los nombres tutelares de las ciencias: Ley de Newton, Ley de Pascal, Ley de Mendel... Identificaría otra clase de propietarios de palabras, entre los médicos: mal de Parkinson; enfermedad de Krabbe; anemia de Lederer, signo de Quinquad… Con el agregado, cada día más extenso, de los síndromes: síndrome de Rogers; síndrome de Ganser, síndrome de Joe Luis... Renovado en el tiempo está el Síndrome de Stendhal, que se aplica a ese turista angustiado por el hambre de arte y belleza... Un síndrome poco conocido todavía es el de la ansiedad informativa, debido al profesor norteamericano Richard Saul Wierman, en 1989, y que se relaciona con el exceso de datos que recibe el ser humano de nuestro tiempo y la vergüenza de confesar la ignorancia de algunos de ellos, combinada con la baja retención u olvido de los que se leen o se ven. Un lugar preferente ocupan los acuñadores o adoptadores de palabras que circulan en toda clase de lenguajes: epístema, de Aristóteles; anomia, de Durkheim; semántica, de Bréal; fenomenología, de Hegel; penicilina, de Fleming; egología, de Unamuno; penultimidad, de Ortega y Gasset; logorrea, de Alfonso Reyes; soledumbre, de Octavio Paz; trasterrado, de José Gaos; pepsicoatl, de Carlos Fuentes.
La vida es una perenne acumulación de palabras. Juguete primero, curiosidad después, indagación más tarde, deslumbramiento siempre, aprendizaje perpetuo, Ias palabras, reinas del tiempo, gobierno del hombre, palomas mensajeras de la comunicación, me han llevado de una a otra orilla, de la infancia a la madurez, entre la incertidumbre y Ia esperanza, de misterio en misterio, de sorpresa en sorpresa, pues la palabra, antes de ser conocimiento, es excitación, más quizá, subyugación. De ella parten o a ella llegan todos los ritmos y armonías del lenguaje, albergue común, causa y casa del ser, hecho social por excelencia, como le llama mi admirado maestro don José G. Moreno de Alba. Este amoroso viaje con las palabras me llevaría, en México, a vivir de ellas, como oficio improvisado, lo que nos obligaba a convertir la afición en estudio, dentro de nuestras propias limitaciones, y el estudio en responsabilidad, dentro de nuestros principios morales.
En el marco operante de los lenguajes que forman parte de la comunicación y le dan vida —desde el político y la propaganda, hasta el comercial y el periodístico—, el lenguaje de la publicidad es, seguramente, el de más diversos tonos y extensiones: ocupa el territorio más dinámico y sensible de la comunicación. Es lenguaje de acción; también de anticipaciones y de urgencias. El sentido de lo nuevo no se concebiría sin el pulso del apremio, que es orden de lo concreto, entre la sucesión y la recesión de los días y de las cosas; entre la adopción y la adaptación de las palabras en un medio en continuo cambio, según sean pertenencia propia o seamos pertenencia de ellas. Tanto como una modalidad, es un lenguaje de características propias y distintivas. El tener que hablar en términos de necesidades y gustos es, según Jean Baudrillard, una pasarela al dominio de lo mágico. O sea: lo real imaginario y lo imaginario real. En el lenguaje de la publicidad no sólo hablan los esplendores del deseo, sino que éstos adquieren relieve y volumen. En sus dos vertientes fundamentales, el lenguaje figurado —retórica— y el lenguaje natural —realismo— está dotado de una serie de técnicas y recursos que van de Ia impresión a la recepción; de la recepción a la comprensión; de la comprensión a la persuasión, y de la persuasión a la demostración. El lenguaje publicitario cumple el fin del lenguaje por esencia: representar y traducir una realidad: la realidad cotidiana, reflejo del decir, del hacer y del ser del hombre de nuestro tiempo, del hombre de todos los tiempos. Se explica que el de la publicidad haya sido definido por Ortega y Gasset como lenguaje de las multitudes; como lenguaje del reclamo convencional, por Umberto Eco; como lenguaje del consentimiento, por Walter Lippman; como lenguaje de la abundancia, por Alvin Toffler; como lenguaje de la literatura aplicada, por Aldous Huxley; como gloria de Ia síntesis, por Paul Valéry... Seguramente ha sido Roland Barthes el que con mayor claridad ha interpretado el lenguaje publicitario —lenguaje de Ia originalidad, lo llamaría— al situarle en tres planos esenciales: el literal, con su sentido inmediato; el asociado, con su sentido representativo, y el declarado, con su sentido último, el fin perseguido.
