Ceremonia de ingreso de don Salvador Novo (Parte 2)

Viernes, 12 de Junio de 1953.

Garcilaso alude con mayor frecuencia al Rey de Liguria, añadiéndole el canto (L., III, p. 41). Contra las mañas del cazador Albanio,

 

No aprovechaba el ánsar la cautela,
ni ser siempre sagaz descubridora
de nocturnos engaños con su vela.
Ni al blanco cisne que en las aguas mora
por no morir como Faetón en fuego,
del cual el triste caso canta y llora.

Y más adelante (p. 53):

 

Entonces, como cuando el cisne siente
el ansia postrimera que le aqueja,
y tienta el cuerpo mísero y doliente,
con triste y lamentable son de queja,
y se despide con funesto canto
del espirtu vital que dél se aleja;
así aquejado yo de dolor tanto…

Y, en remota alusión, en el Soneto XII. Sus comentadores desconfían de la realidad del canto del cisne. “Cosa muy vulgar —dice el Brocense, n. 146, loc. cit— es decir que el cisne canta dulcemente siempre, pero más al fin de su muerte… Puede ser que en unas tierras cantan y en otras no; a lo menos en España no sabemos que canten, mas de que en Tordesillas oyeron muchas gentes entre los juncos del río unos gaznidos [sic] espantosos, tanto que pensaron ser alguna cosa monstruosa, y algunos se atrevieron a llegar allá, y hallaron un cisne que había venido de otra parte, y murió muy presto. Desto hubo muchos testigos”.

Quevedo, en las décimas (baeLXIX257b) que empiezan:

 

Bien pensará quien me oyere,
viendo que he llorado tanto,
que me alegro agora y canto
como el cisne cuando muere,

sigue fielmente la tradición, que Lope, en cuyos labios el cisne es más generalmente título de poeta (A Carlos VbaeXXXVIII87b): “Desde el opuesto hemisferio mil cisnes mis hechos canten”, pone en los de Anfriso, como sentencia, entre mil otras, que ilustra en verso (La Arcadia,Lib. IV, p. IIIb): “Los cisnes cantan muriéndose y las sirenas lloran”. En el Libro II Silvio, “con endechosa voz”, exclama (Ibid., p. 65b):

 

Celebre mi partida
cual cisne al despedirse de la vida.

Y en el Libro IV (Ibid., p. 107b), dice Olimpio:

 

Aquí, luchando con las ondas fieras
como el cándido cisne cuando muere,
quiero hacer las obsequias de mi muerte.

En el Laurel de Apolo Lope se da, como decimos, vuelo llamando a toda la muchedumbre de poetas a quienes adula, oculta o simplemente menciona indiferentemente, “Fenices” y “Cisnes”. Elijamos unos cuantos ejemplos:

 

¡Oh, padre de las musas, docto Orfeo,
de músicos y cisnes corifeo…

(Ibid., 191b)

(“De doña Ana de Castro, musa”. Ibid., 191a):

 

¡Oh tú, nueva Corina
que olvidas la del griego Archeledoro,
a quien Dafne se inclina
y el cisne más canoro…

(“De don Pedro de Oña”. Ibid., 192a):

 

Poema heroico, armónico y suave
del patriarca Ignacio de Loyola
entre los cisnes de las Indias sola…

Elogia adelante al autor del Sagaz Estacio (Ibid., 214b):

 

Si a Salas Barbadillo se atreviera
mi indigna voz, que por tu gusto canta,
o la sonora cándida garganta
de los cisnes tuviera
que el verde margen que el Caístro bebe
cubran de pura nieve…

y “pone en su registro” (Ibid., 218a):

 

Las musas de doctor Pedro García
y Apolo entre los cisnes del Caístro.

En el soneto 199 (Ibid., 381a), a un culto escritor,

 

el Caístro jamás por su corriente
tan dulce ha visto cisne cuando espira,

y en el 221, a la muerte de Góngora (Ibid., 348a), halla el modo retórico de unir, en su honor, el cisne y el fénix:

 

Ya muere y vive; que esta sacra pira
tan inmortal honor le constituye,
que nace fénix donde cisne expira.

Sin duda, si a Góngora le hubiera tocado en suerte asistir a los funerales de Lope, le habría sido menos fácil, y tan opaco, redimir avícolamente a quien no había tenido empacho en llamar no cisne, sino “pato del aguachirle castellana”.

Demos, por último, paso a otros menos humanos cisnes de Lope, ya recuerden la fábula de Cycno o de Leda, ya, mejor, las olviden:

 

En un carro salió triunfante el Duero…
Tirábanle dos cisnes, que podían
(tal esplendor y candidez tenían)
ser celestes figuras…

(Laurel de A., ibid., 188b)

Ni blanco toro ya, ni cisne alado…

(El baño de Dianaibid., 205b)

Las aguas dividió cisne ligero…

(Ibid., 206a)

Filida, de verme ajena
y de mi mal descuidada,
cándida, blanca y nevada
cual cisne en orilla amena…

(Ibid., 248b)

Ya el ánade caluroso
de azul y oro se compone
el cuello, ya el blanco cisne
quiere llorar a Faetonte…

(A la creación del mundoibid., 260b)

Cándidos cisnes, que vestís la espuma
de quien yo procedí…

(Venus; La selva sin amoribid., 300b)

 

Quevedo, o el anti-pájaro

 

Por el “monte en dos cumbres dividido”, de don Francisco de Quevedo y Villegas, vuelan las aves habituales, presididas por las nueve musas castellanas. A Erato, musa cuarta, que canta hazañas del amor y de la hermosura, corresponden las más retóricas. Si compara el discurso de su amor con el de un arroyo (baeLXIX52a):

 

En cristales dispensas tu tesoro,
líquido plectro a rústicos amores,
y templando por cuerdas ruiseñores,
te ríes de crecer, con lo que lloro,

o si en el Idilio que llama Lamentación amorosa (Ibid., 83a) exclama, tal como “tanto amante que desdenes llora”:

 

Las aves que leyeren mis tristezas
luego pondrán en torno mis congoxas…
Allí serán mis lágrimas Orfeos
y mis lamentos blandos ruiseñores…,

y en la tercera parte del propio Idilio (p. 84a):

 

No cantan ya los doctos ruiseñores,

no podemos creer que así las maneje sino por virtud de una técnica en boga, que lo arrastró también a incurrir repetidamente en una “Fénix” que en otro sitio, como veremos, se complace en desprestigiar, y de que se sirve para pintar su ardor disimulado de amante (Ibid.,53a):

 

Ya fénix cultivada te renuevas,
en eternos incendios repetidos…

para componer un bello soneto (Ibid., 53b) “a una de diamantes que Aminta traía al cuello”: en aquellos en que “canta sola a Lisi”, para trazar los efectos varios de su corazón, fluctuando entre las ondas de sus cabellos (Ibid., 73a):

 

Con pretensión de fénix encendidas 
sus esperanzas, que difuntas lloro,
intentan que su muerte engendre vidas

y, en fin, para poner ejemplo de otras llamas, que parecen posibles comparadas a las suyas (Ibid., 74a):

 

Hago verdad la fénix en la ardiente
llama, en que renaciendo me renuevo;
y la virilidad del fuego pruebo,
y que es padre, y que tiene descendiente.

No menos ajenas a su experiencia, sino tan hijas de su erudición, son las aves de este primer cuarteto del soneto XXV (Ibid., 77b), que en la edición de 1648, reproducida por Rivadeneyra, pidieron tres pedantes notas en que Publio Siro, Aristóteles, Cicerón y Marcial se traen a cuento para explicar que la cigüeña y la grulla son por igual títulos de la primavera: Avis exul hyemis, titulus tepidi tempori.

 

Ya tituló el verano ronca seña,
vuela la grulla en letra, y con las galas
escribe el viento; y en parleras galas
Progne cantora su dolor desdeña,

en que se escucha su traducción de la Anacreóntica XXXVII (Ibid., 454b):

 

Ve que el ánade torpe ya se fía
del agua blanda que temió por fría.
Mira las grullas que con leyes viven
cómo volando en letra el aire escriben
y alegres vuelven por el aire vano
como a ganar albricias del verano.

Advirtamos, de paso, que las leyes con que viven las grullas son verdaderamente marciales, e inescapables, porque están sujetas a las rígidas de la gravitación universal. en tanto que las demás duermen, aquella que está de guardia sostiene, en la pata que equivale al brazo derecho de un soldado armado, uno de esos guijarros que, cuando vuelan, arrojan para averiguar si andan sobre agua o sobre tierra; garantízase su vigilancia en que, si se duerme, soltará la piedra, delatora de su negligencia; y sus hermanas la castigarán, sacando la cabeza de bajo el ala, que es como reposan (Plinio, op. cit., Xxxx). No son menos severas las penas en que incurren las cigüeñas impuntuales, a quienes, al partir —misteriosamente, de noche, como llegan—, aguardan las demás sólo para matarlas. Sólo que Plinio afirma que las cigüeñas son huéspedes del estío, y las grullas del invierno, contrariamente a los autores que respaldan a Quevedo y a su Anacreonte.

