i
De Alfonso Reyes recordaba en triste ocasión don Jaime Torres Bodet estas palabras: que cuando “el hombre sonríe, entonces funda la civilización y empieza la historia”. Y decía luego que “esta sonrisa y aquella luz fueron sus armas espléndidas de humanista”. Humanista, añado yo, en plenitud: prudente, sabio, afable, sonriente.
Creo que esa suprema afabilidad del homo subridens la compartió por entero con sus colegas de esta docta corporación. En efecto, a no ser ello así, no me explicaría —ilustres señores académicos— el que se me hubiese llamado a mí —horro de méritos— a formar parte de esta casa.
Llamamiento es él que, cuanto me honra, me azara y llena de turbación. Honra, por venir de quien viene y significar lo que significa. Honra que debo a los señores académicos que a bien tuvieron darme su voto aprobatorio, pero que me pone en particular deuda con cuatro de ellos: mi querido y venerado maestro y director nuestro don Francisco Monterde, don José María González de Mendoza, don Daniel Huacuja y finalmente —pero no por ello en postrer lugar— don Manuel González Montesinos, mi admirado y querido maestro. Fueron los tres últimos señores académicos quienes, generosamente, apadrinaron mi candidatura.
Turbación, por la responsabilidad que implica aunada a la, por otra parte, feliz coyuntura de habérseme nombrado para este sillón número xvii. Dignísimamente lo ocupó, en primer lugar, don Rafael Gómez. Pasa después a ilustrarlo don Federico Gamboa, noveno director de la Academia. Lo honra finalmente desde 1939 don Alfonso Reyes, ya académico correspondiente en 1918 y undécimo director de la Academia, del mes de mayo de 1957 hasta la hora en que, manriqueñamente,
aunque la vida murió,
nos dejó harto consuelo
su memoria.
Que, en efecto,
con voluntad placentera
clara y pura
encaró siempre esa hora suprema.
Y así nos lo decía en ese soneto —Visitación lo llamó— de agosto de 1951, en cuyo segundo cuarteto se siente un regusto de plegaria infantil:
—Soy la Muerte— me dijo. No sabía
que tan estrechamente me cercara,
al punto de volcarme por la cara
su turbadora vaharada fría.
Ya no intento eludir su compañía:
mis pasos sigue, transparente y clara,
y desde entonces no me desampara
ni me deja de noche ni de día.
Huelga decir que no reemplazo a don Alfonso Reyes en tal sitial. El sólo pensarlo fuera osadía. Sucedo, meramente.
ii
He hecho hincapié en la sonrisa de Alfonso Reyes. En alguna parte de su Las burlas verasescribió que “la sonrisa debe de ser un lenguaje universal”. A ella, sin duda, entre otras dotes, debe el haber florecido en ese mexicano universal que fue.
Lector incipiente suyo en mis días preparatorianos y asiduo luego en mis peregrinaciones por esos mundos de Dios, fue cabalmente en Filadelfia donde vi esa síntesis de lo universal en corazón mexicano. Un mal pergeñado ensayo con el subtítulo de el mexicano universal —un año antes que Jorge Mañach publicase su estudio sobre la Universalidad de Alfonso Reyes— me valió unas cordiales líneas suyas. Fueron ellas el comienzo de la amistad personal que generosamente me ofreció don Alfonso y que —vuelto yo a México hace seis años— cultivé agradecido y siempre aprovechado; pues no había vez que no saliese con algún nuevo tesoro de cada charla con él. Que don Francisco Monterde ha escrito cómo “el interlocutor salía siempre reconfortado, seguro de sí, dueño de una claridad interior que no llevaba antes de haber llegado a oír lo que decía con sinceridad admirable”.
Universal lo fue Reyes por la geografía, por la inteligencia, por el corazón.
Un día de mayo —el 17— y en 1899, abre los ojos a la luz Alfonsito el niño en Monterrey, su raíz mexicana. Veintidós años después, Alfonso el mozo escribiría:
Monterrey de las montañas
tú que estás a par del río;
fábrica de la frontera,
y tan mi lugar nativo
que no sé cómo no añado
tu nombre en el nombre mío.
Empieza luego en la ciudad de México —Universidad, grupo del Ateneo— su universalidad geográfica y cordial, de trato humano. Se ensancha después más allá de nuestras fronteras: Francia, Italia, España. Fecundos diez años en el Centro de Estudios Históricos —en la vieja casona de Almagro 26, de Madrid— bajo la dirección de Menéndez Pidal y el compañerismo de Américo Castro, Federico de Onís, José F. Montesinos, Tomás Navarro Tomás, Antonio G. Solalinde; y fuera del Centro la amplia vida de la “tertulia española”, de Azorín a Unamuno que tanto apreciaron a nuestro don Alfonso.
Vendrá con posterioridad a América: Argentina, Uruguay, Chile, Brasil, los Estados Unidos. Diría, en efecto:
…Mi arraigo es arraigo en movimiento. El destino que me esperaba más tarde sería el destino de los viajeros. Mi casa es la tierra. Nunca me sentí profundamente extranjero en pueblo alguno, aunque siempre algo náufrago del planeta. Y esto, a pesar de la frontera postiza que el mismo ejercicio diplomático parecía imponerme. Soy hermano de muchos hombres, y me hablo de tú con gente de varios países. Por dondequiera me sentí lazado entre vínculos verdaderos.
La raíz profunda, inconsciente e involuntaria, está en mi ser mexicano: es un hecho y no una virtud. No sólo ha sido causa de alegrías, sino también de sangrientas lágrimas. No necesito invocarlo en cada página para halago de necios, ni me place descontar con el fraude patriótico el pago de mi modesta obra. Sin esfuerzo mío y sin mérito propio, ello se revela en todos mis libros y empapa como humedad vegetativa todos mis pensamientos. Ello se cuida solo. Por mi parte, no deseo el peso de ninguna tradición limitada. La herencia universal es mía por derecho de amor y por afán de estudio y trabajo, únicos títulos auténticos.
Que ya en enero del 37 y en Mar del Plata había escrito:
Tú no lo sabes, Victoria:
Victoria, tú no conoces
lo que es andar por el mundo
peregrino entre los hombres.
Peregrino anduvo veintiséis años frecuentando las once musas: la décima, Sor Juana desde hace siglos y con derecho —no como otras de pega que criticaba ya el Brocense en sus comentos a Garcilaso—, la undécima, la diplomática, nos dice el propio Reyes. Que ya en este recinto hace dos meses recordó don José Rojas Garcidueñas el feliz maridaje entre letras y diplomacia en nuestro México.
Peregrino, sí. Pero casi con el don de ubicuidad, de irse y quedarse en todas partes como lo sugería hace unos dos años y medio Jorge Luis Borges:
El vago azar o las precisas leyes
que rigen este sueño, el universo
me permitieron compartir un terso
trecho del curso con Alfonso Reyes.
Dominaba (lo he visto) el oportuno
arte que no logró el ansiado Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno.
Y al igual que Odiseo volvió entre nosotros un día de enero de 1939.
Heureux, qui comme Ulysse, a fait un beau voyage,
…
Et puis est retourné plein d’usage et raison
vivre entre ses parents le reste de son âge!