Este espíritu de buscador y rastreador tenaz, contumaz, voraz de las palabras, me llevaría, también, al asentarme en uno de sus oficios, a una larga investigación de 30 años, la cual traigo aquí, a la respetuosa consideración de ustedes, más allá de lo que pueda significar como instrumento profesional. Quiere ser parte, ante todo, de una contribución al estudio del lenguaje en uno de sus campos más extenso y representativo, el de la publicidad, artesanía testimonial del hoy, ciencia del mañana, espejo histórico de la aventura humana.
Desde mi primera y nueva experiencia advertí que faltaba un vocabulario organizado del lenguaje publicitario. Había recuentos de usos, parcelas de frecuencias, anotaciones fragmentadas de palabras claves. Pero no ese vocabulario organizado y fundamental, tan necesario como el arropamiento al cuerpo. Lo que constituiría no sólo sorpresa, sino estímulo, para medir y explorar Ias dificultades de un medio en el que el ingenio y la imaginación son más fuertes que la disciplina y la previsión. Nos esperaban otras avenidas y meandros en la búsqueda, ya familiar, de las pistas y sentidos de las palabras.
Nos internamos a profundidad en la ruta de las frases o lemas publicitarios, que son timoneles de este lenguaje, como sucede en el lenguaje común. Es el territorio universal del eslogan, que nació como grito de guerra, previo o posterior a sus batallas, paralelamente a los dominios de la propaganda, de donde pasaría a los de la publicidad. Aunque el término era conocido en la Escocia del siglo XVI, los ingleses le dieron registro académico a mediados del XIX y los franceses en los comienzos del XX. Su ingreso en nuestro diccionario es muy reciente, como frase corta que se pretende grabar en la mente de los demás. En la propaganda y en la publicidad se ha definido como expresión concisa, neta e impresionante, de una idea o de un conjunto de ideas. Lo que coincide, en forma menos explícita, con el pensamiento de Emerson: el eslogan es una frase rotunda y clara, visible y palpable. Y con el de André Gide: es una fórmula concisa, fácil de retener en razón de su brevedad y habilidad para impresionar Ia mente. Para nosotros, el eslogan es el motor tanto del lenguaje publicitario, como del lenguaje de la propaganda. Sin él, los dos carecerían de impulso y de vigor.
Concluida la tarea en vísperas de esta ceremonia, puedo ofrecerles un primer dato singular: lo es, por cuanto nuestra investigación cifra en ocho mil el número de palabras del vocabulario de Ia publicidad. Los cálculos que se conocen lo han venido situando entre 500 y 800 palabras, en todo caso siempre por debajo de las 1 000. Nuestro estudio está fundado sobre el análisis de un universo de 200 000 palabras, procedentes de 43 000 lemas o eslóganes publicitarios, en 81 países, los cuales son representativos, como en 20%, de la primera mitad de nuestro siglo y en 80% de la otra mitad, con la que hoy convivimos. Que el vocabulario sea tan amplio se debe a la extensión de la muestra, al recogerse en ella giros y peculiaridades de los diversos países, independientemente de su frecuencia y de su sobrevivencia; dentro del incesante caudal de nuevas voces que ingresan al lenguaje ordinario. Se ignora, a menudo, la cuantiosa cifra de palabras y marcas comerciales que se incorporan al lenguaje publicitario, vigilante como éste es de los términos y neologismos que nacen de la llamada modernidad y que los rápidos flujos de la propia modernidad consumen o desgastan, abandonan o marginan, sin dejar de ser; pues la modernidad suele recuperarlos o restaurarlos, de acuerdo con los gustos cambiantes del tiempo y de Ias gentes. Se habla mucho de los productos triunfales de la publicidad, pero no del enorme cementerio de marcas que quedan tras de sí. La extensión del vocabulario no disminuye, posiblemente acentúa, la fragilidad de un lenguaje que se apoya continuamente en la repetición, en las redundancias y en las consonancias.
La investigación nos proporciona otro dato concreto: las 10 palabras más usuales en el mundo a través de esos 43 000 lemas: que, más, para, ser, mejor, calidad, todo, uno, mundo, bueno.
