Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 19 de Febrero de 2024
Por: Felipe Garrido

Lunes

Las lisonjas de Revana

¡Mujer de encantadora sonrisa, de dulces ojos, de rostro amable, tímido y gracioso; tú brillas con vivo fulgor, como vergel florido! ¿Quién eres tú, cuyo vestido de seda color de sol se asemeja al cáliz de una flor dorada y a quien todavía embellece más esa guirnalda de lotos rojos y de nenúfares azules? ¿Eres la Gloria, el Pudor, la Felicidad, la Fortuna, la Belleza, la Voluptuosidad misma, o la misma Vida? ¡Qué blancos, pequeños, iguales y unidos son tus dientes, oh mujer de talle escultural! Eres bella como una diosa, y tus cejas finas y arqueadas son un precioso adorno de tus ojos. Tus mejillas, dignas de tu boca son hermosas, suaves, y nada hay más digno de nuestra contemplación, ¡oh mujer querida, de encantos seductores! Tus finas orejas adornadas con pendientes de oro, pero mejor adornadas con su belleza natural, forman líneas curvas dibujadas con las más delicadas proporciones. Tus manos tan flexibles tienen matiz azulado, como los pétalos de loto; joh! criatura de risa deliciosa, tu gentileza está en armonía con tus otros encantos. Tus pies, que juntos en este momento el uno al otro, se hacen mutuamente resbalar, son de una belleza inexpresable; su forma es de una delicadeza infantil y sus dedos son de una frescura incomparable; bellos como las flores más deslumbradoras, durante la marcha se muestran llenos de atractivos y de gracias... Tus piernas, finas y elegantes, son dignos sostenes de tu cuerpo flexible... Tus grandes ojos, bordeados por un círculo de púrpura, son dos estrellas de azabache engastadas enmedio de un esmalte purísimo. Tu cabellera es magnífica, tu cintura podría ceñirse con las dos manos... No, nunca he visto en la superficie de la Tierra una mortal, ni una ninfa, ni aun una diosa que se iguale a ti en atractivos.

Valmiki

A Valmiki se le atribuye haber escrito los 24.001 versos del “Ramayana”, entre los siglos III y II antes de Cristo.

Lo que sigue es la Introducción que Juan JoséArreola escribió al volumen 103 de la colección “Sepan cuantos…”, de la Editorial Porrúa, titulado “Lectura en voz alta” y publicado por primera vez en 1968. En la formación de los alumnos –de cualquier edad– que están en proceso de incorporarse a la cultura escrita la lectura en voz alta ocupa un lugar de la mayor importancia. Cuando alguien que está leyendo en voz alta entiende lo que está leyendo, transmite su comprensión a quienes lo escuhan. Para dominar su lectura en voz alta un lector o una lectora tienen que aprender a escucharse ellos mismo, a distinguir cuándo tropiezan y cuándo lo hacen bien, a disfrutar sus lecturas y a dejar en claro que entienden lo que leen.

Introducción

Lector, éste es un libro de lectura. Inútil buscar en él otra cosa. No es una antología universal ni un volumen de trozos escogidos. Mas que yo mismo, otros lo coleccionaron para mí: los autores de textos escolares, como María Luisa Ross o Atenógenes Pérez y Soto, a quienes aquí rindo tributo. Lo único que importa es que todas las paginas aquí reunidas me enseñaron a amar la literatura y por eso las amo y las reúno. Las leí por primera vez entre los ocho y los doce años de edad. Sólo he agregado unas cuantas que leí después, joven o adulto, y que tienen el mismo valor y la misma enseñanza: me devolvieron el candor y la ingenuidad primeras. Esto es, me siguen enseñando a ser hombre y me enriquecen con los dones de una lengua que ha desarrollado mi espíritu: pez que circula en el agua del lenguaje materno. Me desentiendo, por lo tanto, de la cronología, de los países y las épocas que señorean habitualmente los manuales de literatura. Ni siquiera los nombres egregios han sido tomados en cuenta. En este libro sólo debe oírse una melodía: la de la lengua castellana, por obra y gracia de autores originales o de traducciones anónimas y devotas.

Por eso quiero que pueda ser leído en voz alta, sobre todo por los niños que desarrollan su ser en nuestra habla. Lástima que no pueda hacerse en un coro, para saber quién desentona y quién puede ser un solista. Porque el solista es poeta y el que desentona debe ser llamado a cuentas por la comunidad del espíritu: yo te diré quién eres si hablas el idioma que entiendo: si pagas mi atención con la moneda de tu alma acuñada en lenguaje: única divisa que tiene aceptación universal. Si eres checo, alemán o francés, yo te doy el oro de mi lengua por el oro de la tuya. De hombre a hombre, y pronunciando bien cada palabra. Por eso abundan aquí los nombres extranjeros. porque hemos entendido su lenguaje.