El resto de su vida sí, rebosando sabiduría y discreción y, por añadidura, “con la x en la frente”. El resto de su vida en el México de su esperanza. Que ya el 2 de octubre de 1917 escribía de Madrid a Enrique González Martínez:
El estudio de la tradición literaria española es para mí un deber y un gusto; no una simple técnica. Pero mis alimentos están en Francia y en Inglaterra: mi ideal en Grecia. Mi esperanza en México.
iii
Da el hombre a su labor sin ningún miedo
las horas situadas.
decía el verso de Fray Luis de León.
Caso ejemplar el de Reyes que sabe situar sus horas —vieja sabiduría de Qohélet en elEclesiastés. Las horas del servicio a México —funcionario, diplomático, maestro— las horas del humanista creador, las horas del hombre de carne y hueso, sonriente siempre. Heredero en ello de nuestro tercer director, hace suyo, sin mencionarlo, el mote de don Joaquín García Icazbalceta: otium sine litteris mors est. Y, con las “horas situadas” para buscar sus otia y sus fiestas correlativas, es viva lección para ese mal del hombre occidental de nuestros días: laaneórtasis. Recuérdese que εορςη vale fiesta y que a la celebración de la misma los griegos daban el nombre de εορςασις. Por ello Lain Entralgo dice que “haciendo un adarme de patología cultural, no será disparatado afirmar pedantescamente que la actual sociedad europea padece deaneórtasis o déficit en la celebración de fiestas”. Fiestas, añado yo, que requieren ocio, y éste discreción y gracia —casi en el sentido teológico: recuérdese la obra del pensador alemán Josef Pieper— para emplearlo.
Y ¿en qué emplea Reyes sus ocios? Con espíritu teresiano de la Santa abulense del “todo o nada”, nos lo dice paladinamente: en ser universal. Lo recordaba en 1954 en su Parentalia: “Después, la cultura se encargó del resto: o apoderarse del mundo entero, o ser un desheredado, no cabía más”.
Me había yo aventurado a señalar en uno de mis cursillos de una universidad norteamericana cómo la universalidad de Reyes estaba en germen en el libro de sus veintiún años escasos: Cuestiones estéticas (París, 1910). Grata sorpresa mía el verlo confirmado por el propio don Alfonso cuando en 1955, en un capítulo de su Historia documental de mis librosescribía:
En cuanto al contenido del libro, varias veces he declarado que yo suscribiría, en general, todas las opiniones allí expresadas, o prácticamente todas, como suele decirse. Hay conceptos, temas de Cuestiones estéticas derramados por todas mis obras posteriores: ya las consideraciones sobre la tragedia griega y su coro, que reaparecen en el Comentario de la Ifigenia cruel; ya algunas observaciones sobre Góngora, Goethe o bien Mallarmé, a las que he debido volver más tarde, y sólo en un caso para rectificarme apenas. Mis aficiones, mis puntos de vista son los mismos.
Hasta aquí don Alfonso.
Si se añade el Reyes poeta, tendremos ya ese mexicano universal que, en el terreno de la crítica literaria —lo mexicano, lo español, lo hispanoamericano, lo portugués, lo francés, lo griego, lo latino—, en el del ensayo, en el campo de la hermenéutica de las letras humanas, en el de la traducción poética y en el de la fértil creación propia nos ha dejado su rica herencia.
Y todo ello envuelto en un estilo muy vivo, muy suyo; estilo de recia estirpe castiza, pero que no teme los escarceos y aventuras lingüísticas. Que ya por algo —aunque tomándolo cum grano salis— Ortega y Gasset decía que: “lo que se llama ser un buen escritor, es decir, un escritor con estilo es causar frecuentes erosiones a gramática y léxico”.
Erosiones que no socavan su prosa, en la que Tomás Navarro Tomás encuentra una “frase suelta, de corte breve y refinado… aunque con una gran variedad y libertad”.
¿Erudito enciclopedista, seco, pedante, cansón, desnortado, a fuer de querer ser universal? En manera alguna. Ya Francisco Monterde dijo de él que “desde el eje de la brújula podía seguir sin titubeos diferentes rumbos”. Y mucho antes, Enrique González Martínez, en carta escrita al propio Reyes de Buenos Aires el 18 de enero de 1924, ponía de manifiesto “… esa manera ágil de tratar sin pedantería cosas fundamentales o de hacer manjar sustancioso de los asuntos frívolos”.
Por ello él mismo escribió en Río de Janeiro y en 1931:
Yo prefiero promiscuar en literatura
…
Guardo mejor la salud
alternando lo ramplón
con lo fino,
y junto en el alquitara
—como yo sé—
el romance paladino
del vecino
con la quintaesencia rara
de Góngora y Mallarmé.
Capital esa postura de Reyes, pues la reitera en prosa:
…si he de decir todo lo que pienso, el que no sabe jugar con las letras me parece un “arribista” del alfabeto, ya que no un analfabeto.
Por eso alguna vez el ceñudo Erasmo de los pinceles de Holbein juguetea también y lo vemos sonriente —de sí mismo dice entonces que arridet comius: que sonríe más afable— al escribir el verano de 1499 aquella epístola sobre los besos de las inglesas: Est praeterea mos nunquam satis laudatus. Siue quo uenias, omnium osculis excipieris; siue discedas aliquo, osculis dimitteris; redis, redduntur suauia; uenitur ad te, propinantur suauia; disceditur abs te, diuiduntur basia; occurritur alicubi, basiatur affatim; denique quocunque te moueas, suauiorum plena sunt omnia.
Lo que en nuestro romance vale decir que:
hay, además, una costumbre jamás alabada lo bastante. Ya sea que vengas a alguna parte te reciben a besos de todas; sea que te vayas a alguna parte, se te despide a besos; regresas, regresan los besos; vienen a verte a ti, te propinan besos; se despiden de ti, se reparten besos; te salen al encuentro en algún sitio, se besa a porfía; en fin, doquiera que vayas todo está lleno de besos.
Pero volviendo a nuestro autor, recordemos que el fino don Enrique Diez-Canedo había dicho: “Alfonso Reyes, hombre de su tiempo, no es como los del antiguo sistema, que citaban a Virgilio para abrumar a sus pobres contemporáneos. Alfonso Reyes es muy capaz de citar a Jean Cocteau para aligerar a Lucano”.
Sí. Para aligerar todo lo que tocaba y para que en ello anidase la poesía, como en 1955 lo hacía ver Ribeiro Couto:
Sábio e bruxo, sol e lua,
Lexicógrafo e poeta,
Qual o segredo da tua
Enciclopédia completa?
Quando analisas un verso
Ou um prato de cozinha,
A poesía do universo
Na tua arte se aninha.
Es que Reyes llevaba la cultura integrada en todo su ser; le circulaba libremente como la sangre. El mismo lo indicaba en 1924: “la documentación es necesario llevarla dentro, toda vitalizada: hecha sangre de nuestras venas”.
iv
¿Qué libros encierran esa ingente obra? Ni el tiempo ni el lugar permiten enumerarlos. A más y mejor que se me viene a las mientes la frase del propio Reyes: “No daremos una vez más la bibliografía del tema. Los entendidos saben dónde buscarla”.
Y los entendidos cuentan, por otra parte, para adentrarse en la obra alfonsina, con numerosos estudios.
