Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
Lunes
No hay más allá
Puesto que sufro: ¡existo!
En el gracioso templo de San Pedro
situado casi a espaldas de mi casa
y en la calle que lleva al cementerio:
acostumbran tocar una campana
de hiriente acento lúgubre y pausado,
cuando llevando en hombros o en carroza
pasan los deudos a enterrar sus muertos.
Es un rosario de sonidos lánguidos
que con frecuencia me conmueve el alma,
haciendo que al momento reflexione
en que quizá, dentro de pocos días
--pues soy un avanzado octogenario--
ya no podré oír esos tañidos
que dan la despedida a los difuntos,
ni tampoco afligirme, al escucharlos:
porque al morir se acabará mi angustia
y, sin ella, seré frágil despojo
o insensible porción deshabitada
que al fin y al cabo se reduce a polvo:
polvo que al evadirse de la tumba,
suba en el viento y de su vuelo a ciegas
se ruede espolvoreado dondequiera,
sin nombre, sin dolor y sin memoria.
Cuando la voz de esa campana cunde
por mi pueblo natal y anuncia entierro,
capto lo pronto que se van los días
que más y más acercan el instante
en que debo afrontar lo ineludible.
Y en muda soledad, recapacito
en que de todo lo que nace y vive,
únicamente el hombre es el que tiene
conciencia plena de saber que muere,
y que todo lo muerto, no irá nunca
más allá del regazo de la tierra.
Condenados a muerte hemos nacido
y es la muerte final irreversible.
Lo eterno en este mundo es sólo el polvo
y en el polvo se extingue hasta el olvido.
Las cigarras
para José Emilio Pacheco
I En el verano:
las cigarras emergen
de los pitayos.
II De todo el año:
sólo de abril a junio
nos dan su canto.
III Sus cantos largos:
resumen los secretos
de miles de años.
IV Yo las he visto cerca:
son transparentes
como de vidrio.
V Suena a distancia
el sonido estridente
de su nostalgia.
VI Su canto escucho
y parece que viene
del otro mundo.
VII Sonido intenso
que desde aquí comienza
y crece lejos.
VIII Canto remoto:
que después del diluvio
hizo su asomo.
IX Miden el tiempo
y las lluvias atraen
con sus cencerros.
X Es en las guásimas
en donde ellas entonan
su rezo de ánimas.
XI El macho canta:
la hembra lo interpreta
y ávida, aguarda.
XII Merman las faunas:
¿que serán los veranos
sin las cigarras?
Entre el mar y el cielo
Cuando miras el mar
estás mirando el cielo
y, cuando al cielo miras,
lo que ves es el mar.
Uno es espejo de agua,
otro celeste espejo,
y, entre los dos,
el alma en un gozoso miedo.
¡Qué inmenso es el espacio!
¡Qué profundo lo inmenso!
El hombre siente dentro
girar el universo.
¡Qué tremendo es caer
en caída hacia arriba!
La ley de gravedad
nos retiene en la vida.
¡Qué terrible es estar
en el misterio, solos,
y sentir en la frente
todo el peso del Cosmos!
Incesante dilema
Se ha tornado mi existencia
un callejón sin salida:
ni la puedo exterminar
ni tampoco proseguirla.
Casi ciego, casi sordo,
vivo en constante dilema
de ser un muerto que vive
o vida que exista muerta.
Y así, en asiduo vaivén
oscila mi voluntad:
entre morir por mi mano
o de muerte natural.
Enigma, azar o destino:
dadme valor y cojones
para aguantar la tortura
de mi soledad a oscuras...
Porque mi anhelo es llegar
serenamente al final
con mi lucidez sin bruma:
para sufrir y gozar
hasta el instante fatal
mi terrenal aventura.
Elías Nandino (1900-1993)
El azul es el verde que se aleja.
Selección, prólogo y notas de Jorge Esquinca
Secretaría de Cultura. Gobierno de Jalisco.
Guadalajara, 2008.