Sus traducciones de las Anacreónticas II, IX, XII, XXXIII, y de la Doctrina de Epicteto, Cap. XXXI (baeLXIX, pp. 438, 443, 444, 453 y 399) dejan en Quevedo más de una visible huella. En el Himno a las estrellas, Silva XIV (Ibid., 311):

 

Las tenebrosas aves
que el silencio embarazan con gemido,
volando torpes y cantando graves,
más agüeros que tonos al oído,
para adular mis ansias y mis penas,
ya mis musas serán, ya mis sirenas.

Bajo el signo de Clío escribe Quevedo un soneto alegórico de oscuro sentido político, en que el águila —rara avis en su poesía— lucha (Ibid., 7a), como en La toma de Valles Ronces(Ibid., 541a) en que encarna al potentísimo Felipe el Grande, cuarto entre los reyes de España:

 

Que el águila que el sol mira
no aguarda remifasoles,
y las plumas de sus alas
son de batir los cañones.

Ilustra siempre heráldicamente a la realeza (Glorioso túmulo a la serenísima infanta Sor Margarita de Austriaibid., 46a):

 

Las aves del imperio coronadas
mejoraron las alas en tu vuelo,
que con el pobre, y serafín, al cielo
sube, y volando sigue sus pisadas,

o en la sepulcral relación en el monumento de Wolistan (Ibid., 46b):

 

Dióle el león de España su cordero,
y lobo quiso ensangrentar sus galas.
El águila imperial le dio sus alas
y con sus garras se le opuso fiero,

y condensa, por fin, los atributos del ave de Júpiter, portadora del rayo, que mira al sol, selecciona y desdeña a sus hijos por métodos espartanos y muere, según Aristóteles, de hambre (Lib. IX) —porque en la extrema vejez su pico se encorva y traba, impidiéndole comer, en fabuloso castigo porque cuando fue hombre violó la hospitalidad—, en un soneto “A una dama hermosa, y tiradora del vuelo, que mató un águila con un tiro” (Ibid., 247b):

 

¿Castigas en el águila el delito
de los celos de Juno vengadora,
porque en velocidad, alta y sonora,
llevó a Jove robado el catamito?

¿O juzgaste su osar por infinito
en atrever sus ojos a tu aurora,
confiada en la vista vencedora
con que miras al sol de hito en hito?

¿O porque sepa Jove que en el cielo,
cuando Venus fulminas de tu rayo,
ni el suyo está seguro, ni su vuelo?

¿O a César amenazas con desmayo, 
derramando su emblema por el suelo,
honrando a los leones de Pelayo?

Al manto sombrío de Melpómene confía (Ibid., 49a) las “Exequias a una tórtola que se quejaba viuda y después se halló muerta”, y las palabras de un pedazo de la nave en que se descubrió el Nuevo Mundo (Ibid., 47a):

 

Fui haya, y de mis hijas adornada,
del mismo, que alas hice en mi jornada,
lenguas para cantar primero…

Otros ocasionales pájaros esmaltan fugazmente sonetos, madrigales y canciones suyas:

 

Más solitario pájaro ¿en cuál techo
se vió jamás que yo?...

(Ibid., 249a)

Está el ave en el aire con sosiego,
en el agua el pez, la salamandra en fuego…

(Ibid., 60a)

Escuchaba del ave los deseos…

(Ibid., 257b)

Nació paloma, y en tu seno el nido
perdió…

(Ibid., 27b)

Vuestra paloma huyó de vuestro nido,

(Ibid., 345b)

Pero es preciso reconocer que el poeta dispone, por cuanto a los pájaros, de muy limitados colores en su paleta musical. En otra parte de sus versos ha aconsejado a las mujeres cultas y hembrilatinas que “si hubieren de mandar que las compren un capón, o que se les asen, o que se les envíen (que es lo más posible), no le nombren, por excusar la compasión de lo que les acuerda; llámenle ‘desgallo o tiple de pluma’”. Apolo parece haber castigado cruelmente su fobia anticulterana obligándolo a seguir, con la frecuencia que en seguida ejemplificaremos, su propio malévolo consejo. Si no siempre “tiples de pluma”, ni “desgallos” nunca, en numerosos casos no encuentra qué llamar a los pájaros, sino “ramilletes”. En la Canción fúnebre en la muerte de don Luis Carrillo y Sotomayor (Ibid., 47b), que repite, sin dedicatoria y con variantes, en la página 346b, encontramos la descripción siguiente:

 

En un hermoso prado
verde laurel reinaba presumido
de pájaros poblado
que cantando robaban el sentido
al argos de el cuidado…

e inmediatamente:

 

Un pintado jilguero
más ramillete que ave parecía…

En las “letrillas líricas” (Ibid., 97a):

 

Flor que cantas, flor que vuelas,
y tienes por facistol
el laurel, ¿para qué al sol
con tan sonoras cautelas
le madrugas y desvelas?
Digasmé
dulce jilguero, ¿por qué?
Dime, cantor ramillete,
lira de pluma volante
silbo alado y elegante
que en el rizado copete
luce flor, suenas falsete…
¿En un átomo de pluma
cómo tal concento cabe?
¿cómo se esconde en una ave
cuanto el contrapunto suma?
…llena tan chica garganta
de orfeos y de viguelas?

En El Escarmiento, Silva XVII (Ibid., 312a):

 

Orfeo del aire el ruiseñor parece 
y ramillete músico el jilguero;

Ni falta en donde se “describe una recreación y casa de campo de un valido de los señores Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel” (Ibid., p. 314b):

 

Músico ramillete
es el jilguero en una flor cantora,
es el clarín de pluma de la aurora,
que por oír al ruiseñor que canta
madruga y se desvela,
y el Orfeo que vuela
y cierra en breve espacio de garganta
citaras, y vigüelas, y sirenas,
óyese mucho y se discierne apenas,
pues átomo volante,
pluma con voz, y silva vigilante,
es órgano de plumas adornado,
una pluma canora, un canto alado…

y por fin, en la décima Al ruiseñor (Ibid., 478b):

 

Flor con voz, volante flor,
silbo alado, voz pintada,
lira de pluma animada
y ramillete cantor;
di, átomo volador,
florido acento de pluma,
bella organizada suma
de lo hermoso y lo suave:
¿Cómo cabe en una sola ave
cuanto el contrapunto suma?

Luego él, tan anticulto, lo parece del todo en estas líneas de la arriba citada “recreación”:

 

Y la perdiz, que ensangrentando el aire
con el purpúreo vuelo
de sabroso coral matiza el suelo,
ya pájaro rubí con el reclamo,
lisonja del ribazo,
múrice volador esmalta el lazo,
y tal vez por el plomo que la alcanza,
con nombre de sus hijos disfrazado,
en globos enemigos,
ya golosina ofrece sus castigos,
y en la mesa es trofeo
quien fue llanto en la mesa de Tereo
y lisonjero a Venus por hermoso.

En que no es más claro, ni más oscuro, que este más nutritivo presente de las Soledades:

 

Tú, ave peregrina,
arrogante esplendor —ya que no bello—
del último occidente;
penda el rugoso nácar de tu frente
sobre el crespo zafiro de tu cuello…
Sobre los hombros larga vara ostenta
en cien aves cien picos de rubíes,
tafiletes calzadas carmesíes,
emulación y afrenta
aun de los berberiscos
en la inculta región de aquellos riscos,

sino que pide, al contrario, la declaración del faisán para una edición popular, en los dos últimos versos, luego que “el plomo que la alcanza con nombre de sus hijos disfrazado en globos enemigos” —los breves, volantes orbes de Alarcón— se traduzca en perdigones. Por seguir la moda pastoril “Llama a Aminta al campo en amoroso desafío” (Ibid., 63a):

 

Y las plantas vestidas
gozan las verdes vidas
dando a la voz del pájaro pintado
las ramas sombras, y silencio el prado;
ven, que te aguardan ya los ruiseñores
y los tonos mejores
porque los oigas tú, dulce tirana,
los dejan de cantar en la mañana;
tendremos envidiosas
las tórtolas mimosas,
pues viéndonos de gloria y gusto ricos
imitarán los labios con los picos;
aprenderemos dellas
soledad y querellas,
y en pago aprenderán de nuestros lazos
su voz requiebros y su pluma abrazos.
Y vieran nuestras bocas,
en ramos destas rocas,
ya las aves consortes, ya las viudas,
más elocuentes ser, cuanto más mudas;

o en imitación de Teócrito y Virgilio (Farmaceutría o medicamentos morados, Silva VI, ibid.,306b):

 

¿No ves estos pavones, cuyas galas
desdoblan un verano en las dos alas?...
Doite estas golondrinas, tiernas aves,
estas simples palomas voladoras
que cortando los vientos ya suaves
que al pintado verano dan las horas,
con sus brazos y cuellos variados
vistieron estos aires de mil prados.