Omito desde luego los de prácticamente todos los señores académicos de la Mexicana de la Lengua y pido venia por la nómina —restringida por respeto a ustedes— de los extranjeros: Azorín, Enrique Díez-Canedo, Amado Alonso, Federico de Onís, Jorge Luis Borges, Ezequiel Martínez Estrada, Raimundo Lida, Jorge Mañach, Eugenio Florit, Manuel Olguín, Ernesto Mejía Sánchez, Germán Arciniegas —entre los hispanohablantes; y entre los de habla francesa, portuguesa, italiana, inglesa, alemana y sueca a: Marcel Bataillon, Jean Cassou, Charles Victor Aubrun, Francis de Miomandre; Ribeiro Couto; Giovanni Maria Bertini, Anton Giulio Braggaglia: Walter Starkie, Waldo Frank, J. B. Trend, James Willis Robb; Werner Jaeger, Curtius, Caltofen e Ingemar Düring.
Escribía Pedro Salinas en su La poesía de Rubén Darío que cada escritor tiene un tema central, una preocupación obsesiva. Cierto. Pero si es sólo escritor. Cuando además —caso menos frecuente de lo que pudiera creerse— es un hombre, entonces no. Entonces nada de lo humano le es ajeno; que por algo Terencio escribió homo sum y no scriptor sum. Esa universalidad de Reyes que desborda el tema central tiene hondas raíces en el hombre mexicano que en plenitud y universalidad fue.
Y nadie, creo, ha resumido mejor eso que Juan Ramón Jiménez al escribir de don Alfonso en 1933:
Caminos indígenas, españoles, mexicanos hacia lo total permanente. Y todos caminados por lo sumo, con entrega y con análisis, con profundidad y con alegría, con decisión y con serenidad, sin perder nada, ni una coma del tránsito internacional y universal. Alfonso Reyes, salvador de todo lo salvable.
v
Feliz coyuntura es, señoras y señores, la que me permite empalmar el tema de este discurso —que así se le llama sin que haya yo sido parte en su bautizo; y que con él cumplo obediente, ya que no como se debiera, con un precepto de nuestra corporación académica—, empalmar, digo, el tema con las anteriores torpes palabras en memoria de mi ilustre y querido predecesor.
Feliz coyuntura que, con todo, tropieza de inmediato con l’embarras du choix. En efecto ¿qué aspecto tocar de la ingente obra alfonsina que no haya sido ya considerado mejor de lo que pudiese yo hacerlo?
A mayor abundamiento, al tropiezo espacial —riqueza de la obra— se suma el temporal: lo que en los límites de la decencia, para no cansar a ustedes, pueda razonablemente caber. Por ello heme constreñido a enfocar un particular poco conocido de Reyes, relativamente marginal a sus preocupaciones esenciales. Y, ello no obstante, lleno de luz y de interés como todo lo suyo. A saber, su cervantismo.
Empero, un reparo final me asalta.
¿Cómo atreverme a hablar de cervantismo en una Academia como la nuestra, la mayoría de cuyos miembros tantas y excelentes cosas han dicho y escrito al respecto? Macte animo!, pues.
vi
El cervantismo comienza en el siglo xix. Anteriormente sólo fue, por lo general, fiesta de risa, admiración ciega o alarde tipográfico. Pero ya a la altura que llevamos del siglo xx, al otear el cervantismo ochocentista percibimos sus numerosos lunares. Ya es el cervantismo huero y de infundio anagramático a lo Nicolás Díaz de Benjumea; ya el de pifia a lo Adolfo de Castro; ora el torrencial —aunque auténtico y rico— a lo Diego Clemencín; ora el romanceril a lo Máximo Carrillo de Albornoz; bien el bibliográficamente disparatado a lo Feliciano Ortego; bien el de pacífica locura a lo Fabián Hernández.
Juzgamos entonces aquel cervantismo cosa pretérita y superada, pese a tal o cual su epígono con el que aún se topa uno…
Para tal superación nos congratulamos de que un mexicano, y académico nuestro por añadidura, haya sido de los primeros en señalar el verdadero camino. Que así lo reconocía, con asombro y justicia, por 1901, el nada benévolo en sus juicios Raymond Foulché-Delbosc al reseñar el estudio de nuestro don Francisco A. de Icaza sobre las Novelas ejemplares.
Continúa luego la superación a la sombra protectora de científico rigor de Ramón Menéndez Pidal en el Centro de Estudios Históricos de Madrid. De ahí sale, cabalmente, en 1925, ese hito que es El pensamiento de Cervantes de Américo Castro, uno de los compañeros de labores en ese Centro —dije— de Alfonso Reyes. En ese mismo 1925 muere Icaza a quien Reyes ha tratado en Madrid, con quien ha colaborado en trabajos de investigación y cuya tradición diplomática continuará como ministro de México en la Villa del Oro y del Madroño.
A la preparación propia de Reyes se suman, pues, en el terreno cervantino, esas circunstancias orteganas que acabo de señalar.
vii
Marginal, dije, su cervantismo no habrá que buscarlo en un volumen especial —salvo el tomito De un autor censurado en el “Quijote”, que antes fue discurso conmemorativo en la Academia Mexicana. Precisa, por el contrario, espigarlo en su obra toda.
Pero quiero dejar sentado el alcance que doy a lo de marginal. Significa, ya lo he insinuado antes, que nunca fue para don Alfonso tema especial de estudio que fuera cuajando luego en volúmenes cervantinos, digamos. Y ello quizá por vocación íntima y temprana. Ni en susCuestiones estéticas ni en esa ya citada página suya sobre la Historia documental de mis librosasoma el tema cervantino en cuanto tema. Y en cambio en 1918 hace suya una postura de Varona al escribir: “La mejor manera de honrar al autor del Quijote… es no aumentar ‘la secta de los cervantistas’, sino acrecer el número de los lectores de Cervantes”. Pero en manera alguna significa lo de “marginal” que Reyes no leyese a Cervantes o lo leyese sólo al margen y secundariamente. Muy al contrario. Tal comercio tuvo siempre con él, que lo que decía San Agustín de Virgilio se puede aplicar al autor complutense en el caso de nuestro regiomontano. Escribía, pues, el obispo de Hipona: Virgilius, poeta magnus, omniumque praeclarissimus atque optimus, teneris ebibitis animis (otras lecciones dan imbibutu annis, pero en el fondo no cambia)non facile obliuione potest aboleri. Ello es, que cuando “Virgilio, gran poeta y el mayor y más ilustre de todos es bebido hasta la última gota —ebibitus— por las almas tiernas —o en los tiernos años, según la variante— no fácilmente puede borrarse con el olvido.”
Y que los tiernos años de Reyes se embebieron de Cervantes nos lo dice él mismo:
Mi primera lectura data de aquel enorme infolio con las magníficas ilustraciones de Doré que hacía mis delicias en la biblioteca paterna. El volumen me ‘quedaba grande’, y yo tenía, materialmente, que sentarme en él para leerlo.
