Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
Lunes
“Poetas” puros
No es nada; sólo una nota,
una nota que rechaza al poeta
cegado por la luna del olvido,
sordo al sol hueso del crujido.
No es nada; sólo una muerte,
una muerte de amarillo Octubre
dejando un remolino por serpiente,
regalo en cumbre al poeta puro.
No es nada; sólo un cuchillo,
cuchillo de cristal siempre presente
en el cuello del perro y el hambriento
que el poeta transforma en un suspiro.
No es nada; sólo es mi letra,
letra que se niega por ser letra,
palabra que se niega a quedar muda.
Joaquín Xirau Icaza (1950-1976)
Poemas
Presentación de Octavio Paz
Fondo de Cultura Económica, México, 1989
Martes
Robar
A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y a escribir yo mismo unos cuentos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más. Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.
Fabio Morábito (1955)
El idioma materno
Sexto Piso, México, 2014
Miércoles
El hombre
Para Wenceslao Rodríguez
¿Qué ha visto el hombre?
Nada.
Ciego y desnudo llegó,
desnudo y ciego se irá
del polvo al polvo.
Un gesto de ternura podría salvar al mundo,
pero el hombre jamás bajó los ojos
a ese pozo de luz.
—Llorarás, le dijeron,
mas no es fácil llorar.
Llorar es desprenderse,
irse en ríos de uno,
y el hombre sólo sabe
devorar y perderse.
No conoce más muros
que los que cercan su ciudad en sombras
y hasta allí ha bajado a envejecer,
a morir en sí mismo,
a sepultarse testarudo,
mientras la soledad circula por su cuerpo
como el viento por una casa en ruinas.
Yo insisto,
un gesto de ternura podría..., de pronto,
me irrito, tiemblo, río, me quebranto.
Yo soy el hombre.
Enriqueta Ochoa (1928-2008)
Material de lectura. Poesía moderna. 182
Selección y notas introductorias de
Esther Hernández Palacios
UNAM, México, 1968
Jueves
Hospital
A mi cuerpo
I
Este cuerpo
silencio que se revela
signa en tintes azulados sobre láminas oscuras
la sentencia de las vísceras.
Hay una aguja, una silla fría,
el cuarto frágil envuelto en un halo.
Este instante lento palpita.
Rumor metálico
olor a hule.
Una certeza rotunda, un tambor en el vacío:
mi grito detenido entre algodones
a fuerza de presente.
II
Pies desnudos, rodillas, uñas,
pelo, huesos, carne.
Este cuerpo es tierra, silbido en el espejo,
hinchazón del alma.
La soledad íntima es la evidencia
que opaca el rasguño
de mi sangre.
III
Luces artificiales, túneles, números
un zumbido, el preludio del desmayo
la pared de mosaico verde
verde claro que penetra.
Palpita una lámpara, se afilan las tijeras
se doblega el miedo.
IV
Un despertar punzante, mamá
mi cuarto de hospital lleno de juguetes,
ramos y un hueco.
Con gasas sobre el fulgor orgánico
y costuras en la cáscara escarbada
soy la estrella fugaz que llena el cuarto.
V
Días sin clases, catéteres
cuentos de hadas, flemas, venas.
Me han arrancado el sol de olor tibio
y compañía transparente.
Tres vampiros en semicírculo me observan.
Deliro, soy un ojo en una fábrica de ojos
un ojo en el proceso de las máquinas
un solo Ojo.
VI
Este cuerpo pulsa, pesa
se cansa en la lucha de sábanas y sondas
de sus puntadas quirúrgicas
y la angustia que drena sin prisa.
Al ritmo de las gotas breves
y las sombras largas, a un lado de la cama,
en el reloj de agua salada
cuento el tiempo.
VII
Entre caricias y punciones, los cuentos
de papá me escoltan.
Recogen las nodrizas los racimos rojos
de la almohada.
Una lechuza en la cavidad del pecho
extiende su brío de alas.
Y, sin paralizarme
ante la claridad zurcida de saberme efímera,
me levanto.
Mariana Pérez Villoro
En “Dedicatorias”
Claro de lunes
Taller Editorial La Casa del Mago
Guadalajara, México, 2017
Viernes
El árbol
A Verónica Volkow
Frente a la puerta de la casa donde vivo
hay un árbol muy viejo, alto, grande,
desmochado de aquí, de allá, a mansalva,
por algún hijueputa –así decimos en mi pueblo–
que en tiempos lejanos quiso derribarlo.
El árbol todavía tiene ganas de vivir.
Se aferra al único sostén: su altura.
La tierra negra desgastada por el tráfago,
el ocioso cemento que cubre sus raíces,
a veces se compadecen de él.
Unas ramas medio verdes, amarillentas,
se alzan insolentes en el día, la noche,
con lluvia o sol, entre una y otra
calamidades que un Dios ciego descarga
irreverente sobre su sabio tronco.
Cuando viaja el verano, silencioso
llega el otoño, como ahora.
Su tallo lívido no resiente los cambios.
En sus gajos ocres secos crece la soledad
con un sigilo creador de eternidades.