Vale señalar que no se han considerado en la tabulación los artículos, conjunciones y preposiciones, exceptuando para y que, no sólo por rigor estadístico, sino por la misma función que ambos términos desempeñan en el estilo particular del lenguaje publicitario. Lo que tiene que ver con el número promedio de palabras de cada lema o eslogan, que se ha reducido a seis de las 10 que sumaban a principios de siglo y de las ocho en 1960, confirmándose así el creciente espíritu de síntesis, común a los distintos idiomas. Cabría predecir que, por lo mismo que a principios del siglo XXI los mensajes publicitarios de televisión serán de cinco segundos, el número promedio de palabras por lema o eslogan será de tres, enriqueciendo el lenguaje de las trilogías.
Ninguna de las 10 palabras comprendidas en el vocabulario mundial de la publicidad se corresponde con Ias otras tantas palabras preferidas de 100 escritores iberoamericanos consultados por el diario Mercurio, de Chile, hace 25 años: amor, libertad, madre, alegría, Dios, libélula, esperanza, sándalo, fulgor, mar. En la misma situación se hallan Ias 10 palabras favoritas entre 69 escritores y pensadores, predominantemente de habla hispana, que figuran en otro capítulo de nuestro estudio: amor, libertad, mar, alma, azul, belleza, corazón, Dios, vida, armonía. No coinciden literalmente. Pero son palabras que están repartidas, en distintas proporciones, en el vocabulario mundial de la publicidad. Algunas, como belleza, amor, alegría y esperanza, encabezan o figuran en el censo de las 10 voces más usuales en las clasificaciones específicas, de ramas de productos y servicios. Por lo demás, al comparar las palabras contenidas en Ia encuesta del diario chileno Mercurio y nuestra propia investigación, hay coincidencias en cuatro: amor, libertad, Dios, mar. ¿Podrían considerarse como las predilectas —o las más constantes— del pensamiento intelectual? No omitiré que 46 Premios Nobel, reunidos en Estocolmo el 12 de diciembre de 1975, consideraron devaluadas, por haber quedado desprovistas de contenido, cuatro palabras indispensables: democracia, libertad, verdad, justicia. (A Sócrates se le ha atribuido la trilogía preferente de verdad, belleza, bien.)
Obviamente, la investigación clasifica de la misma manera las 10 palabras más usuales en el vocabulario de la publicidad mexicana, cuya participación en el total de los 43 000 lemas o eslóganes es del 26%. Helas aquí: más, México, para, que, mejor, calidad, ser, uno, todo, servicio.
Aunque en distinto orden, ocho de las 10 palabras más usuales hoy, en México coinciden con las del lenguaje mundial de la publicidad. Entran México y servicio; salen mundo y bueno. Comparado este censo con el que levantamos en 1966, se da un paralelismo del 80% de las palabras. Varían fino y prestigio, sustituidas ahora por todo y servicio. La palabra México, que ocupaba entonces el primer lugar, se encuentra ahora en el segundo. Conserva el significado que hemos dado a este término, más allá de la obligada cita referencial de muchos mensajes, común a los demás países, pero no con semejante predominio. La invocación de México es una afirmación de carácter nacionalista, de afirmación de lo propio como identidad trasladada al lenguaje publicitario e influida, desde luego, por Ia vecindad de la nación más poderosa de la tierra. El vocabulario mexicano de la publicidad ha crecido, también, muy sensiblemente: de menos de 800 palabras en 1966 a más de 3000 en 1992. Ello se debe no sólo a una muestra mucho mayor, sino al factor ya ponderado de la multiplicidad de nuevas voces, reflejo de las particularidades y neologismos del lenguaje y de la variedad geográfica. Lo que sí podemos precisar, en el caso de México, es que el público sólo identifica, de una forma constante, entre 300 y 500 palabras del vocabulario total.
Evidentemente, hay un registro bastante homogéneo en el índice de tendencias y frecuencias del vocabulario general de la publicidad, incluido tanto el particular de México como el de todos los países de habla hispana. En el cotejo, una sola palabra de éstos no aparece entre las 10 más usuales — mundo—, cuyo lugar ocupa vida. La diversidad de términos se halla esencialmente entre los que corresponden a cada uno de los 82 géneros en que el vocabulario se divide. En el caso de Estados Unidos, que representa 21% de la suma total de lemas investigados y que es el país que encabeza la inversión publicitaria del mundo, con 50% aproximadamente, hay que destacar que el vocabulario de su publicidad, quizá porque es influencia suya, coincide con Ias 10 palabras más usuales del cuadro general, excepto en una —bueno—que se sustituye por hacer.