Desde entonces, las lecturas cervantinas menudean y se repiten en Reyes, quien —rara avis— afirma paladinamente: “Creo en la ‘relectura’”.
viii
Esa biblioteca paterna nos lleva al dueño de ella, al padre por quien don Alfonso profesó siempre un culto entrañable (testigos, entre otros, las páginas de su Parentalia y de su Albores, los endecasílabos y los octosílabos de su Villa de Unión, que dedica a su hijo). Pues bien, antes de entrar al ámbito literario vemos que, aun en el familiar, Cervantes está presente. A propósito del Quevedo que lee en dicha librería, como diría Lope, escribe:
Mi curiosidad se encabritó, y pronto descubrí entre los libros de mi padre —humanista por sentido natural y sin escuela, como Cervantes, y como él fogueado en armas y enamorado de las letras al punto que lo leía todo— una edición de las obras del grave Señor de la Torre de Juan Abad… mi padre me cedió aquellos libros…
ix
Por 1916, con su gracejo andaluz, compuso Francisco Rodríguez Marín una oración del cervantista (que ya diez años antes Rubén Darío había enseñado a musitar la Letanía de Nuestro Señor Don Quijote). La oración del Bachiller de Osuna, cuya eficacia e indulgencias serían muy útiles, creo, para no pocos pseudo-cervantistas decía:
Bendito seáis, Dios mío, pues por vuestra infinita misericordia conservo, aun tratando diariamente con el sublime loco Don Quijote de la Mancha, estos adarmes de buen juicio que os dignasteis de concederme. Conservádmele, os ruego, hasta el fin de mi peligrosa jornada; que yo os prometo daros siempre gracias por esta gran merced y enderezar a vuestra mayor gloria y alabanza mis humildes trabajos.
Por esos mismos años Reyes veía también los peligros a que la interpretación del Quijote puede llevar, al escribir: “Pero nadie es dueño de sus hijos: ni Cervantes lo es de su Quijote, que a tantas interpretaciones y ‘trazas’ ha podido prestarse”.
Postura que no cambia. En efecto, 35 años después la reitera en uno de los sonetos de la segunda camada de su Homero en Cuernavaca:
También a Don Quijote le han hecho sinrazón buscándole mil trazas…
x
Y en un ensayo publicado póstumamente en Cuadernos Americanos de julio-agosto de este año insiste en aquella cordura:
En cuanto a la desviación por la trascendencia misma de la obra, tenemos el ejemplo de Cervantes, cuyo Quijote ha sido objeto de los más variados comentarios, muchos de ellos ajenos al asunto literario, pero no por eso ilegítimos en sí mismos, fuera de algunos casos bien conocidos de chifladura exegética.
En La experiencia literaria recordaba:
En mis años de Madrid apareció un mentecato —no lo nombra Reyes, pero era Atanasio Rivero— que pretendía descubrir la traza del Quijote y, barajando las letras de cada frase de Cervantes, reconstruir así otras frases que, según él, revelaban el pensamiento oculto del autor.
Ni exégeta cervantino —que al contrario, veremos, Cervantes le es pábulo para su propia exégesis— ni menos aún tocado de chifladura o mentecatez alguna, Reyes acude con frecuencia a las páginas cervantescas cuando de locura trata. Desde luego contra la locura de corromper nuestro idioma (que “los delitos contra el idioma son delitos de lesa nación”, dijo aquí mismo en su discurso de recepción en 1957 don Manuel González Montesinos). Y don Alfonso tiene por ahí un poema de 1943 intitulado Contra jerigonza que termina un tanto pesimista:
Cervantes nada responde;
Quevedo gruñe en su cripta.
¿No hay quien pueda con la lanza?
¿Todos callan, nadie chista?
Veamos, pues, un poco a salto de maya, cómo su cervantismo le sirve a Reyes —lleno de cordura, y de respeto por el idioma, nos lo acaba de decir él mismo— para apostillar, reforzar, apoyar, matizar, elucidar, ilustrar —según el caso— sus más variadas páginas y preocupaciones.
Así, hablando del Aviraneta de Pío Baroja escribía Reyes “que suelen decir… que las novelas de Baroja serían el reverso de la fórmula con que definía Cervantes el tipo de las fábulas pastoriles, al llamarlas cosas soñadas y bien escritas”. Y junto a Cervantes con Baroja —en página de Reyes— a propósito de la solución drástica y absurda de don Pío del problema inundación de material escrito, que “el ser humano contemporáneo —recordaba Pedro Salinas— tiende a realizarse en el número, por donde quiera que se mire… Y así en el orden de la cultura intelectual, se encuentra en una de tantas vías muertas de su propia hechura: perdido, extraviado entre los libros”.
Y frente a la solución brutal del escritor vasco está la cervantina del mexicano, quien viviendo por, entre, de, y para los libros jamás se perdió entre ellos. Pero que, con todo, a propósito de la quema de libros de Don Quijote y de aquel Frestón, el sabio encantador y enemigo del Hidalgo Manchego, escribe:
Muchos, finalmente, nos hemos salvado por haber tenido que separarnos de nuestros libros.
Frestón es un símbolo salvador.
Tal visión, que podría pecar de parcial, la amplia Reyes —para los casos de excepción— en otro contexto cervantino. Hablando en 1947 de la locura libresca que trastornó a Alonso Quijano el Bueno, dice:
¡Cómo tendría el pobre la cabeza! Sin duda como la tenía Colón con la Imago Mundi del Cardenal Aliaco y otros libros ejusdem farinae, no menos quiméricos y embusteros. Y sin ellos, ni Colón se hubiera lanzado a la locura que lo llevó al descubrimiento de las Indias Occidentales, ni Don Quijote hubiera salido jamás a enderezar entuertos y a deshacer agravios.
Así, cuando Reyes se ocupa en esa figura capital que es el esperpento valleinclanesco, trata de explicárnoslo en términos cervantinos. Escribe, en efecto:
Alguna página aislada del Quijote bien puede servirnos de ejemplo. No hay miedo en usarla para este fin; la interpretación de un trance aislado no emponzoña la interpretación total de la obra. Hay un pasaje —cuando Don Quijote liberta a los galeotes— en que advertimos claramente un error de ajuste entre el héroe del libro de caballería y el ambiente de novela picaresca: dos géneros tradicionales chocan, y el más pernicioso corroe al más inocente de los dos. Don Quijote responde aquí a la vida, no como un hombre sensato, sino como un farsante (como un loco, lector impaciente: ya lo sabemos; pero aunque la causa sea locura, el efecto es farsa). El acto de Don Quijote es cómico… pero tristes las consecuencias; y los desagradecidos ladrones acaban por apedrear al noble caballero. Esta escena de Don Quijote sirve bien para definir la farsa tragicómica de Valle-Inclán.
Así. cuando sale Reyes del terreno literario y trata de política y democracia, dirá:
Entre Don Quijote y Sancho Panza, nadie vacila en admitir la superioridad de Don Quijote. Y compárese ahora la pobre justicia que hacía Don Quijote por los caminos, con los salomónicos juicios de Sancho Panza —honrado engendro de la tierra— en su famosa ínsula... Y concedamos también que, en resumidas cuentas, sólo estos procedimientos permiten que, de tarde en tarde, llegue uno que otro Don Quijote al poder. Si la democracia no requiere el régimen exclusivo de la inteligencia, es el único sistema que la consiente sin imponerle condiciones denigrantes...
O bien cuando se ocupa en un tema tan constante para él como lo es el de Góngora, el cervantismo está ah! sirviendo de contrapunto.
Los estudios gongorinos son capitales para Reyes. Ya Dámaso Alonso lo calificaba de “cabeza de todos los gongoristas de hoy”, de “maestro y precursor de todos los nuevos estudiantes del gongorismo”. Y Foulché-Delbosc lo había considerado “el primer gongorista de las nuevas generaciones”.
Capitales, pues, y constantes: desde aquellas páginas de 1910 sobre la estética del poeta cordobés, pasando por sus Cuestiones gongorinas y la edición monumental de las obras de don Luis hecha al alimón con Foulché-Delbosc, hasta ese póstumo y delicioso Polifemo sin lágrimasque vio la luz el año último.