Esta viuda tórtola doliente
que perdió sus arrullos con su amante
cogíla haciendo ultrajes a una fuente.

Tampoco faltará la descripción de la cacería por la red, que Garcilaso es el primero en encargar, en la Égloga segunda, a Albanio, de describir detalladamente, en los primeros tercetos hechos en castellano, y de que el zumbón don Agustín de Salazar y Torres se burlaría. De las dos veces que Quevedo aprovecha igual descripción, transcribiremos la segunda, cuyo final coincide con el principio de la actitud ante los pájaros que nos parece más sincera en él (Ibid.,346b):

 

…con pico lisonjero,
cantor de la alba, que despierta al día;
dulce, cuanto parlero,
su libertad alegre celebraba,
y la paz que gozaba:
cuando en un verde y apacible ramo,
codicioso de sombra,
que sobre varia alfombra
le prometió un reclamo,
manchadas con la liga vi sus galas;
y de enemigos brazos,
en largas redes, en nudosos lazos,
presa la ligereza de sus alas;

(1ª versión):

 

mudando el dulce, no aprendido canto,
en lastimero son, en triste llanto;

(2ª versión):

 

sin poderse escapar; mas ¿quién se escapa
de estas prisiones desde el pobre al Papa?

Pienso que Quevedo maneja mejor las aves cuando se enfada contra las personas, como hace tan a menudo, contra las leyendas y contra las costumbres. Endereza a una dama esta sátira (Ibid., 272a):

 

Pues más me quieres cuervo que no cisne,
conviértase en graznido el dulce arrullo
y mi nevada pluma en sucia tizne…

Rebujada naciste en dos andrajos,
de una hija de Adán por gran ventura
cuya comadre fueron cuatro grajos.

Desmiente a un viejo por la barba (Ibid., 161a):

 

Cabello que dio en canario
muy mal a cuervo se aplica.

El humanista es sincero. La vida retirada está muy bien cantada por su predilecto Fray Luis, pero él, retirado de la corte, responde a la carta de un médico naturista, como hoy diríamos (Ibid., 179):

 

Oigo de diversas aves
las voces y los chillidos
que ni yo entiendo la letra
ni el tono que Dios les hizo…

La lechuza ceceosa
entre los cerros da gritos
que parece sombrerero
en la música y los silbos.
Ándase aquí la picaza
con su traje dominico
y el pajarillo triguero
con el suyo capuchino.

Como el muchacho en la escuela
está en el monte el cuclillo
con maliciosos acentos
deletreando maridos.

Con verdadera irreverencia se dirige a San Pedro cuando negó a Cristo, Señor Nuestro (Ibid., 330b):

 

A Dios negastes, luego os cantó el gallo,
y otro gallo os cantara a no negallo;
pero que el gallo cante
por vos, cobarde Pedro, no os espante;
que no es cosa muy nueva o peregrina
ver el gallo cantar por la gallina.

Cuando envía a una su yegua a descansar al prado, piensa en un único posible Pegaso (Ibid., 193b):

 

Presto os pienso ver con alas,
aunque hoy apenas andáis,
de cuervos y de picazas
que os empiecen a picar.

Pues dejadas las fenices de diamantes que Aminta traía al cuello (“Soneto”, ibid., 53b), y otras igualmente metafóricas, opone a los animales fabulosos el argumento irrebatible de la experiencia (Remitiendo a un prelado cuatro romances [la fénix, el pelícano, el basilisco y el unicornio; las dos aves y los dos animales fabulosos], ibid., 168b):

 

Ociosa volatería,
perezosa diligencia,
aves que la lengua dice,
pero que nunca las prueba.

Bien sé que desmiento a muchos,
que muy crédulos las cuentan:
mas si ellos citan a Plinio,
yo citaré a las despensas.
Si las afirman los libros,
las contradicen las muelas.

En lo que, de paso, calumnia a Plinio, que al hablar del Ave Fénix —Xii— lo hace con manifiestas reservas sobre su existencia, y descarga en Manilius, senador autodidacto, la culpa de ser el primero que haya hablado de él entre los romanos, y afirmando que no se le ha visto nunca comer, que vive 509 años, que se fabrica un nido con incienso y canela, y en él se incendia para que de su médula salga una especie de gusanillo que se transforma en un nuevo Fénix).

Celebra la castidad de José, comparándolo a un pajarillo que lucha por desasirse de la liga (“Soneto”; ibid., 489b):

 

Cual suele por los aires la avecilla
del canto de las aves engañada
que sobre el ramo baja descuidada
plantado solamente para asilla;
que viéndose enredada en la varilla
y de su dulce libertad privada,
aunque deje la pluma más pintada
procura de su cuerpo desasilla,
así José…

pero el amor le parece tan natural en la juventud (Ibid., 491b):

 

Como al reclamo acude el pajarillo,
el tordo al fruto del temprano almendro,
al animal difunto el negro cuervo…

y escribe la más fisiológica comparación que se haya otorgado al trino de la blanca Filomena de Garcilaso (Ibid., 500b):

 

Presumí en vano
la voz del ojo, que llamamos pedo

 

Las poéticas gallinas

 

 

ruiseñor de los presos detenido…
de estas composiciones peregrinas;
¡gracias al que nos trajo las gallinas!

No habrá madre o persona maternal cuyas entrañas no se hayan conmovido alguna vez en presencia de las incubadoras. Se olvida que las gallinas emancipan bien pronto a picotazos a sus pequeños; del cuadro familiar sólo recuérdase que la gallina estaba clueca, que se echaba, con saludable reclusión, sobre los huevos: que los pollos salían con dulce piar a rodearla, que los defendía, los guiaba, los llamaba solícita, los enseñaba a encaramarse a dormir. Y cuando empezaban a echar plumas y a cambiar de voz, feos adolescentes, como su madre a Lázaro, los entregaba a la amplia escuela del ciego infortunio. ¡Pero estas máquinas deleznables! ¡Eléctricas!, ¡que los producen al mayoreo, en prole numerosa! Luego, como los habitantes de Delos (Pl., Xlxxi), los hoy avicultores los engordan con alimentos mojados en leche, que les dan exquisito sabor; en el vicioso círculo del interés, regálanlos, para que sean más tarde ponedoras gallinas:

 

Tenía Mari-Nuño una gallina
en poner tan contina
cuanto la vieja atenta a su regalo.
Sucedió un año malo,
tal, que el pasto faltándole suave,
negó su feudo el ave;
perdone Mari-Nuño,
que la overa se cierra cuando el puño.

(Góngora, Riv., XXXII, p. 453a)

Aunque no todos los poseedores de gallinas, sino casi ninguno, será vegetariano como don Francisco Sánchez Barbero se confiesa ante ellas. (Riv., LXIII591b):

 

Venid, gallinitas
de Maura nación,
a ser compañeras
de un pobre español.
Aquí viviremos
en fácil unión,
conmigo vosotras,
con vosotras yo.

(Gallinas: Clo, clo)

En mi parca mesa
de carne la voz
jamás, avecitas,
jamás se mentó.
Pasadas legumbres,
desechos de arroz
me acaban; con estos
nutriros he yo.
¡Clo! ¡Clo!,

ni, como él, les darán tan codiciables premios:

 

Un gallo arriscado,
de ardiente vigor,
de vuestro cariño
será galardón…
¿Por qué la desdicha
mi plácido amor
¡ay! ¡ay! de mis brazos
cruel arrancó?
¡Clo! ¡Clo!,

En él, evidentemente, el interés discurría por tortuosos senderos psicológicos; no les pedía huevos, ni pollos, ni sus personales pechugas, a las compañeras de su soledad. Sino que confiaba en que el cielo se lo tomara en cuenta:

 

Vagad, compañeras,
vagad sin temor,
y engordad, hermosas,
con mi bendición;
que el hado conmigo,
dejando el rigor,
se porte así como
con vosotras yo.
¡Clo! ¡Clo! ¡Clo! ¡Clo!,

e ignoraba, al lamentarse de su amorosa decepción, lo que ya Quevedo había expresado:

 

Sabed, vecinas,
que mujeres y gallinas
todas ponemos,
unas cuernos y otras huevos.