No puedo, por razones de tiempo, ampliar otros datos y revelaciones de esta investigación, que incluye, para fines analógicos, una tabla de las palabras más usuales en el lenguaje general del siglo XX, dividido en nueve décadas. Puedo agregar que, en el análisis de motivos, el vocabulario de la publicidad refleja, y en cierto modo atiende, los cuatro deseos básicos del ser humano de hoy: mejor nivel de vida, mejor salud, mejor educación y mejor bienestar familiar. Como curiosidad, entre las muchas descubiertas, anotamos que la palabra no antecede en frecuencia a la palabra sí, lo que rompe una de las normas más tradicionales de la publicidad: evitar las expresiones negativas. .
Admirados maestros: termino, encomendándome a la benevolencia de su juicio; de su consideración tengo sobradas constancias. La necesito para sosegarme, si fuese posible, después del atrevimiento consumado. El hecho de que les anunciara al principio de mis palabras no es paliativo; si acaso, agravante. Desearía que por los entresijos de ellas asomara algún mérito, por pequeño que fuese, en reciprocidad al honor que se me otorga, tan intenso que me deslumbra, y como expresión de una gratitud, que es infinita. Pero debo atenerme a lo que hay de insuficiencia en el testimonio que acabo (le ofrecerles. Bastante es que permitan a este adolescente aprender al lado de ustedes, dueños del tiempo sin edad de la sabiduría.
Les brindo, a cambio, mi entusiasta voluntad para colaborar en las nobles tareas de esta Academia, tanto institución máxima de nuestra lengua, corno centro activo de cultura. Quisiera pertenecer a esa filología del amor a Ias palabras de que hablaba Unamuno. Además de mi reconocimiento y de mi afán de servicio, no es mucho lo que puedo agregarles, siendo lo mejor de mi vida en mi deuda impagable con ella: la veneración a las letras desde que aprendí a olerlas, a articularlas; la pasión por la verdad, como vínculo generoso y moral del destino humano, y la devoción por la libertad corno ejercicio solidario y fraterno de la convivencia. ¡Qué travesía tan bellamente mágica la que me ha traído por el mar de mi primera palabra leída hasta la orilla acogedora de esta Academia! Desde el asombro y el privilegio que convierten el pasado en sueño y el presente en encantamiento, prometo a ustedes empeñarme en ascender cada peldaño de esta Academia para justificar en merecimientos, antes de que el recuerdo sea olvido, la excepcional distinción con la que me honran y me ennoblecen. Mi palabra valdrá, tutelada por la palabra de ustedes.
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Señor director de la Academia Mexicana,
señores académicos,
señoras y señores:
Hablar de don Eulalio Ferrer es una tarea simultáneamente muy fácil y muy difícil. Trataré de explicarme. Si se revisa la lista de personas ciertamente importantes que han expresado opiniones sobre él, se estará de acuerdo en que decir algo original y que en verdad le haga justicia es empresa no fácil. Vayan algunos cuantos nombres ilustres de intelectuales que han dejado por escrito su admiración por don Eulalio: José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Andrés Henestrosa, Octavio Paz, Fernando Benítez, Carlos Fuentes, entre varios más. La Academia Mexicana, por tanto, podría haber elegido, entre mis compañeros, a alguien de más merecimientos para dar la bienvenida a nuestro nuevo colega. Me alegra empero ser yo quien lo haga porque muy bien sé que la benévola amistad con que me honra el nuevo académico influyó de manera decisiva en esa, para mí, afortunada designación.
He dicho que hablar de don Eulalio es también cosa muy fácil. En lo de fácil, obviamente, va también lo placentero. Por principio necesito decir que hay muchas personas distintas en este solo hombre verdadero. Podríamos pasarnos buenas horas reseñando aquí sólo algunos pasajes de su biografía. Detenernos, por ejemplo, en el año 939, en el 7 de febrero para ser preciso, cuando —después de que en un gesto de moderno San Martín Caballero, el joven Eulalio, de apenas 18 años, en la placita de Banyuls, le regala al poeta Antonio Machado y a su madre su capote militar— llega al campo de concentración de Argelès-sur-Mer, donde pasará varios dolorosos meses rumiando la humillante derrota republicana. O podríamos pasar, de golpe, unos meses después, en julio de 1940, al buque Santo Domingo, donde viaja Eulalio Ferrer, como refugiado, a su segunda patria, a México, de donde no habrá de separarse nunca. Cuando, en 1949, adopta la nacionalidad mexicana, sin dejar de ser un español cabal, no hace sino ejecutar uno más de sus innumerables actos de coherencia moral.