Martes
Soy un ciego cojo dando de palos en la
misma ciudad donde todo se me pierde
Para Liseth Carola, Cynthia, Isis,
Raynaud, Gerardo y Antonio
Se han ido y no tallamos nuestros nombres en la corteza de
ningún árbol.
Apenas alcanzamos a leer un libro y no terminamos la tarea.
Pendientes están los telegramas al sol y a las nubes,
porque nos faltó aire para elevar el papalote.
Se han ido definitivamente y estoy solo.
No alcanzaron la edad para tomarnos el primer vino
y desde aquí no sé qué hacer con mi equipaje
cuando todas las calles conservan la misma oscuridad
donde todo está tan solo, como antes de la creación.
Un día tendrán que afeitarse y no estaré con ustedes,
preguntarán por Dios y no habrá respuestas adecuadas
ni habrá quien atestigüe que Cristo estuvo en la tierra
y nos hermanó el mismo dolor.
Soy un ciego cojo dando de palos en ls misma ciudad
donde todo se me pierde
Mi soledad es un auto volcado en el pantano.
Sed que sólo tiene arenas y desiertos,
niño perdido en un supermercado
carretera sin tranvías que no va a ningún lado
ciento veintitrés veces enfrentado al mismo guante
peso completo
náufrago que atisba desde una isla que no existe.
Eso soy.
Si muero, sé que con facilidad
me reemplazarán en la oficina
A las 9:00 a.m. me pongo la máscara oficial,
la de cinco horas entre la gente,
aunque a veces trabaje horas extras.
Lo bueno es que asegura el empleo,
la comida con regularidad.
Vivo la misma ciudad que me aprisiona
la que impide viajes donde pudiera tener una aventura
desde donde nada importaría si no regreso, porque
/ después de todo, nadie perderá el tiempo buscándome.
Soy viajero que no tiene a dónde ir.
Cuando regreso a casa no me veo.
Desde hace tiempo los espejos declararon huelga general
y no devuelven ninguna de mis preguntas.
Si muero, sé que con facilidad me reemplazarán en la oficina.
En casa, piso los recuerdos tirados en desorden en el cuarto
y sólo me veo desde la botella de ron semi vacía.
El reloj, desde la pared, con sus manecillas se mofa de
mi esclavitud.
Estoy seguro que si muero los periódicos no pondrán interés en
la noticia y sólo se limitarán a informar:
... “hombre viejo se suicida. Fue encontrado encima de un promontorio de recuerdos inútiles y, al identificar su cadáver, sólo encontraron en sus bolsillos un poema sin destinatario”.
Hace sueño, es hora de meter los recuerdos en una caja de cartón
/ e irlos a dejar, por ahí, en el primer basurero, como a un aborto con
el que no quieres comprometerte.
Desde entonces se me empozan los
zapatos, aunque traiga impermeable
Ignoro si en los archivos de Dios existen noches tan
heladamente solas como las de noviembre.
Ignoro si por los callejones celestiales deambulan seres
arrastrando amores que fueron un fraude a la
sociedad, cansados de huir de la justicia terrena.
Ignoro si esos fueron amores de mentira, a los que los hombres
no permitieron que se instalaran, uno dentro del otro.
Ignoro si en la barriada de Dios se puede ser feliz sin cambiar
de identidad, vivir un amor donde seamos nosotros,
sin archivos donde la iglesia nos señale con pecados,
o que los sacerdotes nos expulsen para evitar malos ejemplos.
Hablo de un amor entre personas que no fueron honradas, pero
viven la distancia del mismo grito.
En este noviembre quise platicar con alguien así, pero ese alguien estaba dentro de otro cuerpo, fuera de los pájaros suburbanos
que inventan cantos arriba de mi techo.
Llueve mucho afuera, en el aire y en el alma, como el día que nací,
lluvioso y feo. Por eso desde entonces se me empozan los zapatos,
a veces aunque no llueva y saque el impermeable.
Gerardo Rivera (1949)
Soy un ciego cojo dando de palos en la
misma ciudad donde todo se me pierde
Universidad Juárez Autónoma de Tabasco
México, 2004.