No sé de ningún tratado que nos ayude a leer en voz alta. Sólo el ejemplo de quienes saben hacerlo y resucitan de viva voz el sentimiento y la melodía que bulleron el alma de los autores, sirve de algo. Pero lo que no puede el maestro, lo hace el instinto, el genio del lenguaje que poseemos, aunque se haya o se halle dormido entre nosotros.

Las cláusulas de Hammurabi, como las de Salomón y Andreiev, requieren una voz amplia, estricta y pausada. Un murmuIlo de oración debe rezar, en aleteo lejano, al anónimo chino y a “Las tinieblas caen”, de Günnar Ekelof. Como quien cuenta una anécdota personal deben leerse las páginas de Gilgamesh y de H. G. Wells. Así, pero con cierto temblor, “El ruiseñor y la rosa”, de Óscar Wilde, y “En días de terrible epidemia”, de Alessandro Manzoni. Con orgullo, rencor y humildad, como quien se confiesa, el “Autorretrato” de Papini, el párrafo de Henley y el fragmento del “Libro de los muertos”... Cualquier niño puede decir ahora lo que dijo hace treinta siglos el escolar de Mari, desenterrado por André Parrot, o recitar los pasajes de “La Cruzada de los niños”, que aquí se reproducen. El texto de Jules Renard, que empieza como una mera información, va disminuyendo el tono y agrandando sus pausas, hasta que nos hace cerrar la boca antes de decir la última palabra. Y así sucesivamente.

Dejo adrede, sin aclararlas en nota, muchas palabras, nombres y hechos enigmáticos. Siempre es bueno promover en los lectores alguna visita provechosa al diccionario y a las enciclopedias. Ojalá y sea así, para que el que quiera entender, entienda. Y si no, tanto mejor: el misterio poético se verá acentuado por las dudas de fecha, nacionalidad y vocabulario.

Sí debo aclarar algo que me apena. Los libros en que leí los textos que amo y rescato, no consignan casi nunca el nombre de los traductores. Conozco algunos, pero los omito en favor de los anónimos. A cambio, entrego una docena de traducciones mías, sin identificarlas. Vaya lo uno por lo otro.

Me hago responsable de todo. Incluidas las correcciones que remedian algún descuido en las traducciones. Y las propias se benefician con hallazgos anteriores, cuando los hubo o pude recordarlos sin tenerlos a mano.

Finalmente debo mencionar aquí a Emilia Gaitán González, porque copió todos los textos con presteza, paciencia y cuidado, “ancilla dilectissima”. Pero, sobre todo, y en primer lugar, a los Editores, porque al apoyar la edición hicieron posible que yo tuviera juntas otra vez las palabras que me enseñaron a amar la literatura. Para que otros niños, jóvenes o viejos, las relean conmigo. Adiós pues, lector. Y a Dios las gracias.

Juan José Arreola

México 1968.

 

Martes

Muchacha en Nueva York

I

Revelada en la luz de la mañana, 

el agua cae sobre ella, 

fecunda y generosa 

moja a los otros seres.

Viene de muy lejos, 

ha cruzado senderos y cañadas.

Bronca en su nacimiento, 

ha aprendido

la lección imprescindible de los cauces.

Su trabajo final 

será lavarla, bautizarla, 

hacerla de nuevo y renacerla.

Milagros del agua y la sirena, 

presentes de la comunión 

entre el agua que corre y ese cuerpo 

pleno de marfiles y durezas 

que cortan y dan sed al peregrino.

¿Cuál será el destino 

del agua plateada por su carne 

sin otra voluntad que ser por un instante

actriz de una obra

nacida para el desván de los olvidos?

La memoria se encargará de rescatarla 

y darle otra vez ese presente 

en que son uno el agua y la sirena.

II

No tiene edad ni tiempo. Sólo existe 

un presente perfecto que no acaba.

Toda es bala de plata, estruendo, adolescencia, 

animal desplazado en selva conocida.

Todo lo devora y sabe a vez primera.

En sus ojos la pintura flamenca se descubre, 

A su paso los modernos se quitan el sombrero.

Criatura borrada del arsenal del mundo, 

resulta imposible no mirarla, 

no compartir su gozo, su garbo, su elegancia, 

cuando el parque es parque, las hojas 

se doran ante el otoño y su mirada, 

y el sol acaricia muslos, cabelleras, 

ancianos fortalecidos por los años.

Muchacha en Nueva York, 

inmune al tiempo. Por tus ojos 

la ciudad se descubre diariamente 

y cada momento es un milagro.

III

Aun la bestia enorme duerme.

También la ciudad exige sueño.

Pero esta muchacha, 

rebelde a ser vencida, 

se envuelve en la música 

antes que en las sábanas.

Opone sus marfiles ardientes, 

sus zonas más oscuras, 

claras en la tiniebla, 

al monstruo que intenta desafiarla.

Antes ha emprendido 

el ritual necesario de la noche:

primero los aretes

hasta hace un segundo

dueños de su perfume y de su carne 

y luego las pulseras

que prolongan su brazo o lo aprisionan 

para hacerlo más libre y más prohibido.