Toda mi intervención podría asimismo dedicarse al empresario de éxitos resonantes. ¿Quién podría imaginar que aquel adolescente, expulsado de España, sin fortuna alguna, se habría de convertir en uno de los hombres de negocios más importantes de México, respetado aquí y allá, en su primera patria? Cuando digo respetado, quiero que se tome la palabra en todos sus sentidos. Dirige y preside numerosas empresas, participa en multitud de negocios, triunfa casi siempre en todos ellos. Pero nada de ello lo recibió sin esfuerzos. Desde 1941, cuando dirigía la revista Mercurio hasta hace poco, cuando presidía importantes compañías de publicidad mexicanas, norteamericanas y europeas, son a mi ver dos virtudes las que explican su fortuna: la inteligencia y el trabajo. Dije presidía porque hoy don Eulalio disfruta, casi todas las horas de todos los días, de su biblioteca y de su estudio, después de haber decidido separarse de los negocios, para trabajar sólo con los libros. Otra difícil decisión ejemplar.
¿Quién que conozca bien a Eulalio Ferrer puede ignorar su pasión por el Quijote? Sabemos de aquel célebre canje de un paquete de cigarrillos apreciadísimos en el campo de concentración, por una maltrecha edición del Quijote, obra maestra que nuestro académico leerla una y otra vez y seguiría leyendo, ahora ya en las más lujosas y exclusivas ediciones, hasta nuestros días. Pero no sólo eso. En cuanto tuvo don Eulalio forma de hacerlo, comenzó a adquirir obras de arte con el tema del caballero de la Mancha y de su sagaz escudero. Nacía así una de las más originales pinacotecas mexicanas, con obras de los más importantes artistas mexicanos y extranjeros. Alguno de ustedes podrá pensar que se trataba simplemente de engalanar los muros de su casa, de una manera culta y refinada de invertir dinero. Pues no: la idea de don Eulalio era formar un verdadero museo iconográfico de don Quijote para entregarlo, íntegro, al pueblo de México. Decidió donarlo en cuanto tuviera reunida ya tina importante colección. Nada lo habría impedido, y no habría dejado de ser un acto de gran generosidad, disfrutar las obras durante su vida y dejarlas como herencia. Pues no, hace ya varios años que el país tiene, en la señorial ciudad de Guanajuato, el Museo Iconográfico del Quijote, donado en su totalidad por Eulalio Ferrer e inaugurado, en 1987, de la manera más solemne, por sus amigos, el presidente de España y el presidente de México.
Por respeto a los sentimientos del propio académico no me detengo en ese otro pasaje, uno más entre varios, que es el de mecenas. La generosidad del señor Ferrer va de la mano con Ia modestia. Por tanto me limito a enunciar que haber donado un museo entero es sólo una entre varias otras acciones en pro de la cultura de México y España, entre las que destacan las creaciones de premios internacionales y cuantiosas donaciones a instituciones de educación superior.
Capítulo aparte requiere hablar del publicista. Habría primeramente que señalar que nuestro nuevo académico fue un verdadero iniciador en México de esta hoy importantísima profesión. En 1947 fundó y dirigió la empresa Anuncios Modernos, que habría de convertirse después en Ia conocida y reconocida firma de Publicidad Ferrer. No creo equivocarme si afirmo que con Eulalio Ferrer la publicidad adquirió en nuestro país categoría verdaderamente académica. Organizó congresos nacionales e internacionales, presidió encuentros, coloquios y seminarios. Hizo de Ia publicidad una ciencia respetable.
Pues bien, nada de lo anterior ni la suma de todo ello llevó a esta Academia a invitar a don Eulalio a formar parte de ella. La Academia Mexicana está hoy de fiesta porque ingresa en ella un escritor, un buen escritor. Es de gran importancia para esta agrupación el contar con profesionistas de toda especie, que tengan en común, eso sí, la característica infaltable de ser escritores y de apreciar nuestra lengua española. Don Eulalio Ferrer tiene una apasionante biografía, es un empresario reconocido, un mecenas desinteresado, un publicista destacadísimo. Para la Academia Mexicana, empero, es sobre todo ello un buen escritor. Por eso lo ha invitado y él ha aceptado.