(Riv., LXIX85b)

Mas no se enorgullezca la industria moderna de haber descubierto las incubadoras eléctricas. Los huevos pueden romperse por acción espontánea de la naturaleza, sin incubación, como refiere Plinio de algunos de Egipto (Xlxxv); y el propio autor nos cuenta de un cierto siracusano que los metía en la tierra y se embriagaba hasta no verlos romperse. Puede, además, incubarlos el hombre. Livia Augusta, embarazada de Tiberio, según Nerón, y deseosa de tener hijo, usó de este augurio común entre las jóvenes desposadas; llevó un huevo en el seno, y cuando tenía que abandonarlo, lo daba a su sierva para que no se interrumpiera el calor. El augurio no la engañó. “De ahí debe de venir (Xlxxvi) esta invención reciente de calentar por un fuego moderado huevos colocados en paja, en un lugar naturalmente caliente”. ¡Un hombre los voltea y se rompen todos a la vez!

Encuentro, además, en la Crónica de las Filipinas, de Fray Juan Francisco de San Antonio (Parte I, Lib. I, cap. XIII, p. 43) la descripción del Tabón, que es “como una mediana gallina (pero sin cresta) en lo grande; negra, sin más colores”; y después de un cumplido elogio de sus huevos, con uno solo de los cuales “puede un hombre mantenerse bastantemente, y si no tiene robusto el estómago ha de empacharse”, dice que son cuarenta o cincuenta los que pone, casi de un tirón, en los meses de marzo, abril y mayo, en un hoyo que cava y cubre luego. Porque Tabón, en idioma tagalog, significa tapar con tierra cualquier cosa, sea lo que fuere. Y luego esta ave práctica se marcha a sus negocios marítimos, y en tiempo oportuno viene a graznar a sus hijuelos, que cavan hacia arriba y salen, convocados por su madre, como de la mejor incubadora.

 

Colibríes

 

Mucho debemos a las aves; inspiraciones, ejemplos. Pero los dentistas ignoran, sin duda, que su antecedente más próximo es el colibrí. “Cuando el cocodrilo tiene abiertas las fauces —dice Aristóteles (Hist. Anim, Lib. IX) — el troquilo vuela hacia ellas y le limpia los dientes”. ¿No hacen lo mismo las fresas del dentista y aun con zumbido muy semejante? “El troquillo encuentra ahí cómo alimentarse…” (Y el dentista, por modo indirecto, ¿no? ¿No lo increpa Quevedo: “Oh tú, que comes con ajenas muelas”?). De las cuatrocientas especies conocidas de troquilídeos —dice don Rafael Montes de Oca, miembro de la Sociedad Mexicana de Historia Natural, profesor de dibujo, pintura en cristal e idiomas, en su Ensayo ornitológico de los troquilídeos o colibríes de México, 1875— cuarenta son mexicanas. El padre Landívar los describe en su Rusticatio mexicana y el padre Federico Escobedo pone en castellano sus versos latinos (Geórgicas Mexicanas… México, MCMXXIV, Lib. XIII, p. 307):

 

Nada, empero, más lindo ni gracioso
el orbe ha conocido
que el chupa-mirto o colibrí precioso,
que, aunque de dulce voz destituido,
luce en su cuerpo frágil y nervioso,
hecho de plumas fúlgido vestido;
en sus alas llevando radiantes
de vivos tornasoles los cambiantes.

No mayor que el pulgar es la estatura
de su cuerpo (mas pródiga Natura
a aqueste pajarico
armó de agudo pico
que casi con el cuerpo se mensura).

Sus verdes plumas, por mayor decoro,
las abrillanta con matices de oro;
y en ellas junta y mezcla los fulgores
de los que al sol robó varios colores.
Volando, al mismo Céfiro adelanta;
rápido por el éter se pasea,
y con el ala trémula levanta
ronco susurro que en el viento ondea.

Mas si extraer pretende con el pico
las regaladas mieles
de floridos vergeles;
y de fuerzas dejar su cuerpo rico
(ya que de él se comenta
que en ninguna otra mesa se alimenta);
con desusado brío
el bordón de sus alas ronco vibra;
y en medio del vacío
se para y se equilibra
hasta que con su pico delicado
de las flores balsámico rocío
haya por fin sacado…

El sabio Francisco Hernández, entre las eruditas páginas de los doscientos veintinueve capítulos que consagra a las aves de Nueva España (Francisci Fernández: Tractatus Secundus, de Historia Avium Novae Hispaniae), describe minuciosamente las variedades de colibríes que Montes de Oca, que sigue a John Gould, nos dice que se hallan en gran muchedumbre de denominaciones —huitzitzil, taitzotolotl, guanumbi, quintiut, viscilin, pigda— por toda América. Los describe, muy someramente, el P. José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias, todavía con otro nombre: “De la China traen unos pájaros, que no tienen pies grandes ni pequeños, y casi todo su cuerpo es pluma; nunca bajan a tierra; ásense de unos hilillos que tienen a ramos, y así descansan. En el Perú hay los que llaman tominejos, tan pequeñitos, que muchas veces dudé, viéndolos volar, si eran abejas o mariposas, ¡mas son realmente pájaros!”… Y luego de alabar la maestría de los indios de Michoacán en confeccionar mosaicos de pluma: “Toman estas plumas tan chiquitas y delicadas de aquellos pajarillos, que llaman en el Perútomilleros, o de otros, semejantes, que tienen perfectísimos colores en su pluma”.

Mucho más exacta es la descripción que don Félix de Azara (Apuntamientos para la historia natural de los páxaros del Paraguay y Río de la Plata, Madrid, MDCCV, t. II, p. 468) hace de los caracteres generales de los picaflores, echando por tierra con su innegable testimonio personal la poética teoría de que sólo se alimentan de néctar por el largo, horadado pico que no abren para sacar la lengua y chupar, si escasean las flores, insectos de las telarañas; prestándoles las patas y los nidos que Acosta les niega; dando la razón de que puedan sostenerse inmóviles en el aire; rectificando el nombre guaynumbí, que Marcgrave les da, y que debe ser mainumbí, explicando por qué los españoles, al pesarlos en una balanza con su nido, determinaron llamarles tomines (y no tomineos), que dos pesaban en todo. Y finalmente, desacreditando la autoridad de Buffon con argumentos irrebatibles y frases como éstas: “En el discurso de esta obra se ha visto la dificultad de reconocer los páxaros en los Naturalistas, aun aquellos que necesitan tan poco tiempo para describirlos. ¿Pues qué se podrá esperar ahora de los Picaflores, que son tan difíciles de distinguir, que raya en lo imposible poderlo hacer, no encontrándose caracteres especiales suficientes para eso? Estoy casi seguro de que mis Picaflores están entre los de Buffon; pero no me lisonjeo de poder encontrar uno…”.

No anda, pues, muy acertado el P. Landívar en la olímpica dieta que prescribe al colibrí: ni en su mudez, ya que por las mañanas suele decir un monótono tre-tre; ni, por último —en versos que ya no transcribo—, cuando afirma que desaparece en el invierno, pues lo haría con las flores, y qué iba a comer, sino los insectos que, no faltándole en el invierno, no tiene por qué emigrar, desde que Azara, que apoya el suyo en el testimonio adicional del P. M. Isidro Guerra, afirma que “llegan a los 35 grados y que no temen mucho al frío”. Si no belleza, en toda su obra, creo, salvo mejor opinión, que el autor de la Rusticatio mexicana pudo, y nosotros exigírselo, habernos dado mayor verdad en la pintura del pájaro mosca. Referirnos, por ejemplo, de dónde viene la superstición que le atribuye el carácter de un amuleto de amor, para las doncellas que estén muy urgidas de no seguirlo siendo por mucho tiempo, tal como flores que abren sin esperanza a un viento indiferente su trémula corola.

 

Las aves en la poesía mexicana

 

 

—Abuela ¿qué son aves?
                                 —Pajarillos.
—Ah, sí, tienes razón: ya lo sabía.

Nada tan conmovedor como el espectáculo, cada vez más raro, de aquellos gorriones domesticados que en los mercados públicos, a pequeños saltos, sacan con el pico un papel entre muchos, con el horóscopo de la sirviente que ha pagado cinco centavos por anticiparse a un destino sólo sujeto al sentido de selección del pajarillo; ni queda ya quizá entre nosotros más supervivencia supersticiosa relativa a los pájaros que la preocupación de que si el saltaparedes cantaba en las nuestras con la cola hacia el patio, nos sobrevendría una desgracia, en vez de lo cual era excelente que gargarizara con el pico hacia adentro de la casa.