Pues bien, aun en temas centrales, decía, el cervantismo está ahí presente. Explicando La estrofa reacia del Polifemo, escribe:
¿Qué no pudo Góngora decir, en sinécdoque, la encina por la bellota? Nadie ha negado la licitud de esta figura. No es prudente razonar por metáforas pero siento que la célebre escena de don Quijote y los cabreros procede en “sinécdoque mental”: la bellota lleva a la encina, la encina a la Edad de Oro; y don Quijote, con un puñado de bellotas, imagina tener en la mano un compendio de los “siglos dichosos”, y habla de ellos creyendo que todos lo entienden. A los cabreros les pasó entonces lo que nos acontece a los estudiosos de Góngora.
Esta asociación de imágenes y conceptos dejará honda huella en la imaginación literaria, gracias a Cervantes.
Y más adelante, con una metonimia de éste explicará una de Góngora.
Bien será una reseña sobre una edición del Guzmán de Alfarache la que le dará pie para, de pasada, y como quien no quiere la cosa, dejarnos sustanciosos paralelos entre Mateo Alemán y Cervantes. Ora unas siete recensiones cervantinas de 1918 en las que el lector hallará siempre sustancia.
Y en el campo de la teoría literaria espigo, entre varios, dos ejemplos. Hablando de La vida y la obra dice que el
documento vivo que es la Literatura somete a la Historia a una alta prueba. Véase, como demostración, un punto familiar a los estudiantes de Literatura Española. ¿Está dilucidada acaso la trascendencia de lo maravilloso y lo sentimental caballeresco en el mundo hispánico? ¿O es que vamos a conformarnos con aquella pueril interpretación que todos vienen repitiendo, según la cual se trata, para España, de una mera enfermedad contraria al espíritu de la nación, y que ésta expulsará un día, simbólicamente, en la ridiculización del Quijote?
Al mencionar en el mismo ensayo la influencia que puede tener la obra literaria en la vida real, habla de “lo que pudiéramos llamar el complejo de Don Quijote”.
“Con la X en la frente”. Reyes armoniza su amplio mundo universal en función de lo mexicano. En el caso de su cervantismo me ceñiré a Fernández de Lizardi y a una palabra cantinflesca. (No queda tiempo para ver lo que dice de Cervantes y Othón o de Cervantes y Díaz Mirón.)
Del Pensador Mexicano escribe que, descuella, entre otros motivos, “por su buena suerte de haber novelado el primero en nuestro país —hasta el punto, al menos, en que fue Cervantes el primero en novelar en lengua española…”. Después de hacer entroncar El Periquillo Sarnientocon la picaresca española, viene otro paralelo:
En Cervantes, la moralidad o está directamente formulada en algunas Novelas ejemplares, o se halla esparcida como el sol y el aire en las llanuras del Quijote, al punto que muchos no ven en este libro sino un símbolo moral. ¡Como si fuera posible desarrollar símbolos que caben en una parábola breve a través de las mil y una aventuras de aquella selva de invención!
Entra después la comparación con el Guzmán y continúa Reyes:
Salvo que para el novelista español el arte es lo primero (consciente o inconscientemente), en tanto que Lizardi, por tal de sermonear a su antojo, desdeña el arte si le estorba.
Finalmente, pone los puntos sobre las íes al escribir del Periquillo:
Altamirano lo compara con el Quijote, Rinconete y Cortadillo, el Guzmán de Alfarache, Lazarillo de Tormes, el Gran Tacaño y el Gil Blas. Hay algo de confusión en esto de citar tantos libros: ellos, entre sí, difieren ya profundamente.
Lo cantinflesco es el adverbio ultimadamente que con fruición recoge Reyes del Quijote en una relectura cuyas glosas constituyen su ensayo Quijote en mano. Aquella relectura le ofrece “inagotables sorpresas”, nos lo dice él mismo.
O bien, con aquel su espíritu juguetón que ya señalé al principio y que nada desdeña, nos hablará en sus Memorias de cocina y bodega de las comidas en el Quijote. Y dilucidado el discutido duelos y quebrantos nos dirá un sí es no es burlón: “¡Pensar que Don Quijote, los sábados, casi casi almorzaba su ham and eggs!”.
Pero el Reyes que nos ha dicho que prefiere promiscuar en literatura sabrá darnos, junto a esos escarceos, sus atisbos originales sobre el Quijote. En 1922 escribía que “nuestro sentido simbólico trabaja hoy en torno a Don Quijote, a Hamlet, a Fausto y a Don Juan, como trabajaba ayer la mente religiosa de los gentiles en torno a Prometeo y a Hércules”.
Calando él pues, por cuenta propia, nos dará breves pero enjundiosas interpretaciones. Del escudero dirá:
Ello es que he caído en la verdadera significación de Sancho Panza, que lo es para mí aun cuando, en último análisis, no lo fuera para su creador. Sancho Panza vive en un patético vaivén. Ya duda, ya cree, ya sigue a Don Quijote a ojos cerrados; ya se le aparta, a veces irónico y otras simplemente desconfiado. Este vaivén de Sancho Panza es el dinamismo trágico del Quijote. En su corazón, y sólo en su corazón, acontece la verdadera tragedia. Desde que Sancho entra en arreglos con Don Quijote, se condena a vivir, textualmente, con el corazón hecho pedazos.
Y luego, al comentar el regocijo de Sancho ante la perspectiva de la herencia, nos completará su visión:
Con estas palabras al descuido, Cervantes ha matado en mí al Sancho Panza que yo había empezado a forjarme. Le ha quitado su más alto sentido, su valor artístico definitivo y perdurable: el ser el personaje mismo en quien se libra el combate trágico de la obra. Perdón por la insolencia.
Junto a esa interpretación del escudero hay que poner la que nos da de su amo, tomando pie en unas páginas de Papini. He aquí lo esencial de ella en palabras del propio Reyes:
Don Quijote ha engañado a todos, aun al mismo Cervantes. No está loco; se finge loco —nuevo Bruto, nuevo Hamlet— para romper con las limitaciones del ambiente que le rodea. Por eso, porque “está en el secreto” es el único que no pierde nunca la serenidad... Tampoco es verdad que Sancho represente la materia pura: es más crédulo que don Quijote. Si éste cree, o lo finge, en los caballeros legendarios, Sancho cree en Don Quijote, lo cual es todavía más difícil… El verdadero loco es Sancho... Don Quijote deja traslucir su juego porque no lo toma muy en serio. En su vida no hay drama porque no hay seriedad. La verdadera profundidad de este Burlador de la Mancha está en otra parte: Don Quijote es un artista de la vida en el sentido literario moderno, porque se vale de una deformación voluntaria. Esta deformación es siempre artística: simbólica.
x
¿Cervantismo quijotil tan sólo el de Reyes? En manera alguna. Lo considerado hasta aquí es parte mínima de la huella quijotesca en nuestro autor. Pero quedan todavía las demás obras cervantinas, con frecuencia injustamente relegadas, no por don Alfonso, desde luego.