No debo ni puedo, en el espacio que se me ha asignado, referirme con cierto detalle a la obra escrita de Eulalio Ferrer. Permítaseme simplemente hacer un apretadísimo resumen. Creo que sus libros pueden agruparse en tres apartados: la crónica, el texto didáctico y la investigación. Excelente ejemplo del primero de esos géneros es su libro Entre alambradas, la historia de su cautiverio en campos de concentración después de la guerra civil española. Coincido con Fernando Benítez cuando escribe que la principal virtud de esta crónica es su autenticidad: el autor —escribe Benítez— “no nos abruma con reflexiones y filosofías; se limita a escribir lo vivido por él y por los suyos y no se siente un héroe ni la víctima de un destino que conduce al matadero a millones de nombres. De aquí su notable autenticidad. Su libro nos muestra las reservas morales dcl español, su heroísmo y su hombría de bien ante el drama irracional de toda Europa”. Varias obras ha escrito Eulalio Ferrer como auxilio a la enseñanza de la publicidad y la comunicación. Son hoy textos obligados en muchas universidades. Valgan dos ejemplos destacadísimos: El publicista, por una parte, y La publicidad, por otra, ambos publicados por Trillas. Sigue siendo a mi ver muestra de generosidad el que un profesional de gran éxito busque y halle tiempo para transmitir a los jóvenes sus conocimientos, para facilitarles el trabajo.
Los rasgos predominantes de estos libros de Ferrer son, a mi ver, el rigor y el orden en la exposición de los conceptos.
Al tercer grupo, la investigación, pertenecen varios libros importantes y, sobre todo, un proyecto en pleno desarrollo. En Madrid apareció hace poco una obra extraordinaria: De la lucha de clases a la lucha de frases: de la propaganda a Ia publicidad, admirable tratado, donde de manera por otra parte amenísima, se nos introduce en el apasionante mundo de la publicidad, desde sus orígenes hasta nuestros días. La información que maneja el autor y la colección de ejemplos y anécdotas ilustradoras que proporciona son verdaderamente sorprendentes. Habían visto la luz antes de este libro otros no menos trascendentes y dignos de mención, como La historia de los anuncios por palabras, amplia investigación que recorre el devenir de esos verdaderos telegramas públicos, desde los primeros antecedentes arqueológicos, como aquel anuncio de más de 3000 años de antigüedad, recogido en las ruinas de Tebas, donde el dueño Hapú daba noticia de la huida de su esclavo Shem y ofrecía por su captura una moneda de oro, no sin antes recordar a todos que la Casa de Hapú ofrecía las mejores telas de Tebas. La práctica de tales anuncios por palabras no ha perdido vigencia hasta nuestros días. El exhaustivo estudio de Eulalio Ferrer lo demuestra. El proyecto al que aludí, sobre el que hemos conversado sabrosamente el nuevo académico y yo, es nada menos que una enciclopedia de la comunicación y la publicidad. Así de sencillo. Tengo por mi parte la certeza de que tamaña empresa no puede llevarse a cabo sino por un hombre como don Eulalio, el conocedor por excelencia de tales asuntos. Considerando su obsesiva dedicación al trabajo, su talento y sus amplios conocimientos, no me cabe ninguna duda de que muy pronto el mundo entero podrá disponer de la mejor enciclopedia sobre asuntos de publicidad y de comunicación. Estemos todos pendientes.
Por cierto, no vaya a pensarse que toda la abundante obra de don Eulalio tiene como sujeto Ia publicidad o la comunicología. En otros terrenos ha incursionado también con éxito. Octavio Paz escribió el prólogo de su libro Trilogías, la influencia del tres en la vida mexicana. Si usted tiene curiosidad por conocer la influencia de ese número en la historia de México, en su geografía, en su sociología, en su política, en el lenguaje y artes populares, en la obra misma de Paz, lea ese delicioso libro. Ahora bien, quien se interese en la más completa historia y descripción así como también en todas las mutaciones que ha sufrido a lo largo de los siglos Ia misteriosa mujer conocida como “La Monalisa”, inmortalizada por Da Vinci, lea el libro de Eulalio Ferrer titulado La Monalisa, una fascinante historia.
A todos nos debe quedar claro, por tanto, que hoy ingresa en nuestra asociación todo un personaje, de apasionante biografía. Pero nos debe quedar claro que ante todo, para nuestros fines, llega a la silla XXII, la que ocupaba nuestro querido Chato don Alfonso Noriega Cantú, un hombre de letras, un hombre de muchos libros muy bien escritos. Don Eulalio, sea usted bienvenido, como decimos los mexicanos, a esta su casa. Muchas gracias.
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