Miércoles
Nueve años después
Un poema fechado
Yo aparecí en la sangre de octubre, mis manos estaban fúnebres de silencio
y tenía los ojos atados a una espesa oscuridad.
Si hablaba, mi voz me sonaba como una materia desalojada,
mis huesos estaban empapados de frío,
mis piernas fluían con el tiempo, moviéndose hacia afuera de la plaza,
en una dirección extraña y sin sentido: de renacimiento,
llevándome a los espejos y las calles desordenadas.
La ciudad estaba arrasada por el silencio,
cortada como un cuarzo, tajos de luz diagonal daban sus raciones apretadas
a las esquinas, los cuerpos estaban callados y aplastados contra su vida,
pero había otros cuerpos también, pero había otros cuerpos también.
Hablo con mi sangre entera y con mis recuerdos individuales. Y estoy vivo.
Yo me pregunto: ¿cómo tenemos los ojos, las manos, el cerebro y los huesos
después de que salí de la plaza? Todo es denso, voluminoso y fluye,
después de que salí de la plaza.
El aire me decía que todo estaba quieto, esperando.
Yo me moví hacia afuera de la plaza, mi boca estaba quemada por los recuerdos,
y mi sangre estaba fresca y luciente como un anillo continuo
en el interior de mi cuerpo absolutamente vivo. Pues me movía
hacia afuera de la plaza, entero y respirando.
Respiraba imágenes y desde entonces todas esas imágenes me visitan en sueños,
rompiéndolo todo, como caballos delirantes.
Estaba en el amasijo del día el espejo de la muerte.
Y una palabra de mi vivir colgaba de un borde infinito.
Yo no quisiera hablar del tamaño de aquella tarde,
no poner aquí adverbios, gritar o lamentarme.
Pero quisiera, sí, que se viera toda una quemadura de cólera
manchando el espejo de la muerte.
¿Dónde podría poner mi vivir, mis palabras
sino ahí, nueve años después, en esa cólera fría,
en ese animal de ira que se despierta a veces para esmaltar mi sueño
con su aliento sanguinario?
Toda mi sangre circula por mi vivir, entera, incuestionable.
Pero entonces oí cómo se detenía, amarrada a mi respiración,
y golpeando, con el sordo llamado de su inmovilidad, golpeando
mis voces interiores, mis gestos de vivo humano,
el amor que he podido dar y la muerte que mismamente entregaré.
Luego vino el miedo a mis ojos para cubrirlos con sus dedos helados.
Todo el silencio de mi cuerpo abría sus alveolos
frente a los cuerpos arrasados, escupidos hacia la muerte por el ardor de la metralla:
esos cuerpos brillando, sanguíneos y recortados contra la desmenuzada luz de la tarde,
otros cuerpos diferentes del mío y más diferentes aún,
porque habían sido extirpados a la vida humana por un tajo enorme,
por una vertiginosa ferocidad, por manos de una fuerza doliente
que se lanzaba, aullando,
contra esos cuerpos más tenues ya que la tarde
y más y más brillantes, en mi sueño de todavía vivo ser humano.
Es verdad que escuché la metralla y ahora esto escribo,
y es verdad que mi sangre fluye de nuevo y todavía sueño
con una especie de muerta duda, y veo a veces mi cuerpo desnudo
como un espacioso alimento para la boca devoradora del amor.
¿Dónde estuvieron las ataduras de mi vivir,
mis espejos y mis días, cuando sobrevino la tarde en la plaza?
Si tomo un pedazo, una brizna de mi cuerpo para ponerla contra el recuerdo de esa tarde en esa plaza,
retrocedo asustado a mi vida como si me hubieran golpeado en la boca
los dedos levísimos de cientos de fantasmas.
Hablo de estos recuerdos inmensos porque tenía que hacerlo alguna vez, así o de otra manera.
Yo salía de la plaza con un vivo estupor en la boca y los ojos
y sentía mi saliva y mi sangre, vivo aún.
Era una noche fresca, dada al tiempo.
Pero en las calles, en las esquinas, en las habitaciones,
había cuerpos aplastados y sellados contra su vida por un miedo gigantesco y amargo.