Veamos algunos casos, tan sólo, pues el tiempo apremia.
xi
De La gitanilla, y trayéndola a colación a propósito de Góngora, nos dirá, lacónicamente, que es “artificiosa”. Luego lo explicará, al hablar de lo popular en Góngora:
...el poeta tiene sensibilidad popular, modo de ser popular. Lo cual es perfectamente compatible con una manera de preciosismo, con el afán de estilización, que no es más que la aplicación de un sistema decorativo y de ciertas reglas de economía. Así se ve claramente en La gitanilla de Cervantes, que por un lado es una piedrecita del arroyo y por el otro es una joya labrada.
El licenciado Vidriera le sirve para matizar más de una página de su ensayo El suicida. Y desde luego lo trae a colación, una y otra vez, a propósito del visto por Azorín.
En las Novelas ejemplares se apoyará al hablar del uso y abuso del disfraz masculino de las heroínas literarias. “El ponderado Ruiz de Alarcón —escribe— lo censura por imposible, pero la verdad de Cervantes nos sale al paso en alguna de sus Novelas ejemplares”.
xii
Del teatro cervantino, aparte de algunas alusiones sobre los Entremeses, es la Numanciala obra que con más frecuencia menciona. Sin duda, por su actualidad. Actualidad española, desde luego: el propio Reyes nos recuerda que en el sitio de Zaragoza por los franceses en 1809 se la representó a modo de tónico para el patriotismo; no se olvide que, en versión modernizada de Rafael Alberti, vuelve a alentar a otros sitiados: los de Madrid en 1937. Pero actualidad sencillamente humana también: la admiración que le profesa Schopenhauer; el clamoroso éxito con que la representa Jean-Louis Barrault en París en 1937.
Ello es que, por lo menos, en cinco ocasiones la mencionará.
En sus Transacciones con Teodoro Malio nos dice:
Toda victoria, nacional o individual, oculta y ahoga el desarrollo de otras posibilidades, al modo como la Comedia de Lope de Vega ahogó ese otro terrible teatro de héroe colectivo, del coro hecho protagonista, que apunta ya en la Numancia de Cervantes.
Por segunda vez la nombrará a propósito de la galdosiana Gerona. "El protagonista es colectivo —escribe Reyes—, como en los poemas “unanimistas”, como en la Numancia de Cervantes y en la Fuenteovejuna de Lope…”.
Y ese “unanimistas” lleva lógicamente a la comparación con Jules Romains.
En 1937, a propósito del desenvolvimiento brasileño, decía:
Se trata de un drama de materialismo histórico. El héroe individual queda sustituido por la multitud: la estadística, el saldo general, importan más que los actos de un protagonista determinado. A esta concepción literaria, que en nuestro tiempo Jules Romains ha bautizado con el nombre de “unanimismo”, se acercaba ya Cervantes en la Numancia y Lope de Vega en la Fuenteovejuna, donde el verdadero héroe viene a ser la voz popular.
Cuatro años después, en La antigua retórica, escribirá:
Es curioso que el “unanimismo” de nuestros días tienda otra vez —empujado por la “rebelión de las masas” y por las nuevas preocupaciones sociales— a disolver el héroe en el coro, a crear los caracteres colectivos, de que hay prenuncios en la Numancia de Cervantes y en la Fuenteovejuna de Lope.
En 1955 reiteraría lo mismo, aunque con un severo juicio acerca de su valor intrínseco:
... la Numancia de Cervantes —cuyo héroe es el pueblo y donde se anuncia lo que Jules Romains, en nuestros días, llama “unanimismo”— sólo se salva porque la ampara ante la posteridad el renombre del autor del Quijote.
Y la jitanjáfora que —aclara Reyes— “todos, a sabiendas o no, llevamos... escondida como alondra en el pecho”. Pues ¿no encuentra don Alfonso una jitanjáfora en el teatro cervantino? Es el conjuro de Fátima en la jornada ii de El trato de Argel:
Rápida, Ronra, Run, Raspe, Riforme,
Gandulandín, Clifet, Pantasilonte,
Ladrante tragador, falso triforme,
Herbárico pestífero del monte.
xiii
Del Persiles nos dice que “su verdadero valor estético no ha sido juzgado todavía— a pesar de las insinuaciones sutiles de Azorín”.
Le dedica todo uno de sus ensayos; el ya mencionado De un autor censurado en el “Quijote”. Ahí, y en su discurso Quijote en mano, nos recuerda que el Persiles trae una de las primeras menciones en lengua española sobre el deporte del esquí. Aunque esto hay que puntualizarlo con las páginas que el malogrado hispanista sueco Hákan Tjerneld y el hispanista noruego Leif Sletsjöe de la Universidad de Oslo han dedicado posteriormente al asunto.
xiv
Mucho es lo que habría aún que decir del cervantismo de Alfonso Reyes. Con todo, de lo que he venido exponiendo a trancos —meras calas parciales en el tema—, creo que dos son las cosas que de manifiesto quedan.
La una. Que el universalismo de Reyes no sería lo que es a no sustentarse en su mexicanismo íntimo y auténtico, cuyas raíces más hondas penetran más allá del amplio mantillo patrio para hundirse en la entraña del terruño regiomontano. Pero esas raíces mexicanas no pueden prescindir del nutricio suelo peninsular. Que ya, certeramente, Agustín Yáñez apuntaba: “la mexicanidad, como fisonomía cultural vigente, nace del recio ayuntamiento de fuerzas, entre sí extrañas, que fue la conquista”.
Las raíces mexicanas de Reyes buscan, pues, también, suelo de España adonde —decía él mismo en un penetrante paréntesis— “no vamos, sino volvemos”. Por ello, al nutrirse de lo español, no podía privarse del más universal y español de los españoles: Cervantes.
La otra. Que ese su cervantismo hace ver una vez más una modalidad muy suya: la de. armonizar e integrar vitalmente los más variados aspectos de la cultura. Ellos se aclaran en Reyes e iluminan unos con otros, por más alejados que en apariencia estén. Pienso, pues, que lo que en 1917 decía don Alfonso del arabista Francisco Codera y Zaidín, debe aplicársele a él mismo:
Son pocos los hombres de su temple... Hombre organizado, supo ser especialista, sin renunciar a ninguna de sus aficiones antes valiéndose de ellas, por minúsculas que pudieran ser.
xv
Para él, que se nos ha ido, el verso de Mallarmé, su Mallarmé, que Poe le cederá gustoso:
Tel qu'en Lui-même enfin l’éternité le change.
Para nosotros, desamparados en esta orilla, la verdad secular, hispana, manriqueña, que recordé al comenzar:
Y aunque la vida murió,
nos dejó harto consuelo
su memoria.
La Academia Mexicana Correspondiente de la Española recibe, en la sesión solemne de esta noche, como Académico de Número, a don Manuel Alcalá Anaya, quien viene a suceder entre nosotros al desaparecido académico don Alfonso Reyes que la guió, con inteligencia y bondad, hasta los últimos días de 1959.
Cumplido —-aunque no como desearía, en diversas formas— el doloroso deber de rendir tributo a la memoria del maestro y colega que se ausentó para siempre de nuestro lado, me toca ahora dar la bienvenida a quien le sucede en nuestra corporación, por voluntad de sus colegas.
Desde que heredé la tarea directora —consciente de que no sustituiría al insustituible— he preferido que sean otros de mis compañeros quienes se hagan oír en esta sala, en ocasiones semejantes.
Si en la recepción de Manuel Alcalá me aparto de la costumbre por mí adoptada y doy respuesta a su discurso de ingreso, es porque existen razones poderosas, como comprenderán quienes me favorecen al escucharme.