Buena prueba del sitio predilecto que en el corazón popular ocuparon siempre los pájaros son aquellas deliciosas tarjetas postales con que solía felicitarse por el año nuevo o por el onomástico. Las palomitas con una carta en el pico, el nido feliz, prometedor de un hogar igualmente gárrulo, con que los novios declaraban su amor en frases aprendidas del Secretario universal de los amantes —“desde el primer momento en que la vi” —, la azul golondrina, como una flecha entre las enredaderas. Suplantados en las tarjetas postales por los rostros de las estrellas cinematográficas, volvían a las canciones, y perduran en ellas, los pájaros que también la tipografía sobria y a veces sosa de nuestros días desterró para siempre. En ellas vuelan a su sabor. Cuando se entonan las mañanitas, como todavía suele hacerse,

 

Ya los pajarillos cantan, ya la luna se metió…

y en la vieja canción del Prisionero, que nos recuerda el romance español del mismo nombre, la víctima recibe una grata visita:

 

era mi madre en figura de ave…

Dulzona, tristemente, las personas se comparan a pájaros:

 

Yo soy pajarillo errante, que busca el nido,
que busca el ni-i-do.

Conforme avanzamos —a grandes saltos, lo sé— hacia el especializado presente, las menciones genéricas de los pájaros tienden a objetivarse a tiempo que se hacen más concretamente:

 

Ya lo sabes que soy pajarera
y en los campos me vivo cantando,
disfrutando de la primavera,
de las aves sus púlidos cantos,

dice ya con más alegre ritmo una canción moderna, y en La Joaquinita, norteña, de 1917, hija tardía y ágil de la Adelita:

 

Los pajarillos en las ramas se encaraman.

Ya es luego el Pajarillo barranqueño, el Pájaro carpintero, el Gavilán, el Tecolote de guadaña, pájaro madrugador, el Gavilán pollero, o la proliferada Paloma, desde aquélla:

 

Cuando salí de La Habana, ¡válgame Dios!,

o la que el rápsoda convoca en los corridos para confiarle un urgente mensaje:

 

Vuela, vuela, palomita,
vuela si sabes volar,

hasta ésta, de sentido tan medieval:

 

Ando en busca
de una blanca palomita,
de señas traigo
un dolor dentro del alma…

y la lamentablemente ukranianizada:

 

Paloma blanca
blanca paloma
quién tuviera tus alas
tus alas quién tuviera
para volar
y volar para
donde están mis amores
mis amores donde están
tómale y llévale
llévale y tómale…

La Revolución ha visto caer algunos pájaros, si bien es cierto, por una parte, que por medio de la deforestación, y por la otra que en realidad no eran pájaros propiamente dichos:

 

Ya se cayó el arbolito
donde dormía el pavo real,
ahora dormirá en el suelo
como cualquier animal.

Éste, el Pavito real, pavito real que todavía suelen servirnos por radio, y el hastío que se aburre de luz en la tarde, no son sino otras tantas pruebas del riesgo que se corre siempre de tomar el pájaro por las plumas.

Pero el mejor ejemplo de un tema avícola recurrido con siempre grata frecuencia en aquella música que hemos de llamar popular como don Ramón Menéndez Pidal da ese nombre a los romances que lo devienen sin ser tradicionales, anónimos; es decir, en una música que es literariamente romántica y por añadidura firmada, lo dan las golondrinas; primero aquellas a cuyas notas lánguidas se despide a la gente:

 

Adiós, adiós, hermosa golondri-i-i-i-na;

luego las yucatecas:

 

Vinieron en tardes serenas de estío
cruzando los aires con vuelo veloz;

la de Guty Cárdenas:

 

Golondrina viajera
de mirar dulce y triste;

y por fin la del músico poeta:

 

Golondrina
de vuelo ligero,
golondrina
que busca su alero…
Golondrina de vuelo trashumante…

Y a vuelo de pájaro concluyamos estas evocaciones con las ardientes Gaviotas:

 

Ya las gaviotas tienden su vuelo
ya abren sus alas para volar…

Quedan, por supuesto, flotando en la altura inmarcesible de las frases oratorias aves tales como las águilas y los cóndores, que poca gente ha visto pero no son sino símbolos que no responden a una experiencia. Morand descubría, para asombro de su traductor chileno del Air Indien, que América está llena de pájaros maravillosos, inmortalizados en los lábaros-banderas.

¡Nuestro tranquilo siglo xix! A él hemos de volver los ojos en busca de una idiosincrasia nacional que hizo posibles nuestras actuales rutas. En su panteón reposan las alfareras golondrinas del padre Hidalgo, la alondra de la libertad, los aguiluchos de Chapultepec, el cóndor Benemérito de las Américas, el sacrificio de la audaz águila austríaca, la paloma de la paz. Ni la historia ni los poetas se desdeñaban entonces de utilizar toda clase de pájaros en sus elaboraciones. Nuestra ya prácticamente desde 1810, nos complacíamos en examinar una vastísima y rica patria y en describirla con una que otra licencia poética en boga entonces. El temperamento personal, por supuesto, entraba en juego y prefería ya la ciudad, ya el campo, y en su dilema ya la golondrina, ya el ruiseñor, ya el jilguero, la tórtola, la torcaz, el zenzontle. Es, si no más, curioso seguir la trayectoria de las aves en las descripciones poéticas de nuestro sigloxix, si elegimos a los mejores poetas.

Tímidos primero, Navarrete menciona en su Mañana, muy en general, las voces

 

de las cantoras inocentes aves,

 

mientras

 

corren las fieras a sus cuevas hondas,
brincan las cabras, los corderos balan,
llaman las vacas a sus corderillos,
mugen los toros…

y su “zenzontle” no es más que un

 

pajarillo
que suave
con mil voces
variantes
sabio rige
el volante
coro alegre
de las aves.

Vive, empero, más contento en el campo que don Anastasio de Ochoa, traductor de Ovidio, que en una Carta a una persona de confianza le comunica su desesperación:

 

No hay quien hable conmigo
y te suplico
si no quieres que muera
que para hablar me mandes un perico…

Primera entrada triunfal del perico en nuestra poesía. Y luego:

 

Oye el sumario: Seis chozas, siete bueyes,
tres milpas, una plaza no sin lodo
y un millón de magueyes.
He aquí muy pormenor el pueblo todo…

Le satisface más el paseo llamado de las Cabras, en San Ángel, pero en él no encontramos pájaros.

En el relativamente completo inventario universal que Lizardi titula Himno a la Divina Providencia no falta su ocasional mención de las aves. Pero no nos detengamos en este fabulista tan hablador —y tan aburrido— como su Periquillo. Sea nuestro paseo por el xix circunscrito por la poesía de los buenos y escoja de ella sola la fauna, en la que elija nada más los pájaros. Por dicha no requieren sino un paisaje muy general; carecen de arraigo en el sentido en que lo necesitan, por ejemplo, los limoneros, sobre los que fincan un nido provisional como un apartamiento. Su encanto es ése, frente a la muelle, renovada, inmóvil longevidad de los ahuehuetes; ni es tampoco preciso que yo me esfuerce, en prosa vil, por daros la imagen que en pulidos versos nos dejaron los poetas, cuando eran cultos y los medían:

 

El campo, todo trinos y ambrosía,
convida a meditar en sus senderos;
vibra el dulce laúd de los jilgueros,
arrulla el corazón tanta armonía.

Aceptemos, Vicente Daniel Llorente, vuestra invitación, pero con cierto método. Situémonos primero frente al México de don Manuel Carpio, de adjetivos tan tibios como los exigía la época, pero tan apasionadamente patriótico sin embargo. No voy a recordaros el blancoglobo de la luna fría (¿por qué volvéis a la memoria mía, inmediatamente, la mesa de pintadopino, sobre la que melancólica luz lanza un quinqué? Se diría que los románticos usaban los verbos como adjetivos. Esta luz que se lanza…), sino que vamos a oír, y a ver, a los pájaros:

 

Hermoso es ver en la estación florida
altos naranjos exhalando aromas;
allí descansan tímidas palomas
y la sencilla tórtola se anida.

En las selvas revuelan los zorzales,
mirlos, tucanes de plumajes gayos,
encarnados y verdes papagayos,
tordos azules, rojos cardenales…
colibrís mil de bullicioso vuelo,
de azules plumas, verdes y doradas…

Mil pájaros acuáticos azotan
con sus alas la espléndida laguna,
y a la luz apacible de la luna
nadan tranquilos o en el agua flotan…

La triste garza estólida se para
junto a la blanca flor de la ninfea,
y posada en un pie, no se menea,
cual si fuera de mármol de Carrara.

De los numerosos paisajes de Altamirano prefiramos el que bordea el Atoyac. Un lector exigente pasaría por alto el muy interesante detalle de que el alejandrino sugiere mejor la sensualidad tropical que el poeta busca pintar que el patriótico endecasílabo de Carpio, y afirmaría que no difieren gran cosa; tendríamos que explicarle que se trata del mismo paisaje y que no está en nuestras manos cambiarlo:

 

Se dobla en tus orillas, cimbreándose, el papayo;
el mango con sus pompas de oro y de carmín;
y en los álamos saltan gozoso el papagayo,
el ronco carpintero y el dulce colorín.

Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares
y en tu salvaje templo comienza a oscurecer;
del ave te saludan los últimos cantares
que lleva de los vientos el vuelo postrimer.

No falta, ciertamente,

 

…ni el huaco vigilante,

pero, junto a la hamaca, la joven escucha música, en lánguido vaivén; la zamba que entristece, las trovas, y la dulce malagueña, que alegra el corazón.

 

Y al conjuro de la música, ¡oh prodigio!,
las aves en sus nidos de dicha se estremecen,
los floripondios se abren su esencia a derramar.

¿Qué canta la joven? Muy probablemente canciones en que se diga de los pájaros. Y así, agradecidos, ellos la despertarán muy temprano, cuando

 

el zenzontle despliega sus acentos

(Prieto)

a la hora en que hace un poco de frío

 

y cantan los arpados ruiseñores.

(Sierra)

Ya es mucho más perfecto el Himno de los bosques de Othón. Sentimos que en él, a pesar de la gallardía de su verso, ya más libre de convenciones, es sólo el metro lo que frustra la sinfonía que las vivas imágenes se esfuerzan por suscitar; libre de él, de vivir en nuestros años, nos habría dado mejor aquel “concierto de arpegios y de trinos” que preconiza en Surgite y que construye en la poesía que citamos:

 

¡El himno de los bosques! Lo acompaña…
el coro de las aves con su acento…
y la alondra gentil levanta al cielo
un preludio del himno de la aurora.
La bandada de pájaros canora
sus trinos une al murmurar del río…
Grita el papán y se oye en el sembrado
el triste cuchichear de las perdices…
oigo pasar, bajo las frescas chacas
que del sol tiemplan los ardientes rayos,
en bandadas los verdes guacamayos,
dispersas y en desorden las urracas…
la solitaria tórtola aletea…
el chupamirto vuela entre las flores…
y la morena garza se pasea
al son del agua cariñoso y blando…

No omite, en esta vívida pintura, ocuparse

 

del pintado y nervioso carpintero
que está en el árbol taladrando el tronco.

(En Altamirano:

 

Del mamey el duro tronco
picotea el carpintero…)

…De las flores, de los nidos,
de todo lo que tiembla o lo que canta
una voz poderosa se levanta
de arpegios, y sollozos, y gemidos…
las palomas zurean en el nido…
y el clarín de la selva sus canciones…
y en torno de la cruz las golondrinas
cantan, girando en caprichoso vuelo…

Por más que Manuel Gutiérrez Nájera admite, humilde,

 

que no es zenzontle o ruiseñor el nido
ni tenor o barítono el piano (“Nada es mío”),

es suya, en Tristissima Nox, esta linda acuarela cuya frescura ruego a ustedes comparar con los anteriores ejemplos:

 

Todo es blando rumor. En la cornisa
la golondrina matinal gorjea…
elevan la sonora greguería
con que saludan al albor del día
los vigilantes gallos matinales.

A la voz de la alondra, en los encinos
los zenzontles contestan: los pinzones
con las tórtolas charlan en los pinos,
y en el fresno rebullen los gorriones.

Henos ya en plena abolición del suave adjetivo. En vez de calificar extáticos pájaros, el poeta los pone a hacer lo que saben, lo que él sabe que saben. Contestan, charlan, rebullen. (¡Cuidado! Estamos en las inminencias de Concha, que charla, que comenta y que suspira; pero bien se le puede perdonar la duquesa al Duque, en gracia de estos libres, pocos, familiares, limpios, bien compuestos pájaros. Ni olvidemos, de paso, que más vale pájaro…).

El propio cantor del hogar nos ofrece, desde el punto de vista de los pájaros, algunas notas al margen del Papaloapan:

 

Se mezcla el arpa de oro
de los jilgueros que la yagua esconde…
la tonina saltando en tus espumas
que el pesado alcatraz roza intranquilo;
la esbelta garza de nevadas plumas…
el huaco centinela entre el follaje,
la guacamaya de pesado vuelo,
y como bardo errante del boscaje,
el pardo ruiseñor, eco del cielo.

Pero mejor que este retroceso a la adjetivación que ya habíamos superado, cuadra a su temperamento la siguiente queja doméstica y urbana, exhalada en su barrio y que parece describir los actuales:

 

Ya no hay macetas llenas de flores
que convirtieran en un pensil
azotehuelas y corredores…
ya no se escuchan frases de amores
ni hay golondrinas del mes de abril…

Porque las jaulas y las macetas que daban a Díaz Mirón la tranquila certeza de que el proletario no necesitaría de más para no envidiar a los ricos, han desaparecido, con azotehuelas y corredores, para dejar el sitio a halls, y a radiolas.

Conforme nos acercamos al siglo xx —lo que quiere decir, conforme nos encerramos en la ciudad como tema y cárcel— apágase en nuestros oídos

 

de la púdica tórtola el gemido…

(Pagaza)

susurra en la enramada
del postrer trino del ave
la nota indecisa y vaga…

(I.P. de Landázuri)

y aléjase de la poesía:

 

en raudo vuelo
de alas y trinos el vibrante coro.

(Delgado)

Con el ciego Juan Valle, que habla de águilas y de buitres, con Agustín F. Cuenca, con López Portillo, cuya Alma Natura incluye

 

el trinar de cadenciosas aves
que van cantando en argentinas notas
sus ternuras ignotas,
sus blandos goces y sus penas graves…,

calla el piar de ocasionales gorriones en Laura Méndez de Cuenca, en el propio Delgado, que transforma en novela una calandria. No quedarán sino unos cuantos pájaros dispersos, y de éstos, dos, particularmente: el ruiseñor y la golondrina. La golondrina, sobre todo. Quienes hemos vivido en los pueblos las conocemos bien. Hacen sus nidos, justamente en los aleros; los abandonan durante el invierno; vuelven a ellos el verano siguiente. Son, pues, pájaros de extracción capitalista, que se gastan el lujo de veranear. Su vuelo es espléndido, rápido, a ras de tierra, y no se les debe matar. Le quitaron a Cristo la corona de espinas, y echaron a volar del barro que hoy transportan a su nido. “Una turba locuaz de golondrinas”, nos grita el más antiguo recuerdo escolar, que debemos a Nervo; pero ulteriores lecturas nos han convencido de que las golondrinas tienen asiento mucho más amplio en la poesía mexicana, que deben, sin duda, a Bécquer en gran parte, y en otra menor a la fácil necesidad de su rima. Donde leemos neblina, colina, matutina, la golondrina asomará. Su tranquila condición de palabra grave o llana la ha salvado de los horrores a que la necesidad métrica ha obligado a veces a los poetas mexicanos más licenciosos por cuanto al acento:

 

Flotaba derramado en los cefíros…
De salir del Caós aun deslumbrada…

(M. M. Flores, Eva)

Me distes a comer con gozo intenso…
preferistes y no te congratulas…
descenderá el condór y a la montaña…

(Rafael Gómez Epitalamio, El pastor)

por cuanto a la paragoge:

 

¡Oh mi patria! Felice quien te ha visto…
reverberar tu sol, y aún más felice…
la fugace luciérnaga que gira…

(Prieto, Fuentes poéticas)

(Poetas de “A dó” y de “Dó” y de “Otrora”). Su físico, sus costumbres, sus viajes, su leyenda —desde el Enxiemplo de la abutarda y de la golondrina— se pliegan a todos los temperamentos:

 

¿Adónde vais, peregrinas,
ligeras cruzando y solas,
inocentes golondrinas,
del mar las tendidas olas?

(Riva Palacio)

Ponen nostalgia de viaje, de regreso o de marcha. A Puga y Acal lo hacen pensar en la risueña Niza, en la riente Atenas, allá en la Esmirna, en El Cairo, palacio del Kedive, en el caluroso Egipto, en Chipre, en Calcuta, y al despedirse le dicen:

 

—¡Yo voy hacia Palermo!
—¡Qué bien se vive en Rodas
de un viejo rey de piedra
debajo el pedestal!,

y se prestan, como ningún otro pájaro, a las meditaciones románticas:

 

¿Dónde están las bandadas de ruiseñores…?
Sabes que pasajero será tu daño,
que ha de volver tu pompa tan lisonjera
como las golondrinas año tras año.

(Vicente D. Llorente)

Sé que tu frente el malestar inclina,
sé que ansioso tu espíritu se lanza
en busca de un destello de esperanza
como en busca del sol la golondrina.

(José Peón del Valle)

Salud, salud, alígeras viajeras,
amantes tiernas del abril florido
que cruzáis sobre el lago adormecido
de la estación de amores mensajeras.

No abandonéis, ¡oh amigas!, las riberas
que cuando niño recorrí embebido;
suspended en mi techo vuestro nido
y amorosas cantad, aves parleras.

Cantad, cantad entre las lindas flores
que circundan sencillas mi ventana,
y me haréis olvidar tristes dolores.