Un anillo de miedo estaba cerrándose sobre la ciudad
como un sueño extraño que no cesaba y que no conducía a ningún despertar.
Era el espejo de la muerte lo que sobrevenía.
Pero la muerte había ya pasado con sus armaduras y sus instrumentos
por todos los rincones, por todo el aire abolido de la plaza.
Era el espejo de la muerte con sus reflejos de miedo
lo que nos daba sombra en una ciudad que era esta ciudad.
Y en la calle era posible ver cómo una mano se cerraba,
cómo sobrevenía un parpadeo, cómo se deslizaban los pies,
con un silencio espeso,
buscando una salida,
pero salidas no había: solamente había
una puerta enorme y abierta sobre los reinos del miedo.
Octubre de 1977
David Huerta (1949-2022)
Versión
FCE, México, 1978.
Jueves
La boa
La proposición de la boa es tan irracional que seduce inmediatamente al conejo, antes de que pueda dar su consentimiento. Apenas si hace falta un masaje previo y una lubricación de saliva superficial.
La absorción se inicia fácilmente y el conejo se entrega en una asfixia sin pataleo. Desaparecen la cabeza y las paras delanteras. Pero a medio bocado sobrevienen las angustias de un taponamiento definitivo. En ayuda de la boa transcurren los últimos instantes de vida del conejo, que avanza y desaparece propulsado en el túnel costillar por cada vez más tenues estertores.
La boa se da cuenta entonces de que asumió un paquete de graves responsabilidades, y empieza la pelea digestiva, la verdadera lucha contra el conejo. Lo ataca desde la periferia al centro, con abundantes secreciones de jugo gástrico, embalsamándolo en capas sucesivas. Pelo, piel, tejidos y vísceras son cuidadosamente tratados y disueltos en el acarreo del estómago. El esqueleto se somete por último a un proceso de quebrantamiento y trituración, a base de contracciones y golpeteos laterales.
Después de varias semanas, la boa victoriosa, que ha sobrevivido a una larga serie de intoxicaciones, abandona los últimos recuerdos del conejo bajo la forma de pequeñas astillas de hueso laboriosamente pulimentadas.
Juan José Arreola (1918-2001)
Topos
Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema.
En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la Tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados.
Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical.
Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.
Juan José Arreola (1918-2001)
La jirafa
Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa.
Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones. Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingenieria y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero.
Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo.
Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros.
Juan José Arreola (1918-2001)
La hiena
Animal de pocas palabras. La descripción de la hiena debe hacerse rápidamente y casi como al pasar: triple juego de aullidos, olores repelentes y manchas sombrías. La punta de plata se resiste, y fija a duras penas la cabeza de mastín rollizo, las reminiscencias de cerdo y de tigre envilecido, la línea en declive del cuerpo escurridizo, musculoso y rebajado.
Un momento. Hay que tomar también algunas huellas esenciales del criminal: la hiena ataca en montonera a las bestias solitarias, siempre en despoblado y con el hocico repleto de colmillos. Su ladrido espasmódico es modelo ejemplar de la carcajada nocturna que trastorna al manicomio. Depravada y golosa, ama el fuerte sabor de las carnes pasadas, y para asegurarse el triunfo en las lides amorosas, lleva un bolsillo de almizcle corrompido entre las piernas.
Antes de abandonar a este cerbero abominable del reino feroz, al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.
Juan José Arreola (1918-2001)
El búho
Antes de devorarlas, el búho digiere mentalmente a sus presas. Nunca se hace cargo de una rata entera si no se ha formado un previo concepto de cada una de sus partes. La actualidad del manjar que palpita en sus garras va haciéndose pasado en la conciencia y preludia la operación analítica de un lento devenir intestinal. Estamos ante un caso de profunda asimilación reflexiva.