Cuando conocí a Manuel Alcalá —aún no había ajustado los cuatro primeros lustros de su existencia—, ya tenía esa expresión de gravedad, que juzgué precoz, acentuada por la sostenida atención de los ojos oscuros, que ven todo con hondura; mientras por entre sus labios suelen salir voces con tono persuasivo, cordial en la camaradería, en forma que sorprendió a sus maestros y tranquiliza ahora a sus alumnos.
Lo fue, en mis clases de literatura, desde la Preparatoria, en 1934, hasta el segundo semestre de 1943, en el que concluyó su doctorado en nuestra Facultad de Filosofía y Letras, en la que tuve la satisfacción de asistir, como sinodal, a sus exámenes de Maestro y Doctor en Letras. Allí, donde ahora sólo puede otorgarse una “mención honorífica”, obtuvo Alcalá Cum laude, precedido de Magna cum laude.
Tuvo en la Universidad, entre otros maestros, a don Antonio Caso, de quien fue discípulo predilecto; como lo sería, después, de don Alfonso Reyes, a quien viene a suceder en el sillón que desde ahora ocupa.
Lo seguí con atención afectuosa, a lo largo de su carrera de maestro, como profesor de lenguas, vivas o muertas, en escuelas y facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que ha enseñado desde 1940.
Supe de fructuosas estancias en el extranjero; de sus éxitos en otras importantes instituciones de aquí, de Norteamérica y de Europa, en las cuales ha impartido enseñanzas y sustentado conferencias, con honra y satisfacción para nosotros.
Ha sabido Manuel Alcalá representar dignamente a la misma Universidad, a nuestra “Alma Mater” y a México, en reuniones internacionales de la Organización de Estados Americanos y de la UNESCO, en las que le ha correspondido participar, y presidió otras, como director de la Biblioteca Nacional que merecidamente se puso en sus manos desde septiembre de 1956, para fortuna de ese instituto universitario.
A la diversidad de puestos docentes y cargos que Alcalá ha tenido —algunos de los cuales desempeña actualmente, con reconocida eficacia—, en gran parte se debe la parvedad de su obra.
Las labores de la cátedra —que incluyen la preparación, realización y comprobación del adelanto de los alumnos— le han llevado no sólo a exponer sus ideas, con claridad y precisión por todos apreciada, en los cursos que doctamente ha impartido e imparte en nuestra Universidad y en otras instituciones de enseñanza, nacionales y extranjeras.
Los puestos que desempeñó le impidieron también, a veces, llevar a las páginas del libro lo que no pasó de la mente al papel y quedó, sólo, olvidado en los cuadernos de algunas revistas, académicas o literarias.
Tales razones explican —y justifican a nuestros ojos— esa parquedad en la obra. El sembrador ha sido generoso al verter la simiente en el surco; al cosechar, la segur se movió con diligencia; pero no siempre hubo espacio para atar cada una de las gavillas, después de cortar el tallo de la espiga madura.
La obra literaria —tarea de investigador y crítico, a la vez, consciente de sus responsabilidades— se ciñe a un folleto, un libro, una obra en telar, ya en marcha, y estudios aún dispersos.
Inició esas publicaciones, en 1946, con su ponderado estudio Del virgilianismo de Garcilaso de la Vega —prolongación de la tesis de Maestro en Letras—, en el que exploró la pródiga llanura virgiliana, sin perder de vista el prado ameno de Garcilaso.
Siguió en ese recorrido por el curso del romanticismo clásico, Amor y Fatum, religiosidad y patriotismo, espíritu épico y pacifismo, antes de examinar el espíritu dramático de ambos poetas, para poner en claro el virgilianismo de Garcilaso.
Virgilianos son —concluía— su romanticismo tierno y melancólico que se esfuerza en dominar con una forma clásica, su don de lágrimas, su manera de concebir el hado; virgiliana la esencia misma de su obra: el amor; virgilianos, en fin, su pacifismo y su espíritu dramático.
Tres años más tarde realizó la que, por ahora, es la mayor de sus obras: César y Cortés, la cual, en su forma definitiva, quedó impresa en 1950.
Precisamente una cita de “Golfo de México”, de Alfonso Reyes, sirve de epígrafe a la Advertencia, en ese paralelo, en el cual afirma lo que expuso antes en su tesis de doctorado.
En las páginas —dos y medio centenares— de ese equilibrado, sereno libro, Alcalá compara a César y Cortés, por sus aspectos humanos, la intención de sus obras —la Guerra de las Galias y las Cartas de relación, respectivamente—, la estética y el estilo, su despreocupación ante la geografía, y la diferente actitud que uno y otro adoptan hacia el enemigo, antes de juzgar esas obras por su valor histórico y literario.
La abundante bibliografía cesariana y cortesiana: una cincuentena de páginas, en la cual se apoya esta investigación —que si por el propósito recuerda a Plutarco, está más próxima a los biógrafos modernos de ambos conquistadores—, da idea de la seriedad de la obra.
Tanto César como Cortés se hallan enfocados allí, sin prejuicio alguno, ya que muestra a la vez, alternativamente, facetas constructivas y rasgos negativos, para integrar sus caracteres y subrayar los puntos en que los dos coinciden o discrepan.
El hecho de que en la antigua Vera Cruz se hubiese evocado la postura decisiva de Julio César en el Rubicón, el día en que Hernán Cortés mandó hundir las naves, sugería el estudio comparativo; mas pocos estarían mejor preparados que Alcalá, como buen latinista y serio investigador, para realizarlo a conciencia.
Sin que él se haya esforzado en señalar el posible influjo de la personalidad y la obra de César, en Cortés y sus Cartas, como norma lejana que el conquistador de la Nueva España se fijó, para superar al modelo en cuanto pudo, el lector atento puede percibirlo.
De la lectura del César y Cortés de Alcalá se desprende que el segundo no ignoró, no podría ignorar, al primero, y que las reminiscencias de esas hazañas que aquél consumó y el relato de las mismas, fueron inevitables, como lo serían para otros, a lo largo de la conquista.
Investigador y maestro, su interés por la historia y la literatura se afirma, paralelamente a la vocación del escritor, inclinado hacia la crítica, desde los años en que estudiaba en la Escuela Nacional Preparatoria.
En el otoño de 1933 escribe sobre “Los Estados Unidos y la guerra mexicana de Independencia”; asunto al cual él volverá cuando trace su tesis de bachiller en Filosofía y Letras, corridos tres años.
El tema de “Virgilio y Garcilaso”, que será el de su tesis de maestría, apunta en un estudio aparecido en Tierra Nueva, a fines de 1940, para reaparecer —concluida la tesis en 1944—, en otros de 1946 y 1950.
En Filosofía y Letras publica además de esos ensayos, otros como el que trata “Del supuesto materialismo de Poe” (1944); el titulado “Don Juan Manuel y Shakespeare. Una influencia imposible”, “El latín popular en la Aulularia de Plauto”, ambos en 1945, y “Alfonso Reyes, el mexicano universal” (1954).
Escribe sobre “Humanismo y humanidades”, en Occidente (1945); sobre “La Real y Pontificia Universidad de México”, en Cuadernos hispanoamericanos (Madrid, 1952); y sobre “García Lorca y la poesía francesa”, en Ínsula (Madrid, 1954).
En los años que van de 1939 a 1961, son abundantes sus colaboraciones en revistas de divulgación, mexicanas y del extranjero, en las cuales también comenta libros y habla sobre diversas instituciones, en español y en inglés, frecuentemente.