Arrulladme en mi lecho en la mañana
mientras sueño con Laura y sus amores.
¡Dulces amores de mi edad temprana!

(Las golondrinas)

Ya con la última flor de primavera
también la última y dulce golondrina
huyendo de la escarcha y la neblina
se alejó de mi choza y mi ribera.

Hoy en el blando nido en que se oyera
el cantar de la ausente peregrina
sólo un lamento, cuando el sol declina,
el viento finge en nota lastimera.

Al pueblo y soto, al nido y la cabaña
y al transparente y sonoroso río
todo una sombra taciturna baña.

Y en esa soledad de invierno frío
sólo tu amor mi espíritu acompaña;
¡No vayas tú a dejarme, oh dueño mío!

(Luis G. Ortiz, La última golondrina)

Cual suele rezagada golondrina…
Cual, donde quiere Dios, la golondrina…,

exclama en el mismo poema, de arbitrarios títulos —Far from, Fatality— el oscuro don Francisco López Carvajal, uno de tantos a quienes las antologías sacan por una vez de sus casillas y vuelven a sumir en el olvido.

Por la poesía de Díaz Mirón discurren con igual eficacia “un pesado alcatraz”, “un vil zopilote”, “un pájaro que canta en el camino”, que “el cóndor gigantesco de los Andes” y “el buitre colosal de orlado cuello”. Le dice a Gloria que

 

el ave canta aunque la rama cruja,

que

 

hay plumajes que cruzan el pantano,

y afirma de Claudia que

 

es como una paloma que aletea…
en su curso y su grito de gaviota.

(De estos horribles pájaros no creo que haya por qué culpar a doña Fernán Caballero —ni de la canción arriba mentada). Desciende, una vez, a la fábula:

 

Cautivo un gorrión estaba;

asciende, otra vez, a la música:

 

Cuanto es mudo y selecto en la hora,
en el vasto esplendor matutino,
halla voz en el ave canora,
vibra y suena en el chorro del trino.

Ennoblece el árbol:

 

En la punta prolífica y derecha
de tu plumada y elegante flecha
mirlo garrulador tañe una endecha.

Y, por fin, no escapa a la golondrina:

 

Musca jerga y nevada muselina
ofrecen a la mártir hechicera
disfraz de prodigiosa golondrina,
palma en inmarcesible primavera.

Llegados al invierno de nuestra poesía, despidámonos de la golondrina con el siguiente soneto de Manuel Larragaña Portugal:

 

Atardece; de un cielo nebuloso
cae impalpable la llovizna lenta,
y el horizonte por doquier presenta
su ropaje monótono y tedioso.

El sendero cubrió barro viscoso;
en turbias aguas el canal reinventa,
y el ánade salvaje el vuelo intenta
moviéndose tardío y perezoso.

El arado en el surco detenido
no en los barbechos húmedos camina;
el mozo junto al yunque no hace ruido,

y sólo en el sopor de la neblina
charla, asomada desde el alto nido,
pegado en el pretil, la golondrina.

Se llama Acero y es bastante bueno, ¿no? Lástima que, como es bien sabido, una golondrina —no hace verano.

En la agonía de los pájaros, durante la era anterior a los loros, nos queda en Urbina un ruiseñor enloquecido —tan sensato en el soneto de Othón— y un búho sapiente en el estrangulador de cisnes González Martínez —tan sintéticamente Raven en Javier Santa María, otro oscuro poeta del xix. Viene luego el silencio o, si queréis, los pájaros de acero de los estridentistas —dentistas del estro— o, si todavía queréis, los palomos colipavos y los pericos de López Velarde, vueltos mole de guajolote y profesores de idiomas. Ya luego no habrá quien

 

templado pula en la maestra mano
del generoso pájaro la pluma,

y pensaría uno que los poetas mexicanos, como las huestes del Cid,

 

a la exida de Vivar ovieron la corneja diestra
e entrando en Burgos oviéronla siniestra,

si no fuera porque la poesía, como en el consumido símil del Ave Fénix, sálvase siempre de sus propias fenecidas cenizas. Queda un poeta en México. Se llama Carlos Pellicer. Entiende la poesía como una fiesta que el oído y los ojos dan al espíritu. Libre de toda traba retórica, ha depurado en sí una rica tradición americana que supo ver e interpretar con palabras de hoy —y de siempre— vedadas a sus neoclásicos antepasados. Y le han salido así unos Grupos de palomas que restituyen legítimamente a la poesía mexicana el alado elemento de que el águila primero, el zenzontle después, más tarde la golondrina y el loro por último, la habían, al parecer irremisiblemente, despojado.

 

Respuesta al discurso de ingreso de don Salvador Novo

 

Nunca, señoras y señores, en el curso de su larga historia, la Academia Mexicana Correspondiente de la Española había sufrido tantos duelos; nunca, en tiempo tan corto que no llega a un año, había visto vacíos tantos de sus irreales sillones.

Colegas y amigos nuestros, varones todos ellos de alta distinción y de relevantes prendas en diversas disciplinas —la novela, la lírica, el ensayo, la filología, la paremiología, la gramática—, emprendieron el viaje del que jamás se vuelve. Quedaban muchos huecos. En esta tradicional y gloriosa casa donde reinan dos excelencias: la tolerancia y la cortesía, y donde, por eso mismo, se agrupan, reúnen y conviven deleitosamente personas de la más distinta posición y carácter, de idearios aun opuestos, identificadas, sin embargo, en la noble tarea de trabajar por la limpieza, conservación y esplendor del idioma; nos veíamos, de pronto, privados de preciosos auxilios, de buenos y oportunos consejos, de grata y ya, por continuada, habitual compañía.

Tienen empero, instituciones del género de esta a que pertenecemos, la singular virtud de escapar a las añagazas de la muerte. Las pérdidas, aquí, se traducen en inmediatas reposiciones. Hueco que deja la Segadora, presto se llena. Actividad que se interrumpe, sobre la marcha se reanuda. Y en esa virtud de constantemente renovarse, reside precisamente la perennidad de las Academias; su lozano y vigoroso vivir; aún más diría yo: su inmarcesible juventud.

Incídese en el error —al presente ya vulgar trivialidad— de considerar a las Academias como viejos organismos anquilosados que chorrean polilla y aducen impotencia; como corporaciones que alientan de cara al pasado, sin preocupación alguna por el futuro. ¡Y no! Justamente, lo que ocurre es todo lo contrario. Las Academias viven porque se renuevan. Y para renovarse y vivir, tienen que permanecer, por manera invariable, con la mirada fija en la evolución literaria; tienen que captar y allegarse los valores auténticos que registran las letras de su tiempo; insistentemente consagrarlos y prepararse para nuevas consagraciones; ser, en suma, el claro espejo por cuya alinde sin cesar desfilan y se asocian las figuras descollantes de cada etapa, de cada generación literaria.

Los hombres pasan, pero las instituciones quedan. Y por obra de aquella sucesiva, reiterada integración a tono con los gustos predominantes, con las nuevas corrientes del pensamiento y del arte, con el sucederse de doctrinas y realizaciones en efusión victoriosa, afírmase, cabalmente, la consistencia, el juvenil vigor, el perdurable sentido de actualidad que caracterizan y condicionan a los núcleos académicos que jamás periclitan ni fenecen, y que son, como prodigioso haz, compendio de las glorias y de la tradición intelectual de un país y de una raza.

A los que ayer rindieron la jornada, nuevos valores han venido a substituirlos. Y, entre esos nuevos valores, toma ahora asiento en la Academia Mexicana Correspondiente de la Española, con general aplauso de los aquí presentes, Salvador Novo.

Es Salvador Novo uno de los más grandes escritores de México.

Vedaríame la preciosa lectura que acabáis de escuchar el engolfarme en mínimos pormenores para la corroboración de tal aserto. ¿Necesita el diáfano cristal de que se demuestre su transparencia? ¿Hay que insistir, cuando chispean, en el brillo de las piedras preciosas? Novo ha unido esta noche, en páginas de radiante hermosura, dos excelsitudes aptas al vuelo: las aves y la poesía. Las ha estrechamente enlazado con tal originalidad —reflexiónese en que nunca esto antes se vio—; con tan íntima delicadeza; con tan fina ironía, a las veces, y en tan linda prosa, que más no podría pedirse para fulguración y jugueteo del ingenio, para complacencia del espíritu y, asimismo, para gala y elocuente trascender de vasta y bien atesorada cultura.

¿Qué prueba mejor, entonces, del propio valer? ¿Qué mejor presea de auténticos méritos literarios? No necesita este caballero, en verdad, al armarse, de ningún espaldarazo. Pero es de rigor, a un discurso de ingreso académico contestar con otro, y yo os prometo que el mío será breve.