Con la aguda penetración de sus garfios el búho aprehende directamente el objeto y desarrolla su peculiar teoría del conocimiento. La cosa en sí (roedor, reptil o volátil) se le entrega no sabemos cómo. Tal vez mediante el zarpazo invisible de una intuición momentánea; tal vez gracias a una lógica espera, ya que siempre nos imaginamos el búho como un sujeto inmóvil, introvertido y poco dado a las efusiones cinegéticas de persecución y captura. ¿Quién puede asegurar que para las criaturas idóneas no hay laberintos de sombra, silogismos oscuros que van a dar en la nada tras la breve cláusula del pico? Comprender al búho equivale a aceptar esta premisa.
Armonioso capitel de plumas labradas que apoya una metáfora griega; siniestro reloj de sombra que marca en el espíritu una hora de brujería medieval: ésta es la imagen bifronte del ave que emprende el vuelo al atardecer y que es la mejor viñeta para los libros de filosofía occidental.
Juan José Arreola (1918-2001)
Narrativa completa.
Prólogo de Felipe Garrido.
Alfaguara, México, 1997.
Viernes
Pinocho
24/julio/2019
Soy Pinocho, el títere que todo mundo conoce y hoy cumplo 207 años. Mi nariz dejó de crecer hace tanto tiempo que ya olvidé las mentiras. Y dejé fuera de mi existencia a todos aquellos truhanes de arrabal. Me convertí en un muñeco taciturno que caminaba por las tierras italianas sin apremio alguno. Después, viajé por el mundo conociendo los más bellos parajes, las ciudades más extrañas y los pueblos más recónditos. Me admiré ante la opulencia y me deprimí con la miseria. Conocí lo mismo a personas bondadosas que a los peores delincuentes. Me embarqué miles de ocasiones porque disfrutaba navegar por la inmensidad marina, donde mis pensamientos se iban en la espuma de las olas al llegar a los puertos. Durante todos esos años, convertido en un viajero contumaz, me enamoré cientos de veces, las mismas que fui rechazado. El amor de las mujeres no se hizo para los títeres. Después de tanto andar decidí establecerme; las marionetas también envejecemos.
Escogí para vivir un pueblo musical y aquí llevo medio siglo haciendo guitarras en el taller más pequeño de Paracho. Si no fuera por mi nariz, más grande que la de Cirano, nadie repararía en mí. Vivo en paz en esta población de tan suave cadencia. Soy uno más de los que hacen cantar a la madera.
Algunas veces pienso en Geppetto con cierto reclamo. Sucede que me dio la vida, pero olvidó dotarme del don de la muerte. Por tanto, soy un eterno guitarrero. Y reconozco que, en ocasiones, me canso de seguir vivo. Pero basta con escuchar el rasgueo de una de mis guitarras, adornada con una astilla de mi propia madera, para reconciliarme con el universo. Las pirekuas tampoco mueren.
Saúl Juárez (1957)
Breves historias del mundo frágil.
ImpresionArte, Morelia, 2023.
Sigue el primer capítulo de “Las aventuras de Pinocho”
I Cómo fue que el maestro Cereza, carpintero, encontró un
pedazo de madera que lloraba y reía como si fuera un niño
Había una vez…
“¡Un rey!”, dirán de inmediato mis pequeños lectores.
No, niños, se equivocan. Había una vez un pedazo de madera.
No de madera preciosa, sino de simple leña, uno de esos troncos que en invierno se ponen en las estufas y en las chimeneas para encender el fuego y calentar las habitaciones.
No sé cómo sucedió, pero el hecho es que un buen día este pedazo de madera fue a dar al taller de un viejo carpintero que tenía por nombre maestro
Antonio, aunque todos le decían maestro Cereza, porque siempre traía la punta de la nariz brillante y colorada, como una cereza madura.
Apenas el maestro Cereza hubo visto aquel leño se llenó de alegría y, frotándose las manos de puro contento, balbuceó a media voz:
--Este pedazo de madera se ha presentado justo a tiempo; voy a usarlo para hacer la pata de una mesita.
Dicho y hecho; de inmediato tomo un hacha bien afilada para empezar a quitarle la corteza y a rebajarlo, pero, cuando estaba a punto de asestarle el primer hachazo, se quedó con el brazo suspendido en el aire, pues escuchó una vocecita finita, finita, que le decía, con un tono de súplica:
--¡No me pegues tan fuerte!