En el invierno, la clorofila se contrae
por falta de luz. El horizonte
cubre toda orfandad desmemoriada.
Así el hombre. Como este viejo árbol sembrado
frente a la puerta de la casa donde vivo
cumple su ciclo, reverdece con los años,
en otra tierra,
con nuevas gentes,
en cualquier lado.
Dionicio Morales (1943)
Material de lectura. Poesía moderna. 200
Selección y nota introductoria de
José Homero
UNAM, México, 1999
Sábado
Autorretrato muerta
Los ojos ya no miran
están como ríos muertos,
marchitas las raíces
y yemas de los dedos
donde crecía la tierra
follaje piel adentro.
Desalojaron las sombras
los laberintos del sueño
y enmudeció la oreja
como un pájaro muerto.
El bosque de las venas
fue sacando su incendio
y el ovillado viento en los alvéolos
quedóse quieto.
Ya no siente siquiera
el mar que se vacía,
la oscuridad que encierra,
mientras que en otro orbe inconcebible
bajo el agobio inmenso de la noche
se concentra el carbón de las estrellas.
Verónica Volkow (1955)
En Poetas de una generación, 1950-1959
Selección y prólogo de Evodio Escalante
UNAM, México, 1988
Domingo
Aproximaciones a la muerte de mi padre
A mi hijo Pablo
Primera aproximación
Ése era el mes azul, soplaban grandes vientos.
Afuera el sol se estremecía,
abriendo el horizonte
con un gran arco de palabras puras.
Adentro la noche se agrandaba
hasta ocupar el tamaño de tu cuarto,
hasta anidar entera en tu cerebro.
Era un grito de luz la luz del cielo,
pero en nosotros sólo sombra y dolor,
sólo ceniza, polvo, lacerante espera.
En otros territorios, el otoño
podía precipitarse entre las hojas.
Aquí no, aquí el verano destellaba, inmenso.
Arces y álamos, abetos y abedules
semejaban sangre, oro ya opaco
el sol caído entre sus ramas,
mientras tú resistías, padre tristísimo,
como una hoja seca, moribunda, viva.
Te vi como una vela que se consumía.
Miré cómo cruzabas el río sin ruidos
de la noche, con qué paso pequeño,
tal vez endurecido, atravesabas
el umbral de la muerte.
Imaginé también que alguien soplaba,
con un rencor de ciego,
en contra de esa vela.
Nuestro amor más completo se estrellaba
en contra de esa noche lenta,
la noche más oscura de mi vida.
Te ofrecimos entonces un poco de nuestro aire,
quién sabe cuánta sangre,
mientras oíamos palabras
con sabor a martirio
y tu llama pequeña se apagaba.
Ay padre amadísimo, yo era un ladrón
en busca de palabras. Y me quedé
arropado en un oscuro manto de sollozos.
Pero tú despertaste desde el sueño.
Ignoro cómo fue, pero con labios
de aserrín dijiste: “Mira el paisaje, árido
y triste, inmensamente triste.” Quizás
ese paisaje que mirabas era la geografía
del dolor, las miradas
opacas de nosotros. ¿Qué encontraste
en la penumbra larga de ese sueño? Recordé
que de tu mano conocimos
el mar inmenso y las grandiosas olas
y también el desierto
y las vastas planicies cultivadas
y a tu lado, todo azoro y preguntas,
caminé por crepúsculos
de sangre y conocí la frontera fragosa
que divide a la muerte
y me enseñaste a desatar la vida
de las palomas y a manejar esquifes
en el mar airado y a domeñar caballos
y con cuchillos de plata descubriste
los tumores de los moribundos y extendías
la sábana más dulce para los enfermos
y vi cómo ayudabas a morir tranquilamente
a los agonizantes y juntos contemplamos
el implacable avance del violeta
en el rostro de un niño.
¿Qué paisaje, pues, querías que viéramos,
padre dulcísimo, si todo territorio era dolor?
Y tú, dime, ¿qué podías mirar que no fuera
la llanura calcinada, acaso el vuelo de las aves,
sin estrépito? Áridos los pulmones, ardidos
también los intestinos, más seca aún
nuestra esperanza. Te movías en el límite
extremo de la vida. El cerebro ya muerto,
paralizados para siempre los riñones.
Y sin embargo, despertaste desde ese largo
sueño y nos dijiste que miráramos un paisaje
triste, inmensamente triste. Alto
gritaba el sol cuando morías.
Y junto a ti agonizábamos también
tu mujer y tus hijos, tus nietos,
tu casa, tus trajes, tus zapatos,
hasta el paisaje se moría contigo,
mientras entrabas y salías
desde la muerte, mientras entrabas
y salías hasta la vida.
Nos has dejado a oscuras, aprendiendo
a masticar de nuevo, en ese mes azul
en que soplaban con furor los grandes vientos,
ese día en que el cielo era una fiesta
y el sol estremecía las nubes y los árboles,
cuando la noche inundaba tu cerebro
y aves nocturnas, en vuelo altísimo,
sin prisa, sin viento, sin estrépito,
circulaban dentro de nuestro cráneo.
Jaime Labastida (1939)
Dominio de la tarde
Siglo XXI, México, 1991
Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.
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