Lígame a Salvador Novo una vieja y noble amistad. Le he seguido desde los comienzos de su carrera literaria. Y mi admiración por él radica en que, al contrario de lo que habitualmente ocurre, desde el primer momento, al aparecer, se reveló en maestría. ¿Maestría sin aprendizaje? No, evidentemente. Aprendizaje que discretamente celó; ejercicio de la técnica que no se apresuraba; precoz madurez que abreviaba el camino. Al presentarse como escritor, ya lo era a carta cabal.

Bien nutrido de lecturas; conocedor, a fondo, del propio, amén de otros idiomas: atraído, en entusiasmo mozo, por los flamantes derroteros que las letras en el mundo seguían, pasada la primera y todavía no universal guerra, empezó por la crítica y la poesía. Su primer libro de versos —XX poemas— data de 1925. Otros le sucederán. Con honrada franqueza confieso que esa manera poética a la que, en sus principios, se afilió Novo yo no la entiendo. Juzgo que la poesía, antes que nada, ha de ser efluvio del corazón, relicario de emociones, claridad resplandeciente del espíritu; sentimiento y forma. Perdonad: yo todavía estoy en Gutiérrez Nájera, en Othón, en Nervo, en Urbina. Y, lo que es más: allí, dulcemente, pienso quedarme. Aquella otra poesía puramente cerebral, confinada en el enigma, adrede obscura, divorciada del pueblo —advertid que no digo del populacho—, a menudo cacofónica, anárquica y reñida con la norma, no va con mis gustos. La excuso, pero no la admiro: como, tampoco, la siento. Y no admiraría, de consiguiente, yo, la poesía de Novo, si entre los susodichos XX poemas y a lo largo de su producción lírica posterior distara de haberse registrado no digamos un cambio, sino una lenta, lógica, profunda transformación que, sin mengua de la sinceridad primigenia, sin deformarse, sino antes bien acendrándose y acentuándose su genuina personalidad, le llevó a una manera de expresión diáfana, sobria, de rara suavidad y tenuidad, en versos que, no menos, muestran vigor y rotundidad de recia forja. Compárense aquellos iniciales poemas de 1925, con el Romance de Angelillo y Adela, con las Décimas en el mar, y sobre todo, con Florido laude, que data de 1945, y que es una de las efusiones líricas más límpidas y delicadas que pudieran soñarse, y se comprenderá la armoniosa ascensión del poeta.

Con todo, y admirando como admiro —más allá del pórtico— la obra en verso de Salvador Novo, mucho más me rinde y cautiva su producción en prosa. Es Novo uno de los magníficos prosistas de estos tiempos. Esa prosa suya, elegante, flexuosa, sabia en ritmos, rica en contornos y en colores, parecería fundamentalmente plástica si no fuera, también, musical. Recuerdo la honda impresión que me causó, a este respecto, el que yo consideraría, por el primor con que está compuesto, un libro definitivo, no obstante ser de los primeros que salieron de su pluma. Lleva título en inglés —Return Ticket— y en él se describe un fugaz viaje del poeta a las islas Hawái.

Sería, aun sin asunto dramático, la creación de un novelista, si en él no se revelara una fase interesantísima de la personalidad de Novo: la del viajero. ¿Qué es un viajero? Un sujeto —diríamos— que narra lo que en el viaje le acontece. Simplemente. Pero es algo más: un hombre que nos hace viajar con él; un hombre que, al través de su propio espíritu, nos muestra lo que ve. Pueden ser las impresiones que reciba insignificantes o nulas, y él, sin embargo, sacarles prodigioso partido. La suma de encantos que encierra el mundo exterior está en nosotros mismos; y al describirlo, nos describimos.

Tal observaba yo en aquel libro admirable. Una vulgar travesía volvíala Novo, en paisajes y figuras, tema magistral. Intervenía también aquí —y tiempo es ya de señalarlo— lo que en verso y prosa es uno de los singulares atractivos del arte de Novo; algo consubstancial en él; algo de él inseparable: la ironía. Ironía en la que caben todos los matices: la gracia zumbona, el alfilerazo, la punzadura, el sarcasmo; ironía alada y a veces cruel, pero siempre penetrada de ingenio. Mas, con la ironía y sobre la ironía, la capacidad de captar lo que se ve, de transmitirlo, de imprimirle deliciosa vivacidad. Facultades éstas que encontramos en todas o las más de las páginas del viajero, ya ande por Sud América, ya se detenga en regiones de Michoacán o de Jalisco, ya repose, bajo el sol, en humilde balneario.

Vibrantes y vívidas sus páginas de viaje, la tierra patria comunica, además, a su visión un no sé qué de íntimo e inefable.

Porque en Novo, este escritor de tan varia y vasta cultura, este curioso de asomarse aun a lo remoto y a lo exótico, sobresale una amplia, una rotunda, orgullosa y, casi me atrevería a decir, hiriente mexicanidad. Metropolitano de México es él; aquí, en esta ciudad, nació; de ella se ha nutrido; en ella ha vivido y pensado; la ama y la siente. Y, del espíritu de México, pronto, alado, incisivo y mordaz, no poco tiene su espíritu. A la vieja, retórica, pomposa y un poco vacíaGrandeza mexicana de Bernardo de Balbuena, tramada en el siglo xvii, él replicó con una Nueva Grandeza Mexicana, que es un ensayo sobre la ciudad de México y sus alrededores en 1946, y que nos embelesa y avasalla por su mexicanismo, por el arte supremo que revela al transmutar lo popular en superior realización estética.

Y, ya que de esto se habla, alarguémonos a lo que constituye una de las más recientes modalidades del escritor: su contribución al teatro. En el Instituto Nacional de Bellas Artes ha servido Novo a la escena en la doble manifestación de creador y de director artístico. Logró —caso único— ya que no escenificar El Quijote, porque no es posible escenificar el Océano, dar, sí, en el tablado, una impresión rotunda y férvida de la obra sin par, al través de algunos de sus episodios culminantes. Luego, superada esta tarea, tarea formidable de técnica, realzarla y sobrepasarla en otra no menor: la de plasmar el mexicanismo de Astucia, la célebre novela de Inclán, en una adaptación escénica magistral. Todo ello sin contar algunas otras obras originales por su tema, y contando el gallardo esfuerzo llevado a cabo en pro del teatro nacional, por virtud de descubrir y mostrar nuevos y juveniles valores dramáticos.

Salvador Novo ha cultivado la cátedra, consagrándose a la enseñanza de la literatura. Con lo que dicho se está que sus lecturas, que sus estudios anteriores en este particular, se acendraron, profundizaron y extendieron. Nada hay como enseñar, para aprender. Y sean prueba de dichas actividades, y de las que hubieron de precederlas y prepararlas, sus reflexiones pedagógicas, inspiradoras de muy bellas páginas; sus estudios de crítica, sus antologías, sus traducciones: cifra y compendio todo esto de lo que es y significa un auténtico maestro.

Pero incompleta quedaría esta volandera semblanza, si yo no os presentara algo más de la fisonomía particular de Novo; algo en lo que ya estáis pensando, supuesto que a diario o semana por semana le oís discurrir, saboreando su gracia, su gesto oportuno, su sagacidad, su irónico desplante. Refiérome —y casi huelga consignarlo— al periodista. El periodismo, en su forma literaria, es un arte supremo; una de las formas de más honda y sutil modernidad que ofrecen las letras. Contemplar, en este mundo vertiginoso, la actualidad que pasa; saber discernir de asuntos, de personajes, de escenarios, de sucesos que ahora son algo, y mañana, acaso, no serán nada, constituye atractiva, aunque difícil empresa. Salvador Novo ostenta en ella magistral dominio. Sabe aderezar la inquieta columna que atrae y engolosina; sabe escribir la página breve que, hallándose destinada a vivir veinticuatro horas, por su natural primor, resucita y perdura en el libro. Tiene, con el sentido de lo actual, el don oportuno, el epigramático donaire. Asocia realidad y fantasía con arte imponderable.

Llena de excelencias; copiosa y radiante es ya la obra del gran escritor que ahora pisa los umbrales de esta Academia. Y aun promete serlo más, porque él se halla no lejos, un poco más acá de la mitad del camino de la vida, y, a las rosas de hoy y de ayer, vendrán a reunirse, en apretado ramo, otras fragantes rosas. Adiestrado en tan varias disciplinas ; consumado maestro en tan diversas manifestaciones del arte literario; laborioso, cultísimo, infatigable, harto se comprenderá cuán valiosa aportación significa para la Academia Mexicana Correspondiente de la Española el ingreso en ella de Salvador Novo. La honra no sólo es de quien la recibe, sino de quien la da. Y celebrando yo aquí la presencia del noble, fiel, insuperable amigo, creo también interpretar el sentir de mis compañeros y de la Academia misma, al decir, sencilla y gozosamente: ¡Que sea bienvenido!

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