¡Figúrense cómo se quedó aquel buen viejo, el maestro Cereza!
Giró los ojos espantados por todo el taller para ver de dónde podía haber salido aquella vocecita, ¡y no vio a nadie! Miró debajo del banco, y nadie; miró dentro de un armario que estaba siempre cerrado, y nadie; miró en la canasta de las virutas y el aserrín, y nadie; abrió la puerta del taller para echar un vistazo también a la calle, y nadie. ¿Entonces?
--Ah, ya sé --dijo luego, riéndose y rascándose la peluca--; está claro que esa vocecita me la imaginé. Volvamos al trabajo.
Y vuelta a tomar el hacha, dio un golpe solemnísimo en el pedazo de madera.
--¡Ay, me lastimaste! --gritó, quejándose, la vocecita de antes.
Esta vez el maestro Cereza se quedó petrificado, con los ojos desorbitados por el miedo, con la boca desencajada y la lengua de fuera, colgándole hasta la barbilla, como si fuera el mascarón de una fuente.
Apenas recuperó el uso de la palabra, comenzó a decir, temblando y tartamudeando de miedo:
--Pero ¿de dónde habrá salido esa vocecita que dijo ¡Ay!?... Aquí no hay ni un alma. ¿Será acaso que este pedazo de madera ha aprendido a llorar y a quejarse como si fuera un niño? No puedo creerlo. Aquí está este madero; es un pedazo de leña para la chimenea, como cualquier otro; si lo echo al fuego servirá para cocer una olla de frijoles... ¿Entonces? ¿Se habrá escondido alguien en el leño? Si aquí está metido alguien, peor para él. ¡Va a ver lo que le espera!
Y, diciendo esto, agarró con las dos manos aquel pobre pedazo de madera y comenzó a aporrearlo sin misericordia contra las paredes de la habitación.
Después se puso a la escucha, para ver si oía alguna vocecita que se quejara. Esperó dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; diez minutos, ¡y nada!
--Ah, ya sé --dijo entonces, tratando de reír y acomodándose la peluca--; por lo visto, esa vocecita que dijo "¡Ay!", yo me la figuré. Volvamos al trabajo.
Y como ya estaba muy asustado, se puso a canturrear para darse un poco de ánimo.
Mientras tanto, dejó a un lado el hacha, tomó el cepillo para alisar y pulir el pedazo de madera y, al tiempo que lo cepillaba de arriba abajo, escuchó de nuevo la vocecita de costumbre, que riéndose le dijo:
--¡Déjame! ¡Me estás haciendo cosquillas!
Esta vez el pobre maestro Cereza cayó como fulminado. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el piso.
El rostro se le veía transfigurado y, con el susto, la punta de la nariz, que casi siempre la tenía colorada, se le había puesto azul.
Carlo Collodi
Las aventuras de Pinocho
Prólogo y traducción de Felipe Garrido
Ilustraciones de Gabriel Pacheco
Nostra Ediciones
Producciones Sin Sentido Común,
México, 2016
¿Cuáles son las razones de la enorme fortuna que, desde su aparición, ha tenido esta novela? ¿Por qué se ha convertido en una de las consentidas de niños, adolescentes y viejos en todo el mundo? En Pinocho la desobediencia, y el desprecio de la disciplina y el estudio, la falta de respeto por los mayores, suelen tener consecuencias catastróficas. Y eso hace falta decirlo y tomarlo en cuenta. Pinocho está del lado de los padres y los maestros.
Al mismo tiempo, con pareja sinceridad, Pinocho está del lado de los desbocados impulsos de independencia y desobediencia que proyectan a los niños y los jóvenes hacia el futuro. Pinocho está del lado de los niños y los adolescentes y los viejos y los adultos que conservan ese espíritu de disidencia y de lucha: “En verdad que nosotros --dice Pinocho--, los niños, somos muy desgraciados. Todos nos gritan, nos regañan, nos dan consejos. Si los dejáramos, a todos se les metería en la cabeza convertirse en nuestros padres y maestros; a todos, hasta a los Grillos-parlantes.”
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