Su dominio del latín le permite hacer versiones de la lengua del Lacio: prepara, entre otras, la edición bilingüe de La guerra de las Galias. Otro tanto acontece con las lenguas francesa e inglesa: al francés tradujo la obra de Bosch-Gimpera: Les peuples du Monde Hispanique, y del francés trasladó a la nuestra, La flauta de jade. Del inglés ha traducido media docena de obras y estudios, entre los que cuentan varios de William Vogt, John Tate Lanning y Ethel Duffy Turner, publicados en volúmenes mexicanos e hispanoamericanos.
Por su certidumbre en el campo de la literatura griega, se le escogió para prologar, como ya se dijo, La Odisea, y por su conocimiento de la historia y del conquistador, las Cartas de relación, de Hernán Cortés, en la colección que publica la Editorial Porrúa (1960).
Finalmente, porque ha caminado, en diversas direcciones, por las sendas del humanismo, es el llamado a dar, en el futuro, una Historia del humanismo español que se propone incluir en la Biblioteca Románica Hispánica la Editorial Gredos.
Al quedar vacía en la Academia Mexicana Correspondiente de la Española, el sitial que había ocupado, con gran decoro y lustre para ella, quien fue admirado colega nuestro, don Alfonso Reyes —cuyo elogio acaba de hacer Manuel Alcalá, adelantándose al homenaje que la misma Academia rendirá próximamente a su memoria—, el luto guardado por quien fue nuestro digno director, se prolongó varios meses.
Dominado el dolor —no olvido la profunda pena que nos causó su partida—, hubimos de pensar en quien fuera digno de sucederle; y el buen acuerdo de aquellos que apadrinaron la candidatura de Alcalá hizo que se le eligiera; de igual modo que se había pensado en él, antes, para que prologara La Odisea, en la misma colección de clásicos en la cual don Alfonso Reyes había prologado La Ilíada. La elección fue igualmente certera, como se habrá podido apreciar por las palabras que acabamos de oírle.
Ha sabido el recipiendario empalmar —según palabra suya— el tema de ese discurso de ingreso con el elogio de su ilustre predecesor don Alfonso Reyes.
De los múltiples aspectos que la abundante obra de aquél ofrece, eligió uno de los menos estudiados: su cervantismo. No habría podido esquivarlo quien trató a don Francisco A. de Icaza; convivió, en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, con el autor de El pensamiento de Cervantes, y conoció a otros eminentes cervantistas de América y Europa.
Tal cervantismo es —nos recuerda el nuevo académico— marginal y no se halla sólo en aquel discurso conmemorativo que pronunció en acto público de nuestra corporación, impreso después con ese título: De un autor censurado en el “Quijote”.
Si en la etapa inicial del escritor, la que precede a su primer viaje a España, no se da el tema cervantino, porque sus preocupaciones literarias iban aún por otros rumbos: los deCuestiones estéticas, ya aparece en 1918, al adoptar la misma posición de Varona, a la que también nos unimos, para “acrecer el número de los lectores de Cervantes”.
Lector del Quijote desde la infancia —lo recordará en Ancorajes—. aquél, según lo confirma Alcalá ahora, advierte el peligro de las interpretaciones, desde sus años de Madrid en que se hallaba próximo a algunos intérpretes como Rodríguez Marín. Volverá a mencionar ese aspecto, cuando forme la segunda serie de sonetos que completan su Homero en Cuernavaca y al redactar algún ensayo póstumamente aparecido, con fecha reciente, en Cuadernos Americanos.
El tema cervantino, que no podía faltar en la obra de Reyes, está en La experiencia literaria, en aquel poema: “Contra jerigonza” (1943): a propósito de un personaje de Baroja. Vuelve a él, en 1947, al escribir sobre Colón, por analogía de “locuras”; lo recobra, como referencia, al ocuparse en el esperpento de Valle-Inclán, y al pasar de la literatura a la política, cuando compara a Don Quijote y Sancho.
Aun al estudiar el Polifemo de Góngora, surge el recuerdo del Quijote como al reseñar una reimpresión del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, torna a Cervantes.
Manuel Alcalá, para terminar ese recorrido por la vía cervantina de Reyes, ha espigado con acierto en los comentarios y notas de 1918; en Tres puntos de exegética literaria, Con la X en la frente, el ya mencionado Ancorajes, y aun las gratas Memorias de cocina y bodega, donde el ingenio de Reyes salta barreras de siglos, al hablar del almuerzo sabatino del hidalgo.
Atento lector de Cervantes y de Reyes, reúne Alcalá, por último, los “Atisbos originales” del segundo acerca del Quijote: aquel de 1922 en que habla de “nuestro sentido simbólico”; las interpretaciones del escudero, en Ancorajes, y de la locura de amo y criado, en otras páginas suyas, oportunamente citadas.
No se limitó a entresacar aquellas que se refieren al “cervantismo quijotil”, ya que nos permitió ver de cerca a La gitanilla, al hablarnos de lo popular en Góngora; encontrarnos con El licenciado Vidriera, en un paralelo de El suicida, y tornar a otras de las Novelas ejemplares, al volver al “ponderado Alarcón”, antes de pasar a los entremeses y la Numancia, frecuentemente recordada por Reyes, según hemos oído ahora; sin olvidar varias de las obras cervantinas, como la comedia El trato de Argel y la novela Persiles y Segismunda.
Todo eso, sin contar el ensayo del que antes habló: De un autor censurado en el “Quijote”y el discurso Quijote en mano.
La exploración que Manuel Alcalá realizó, en cuidadoso recorrido a lo largo de la obra de Alfonso Reyes, como base de su discurso, viene a confirmar una opinión, previamente formada: la de que, pese a sus afirmaciones modestas y evasivas, figuró entre los primeros, acertados, intérpretes no sólo del Quijote, sino de la obra cervantina, en conjunto; porque novela, novela corta y teatro atrajeron, cada uno en el momento oportuno, la atención de Reyes y la retuvieron al estudiar unas y otro, en la obra de Cervantes.
Si ensayos, referencias y atisbos sobre ella no ocupan volúmenes sino páginas, en sus Obras completas, esto se debe a que Cervantes compartía con otros clásicos, no sólo españoles de los siglos de oro, las preferencias del mexicano universal que fue Reyes.
Pensaba en lo anterior, mientras leía, para mí, el discurso que acabamos de escuchar ahora, pronunciado con la clara dicción —que, por cierto, poseía desde antes de que fuera a España—: la del maestro habituado a hablar ante discípulos y compañeros. Su tema, el cervantismo de Alfonso Reyes, tenía que ser particularmente grato para quien, como Alcalá, ha explicado —y explica— diferentes aspectos de la obra de Cervantes, en cada uno de sus cursos, año tras año.
Para mí ha sido, también, placentero oírle, una vez más, como en las aulas en que hemos estado juntos, unidos por esa amistad que se prolonga, a través de dos familias, en los herederos respectivos, con una tradición que nos esforzamos en sostener firmemente.
Por todo eso, acepté complacido responder a tan excelente discurso, aunque no con la amplitud con que habría querido hacerlo, y también puedo, con sobriedad de raíz hispana que él sabrá comprender como suya, decirle solamente: sea bienvenido Manuel Alcalá, para quien, por sus méritos, se abren ahora las puertas de la Academia Mexicana.
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