Es el turno de los botones de la blusa, 

del sostén que aprisiona la blancura 

capaz de devolver la vista al ciego.

Y después los zapatos, 

más altos que el verano, 

su pantalón de cierre más desnudo.

Celébrala así,

sin otro vestido que su cuerpo, 

entregada a la noche 

y a la ciudad que espera su retorno.

 

Miércoles

¡Cuándo estaremos, mi vida, 

como los pies del Señor:

el uno sobre del otro 

y un clavito entre los dos!

Piernas, cara y cuerpecito, 

todo lo tienes gracioso;

como yo de lo bonito 

siempre he sido muy ansioso, 

quisiera darte un besito 

y llegar a ser tu esposo.

Negrita, cuerpo de rosa, 

corazón de una granada, 

te pretendo para esposa, 

dulce prenda idolatrada;

no te quiero por bonita, 

sino por mujer honrada.

En una mata de romero 

se sentaron dos pichones.

Vengo a ver, mamacita, 

cuales son tus intenciones:

de casarte conmigo 

o estás en dos corazones.

Corté la flor del olivo, 

la puse en una balanza.

Oye bien lo que te digo, 

no lo tires a la chanza: 

me he de casar contigo, 

no pierdo las esperanzas.

¡Ay, de mí!, Llorona, 

Llorona, yo te pidiera 

que tu huipil de brocado 

me cubra cuando yo muera.

En tu turgente seno, niña, quisiera

reclinar mi cabeza (cielito lindo)

cuando muriera;

yo te dejara

de mi amor un recuerdo (cielito lindo)

que te arrullara.

El día que yo me muera favor te pido:

vayas a mi sepulcro (cielito lindo)

y des un suspiro;

pero llorando,

y en el suspiro dime (cielito lindo) :

"Te sigo amando."

Si muerto me llegas a ver, 

voy a pedirte un favor: 

que te vayas a poner 

sobre mi tumba una flor, 

y a nadie des a saber 

que fui tu primer amor.

Y si muero, Valentina, 

yo muerto te he de querer, 

y una flor en mi tumba 

tú me tendrás que poner.

Esa flor, mi Valentina, 

siempreviva ha de ser, 

que simbolice el cariño 

y el amor de una mujer.

Cuando [me] muera, mi nena, 

quiero que me hagas un favor:

que me prendas una vela 

y me pongas una flor.

Si me muero, de mi barro 

hágase, comadre, un jarro;

si tiene sed, en él beba:

si la boca se le pega, 

son los besos de su charro.

Deja reclinar mi frente 

en tu pecho seductor;

quiero darte un beso ardiente 

y confesarte mi amor, 

que te juro para siempre.

Si quieres desengañarte, 

deja a tus labios besar, 

deja en tu pecho regarte 

mis lágrimas al llorar, 

y mi amor así probarte.

Guerra quisiera contigo, 

pero una guerra de abrazos, 

fuego nutrido de besos 

y un fusilado en tus brazos.

Malagueña salerosa, 

besar tus labios quisiera, 

y decirte, niña hermosa, 

que eres linda y hechicera 

como el candor de una rosa.

Ven, cariñito, ven,

que quiero también 

tu boca besar, 

y en esta noche callada 

mi pobre alma enamorada 

no hace más que suspirar.

Entré en un jardín y la corté, 

una malvarrosa.

¿Por qué estás enojada, 

siendo tú la cariñosa?

Dame un besito tronado 

de esa boquita sabrosa.

Te he comprado tu toquilla 

con sus amarres de plata; 

cuando yo te pida un beso 

no me lo niegues, ingrata.

No me mates con acero, 

porque el acero es resgoso, 

mátame con un suspiro 

debajo de tu rebozo.

No me mates con cuchillo, 

que tiene el acero fuerte, 

mátame con un suspiro, 

y te perdono la muerte.

No me mates con pistola, 

ni me mates con puñal, 

mátame con tus ojitos 

y tus labios de coral.

¡Ay, sandía, quién te calara, 

aunque me dieran los fríos!

Soy puro Guadalajara, 

donde son los tapatíos.

Blanca flor de margarita,

¡quién te pudiera cortar!

Como eres la más bonita, 

espero me has de besar 

con tu preciosa boquita.

Encantadora morena,

¡quién te pudiera besar!

Mi dicha no se enajena: 

espero que he de cortar 

esa preciosa azucena.

Eres como la hoja verde, 

hija de una enredadera;

me dan ganas de cortarte 

para quitarte lo matrera.

¿Quién te cortó las hojas 

del tamarindo, 

que no te echó en los brazos 

de este amor lindo?

Hermosa flor de azucena,

¡quién te pudiera cortar!

Tu boquita me envenena,

Voy a echar la despedida, 

la que echó San Pedro en Roma:

"Entre tantos gavilanes,

¡quién te comerá, paloma!".

Ya parece, ya parece,

ya parece, pero no,

ya parece que te corto,

rosita de Jericó.

Escogi una florecita 

por todos preferida, 

a ver si puedo cortarla 

aunque me cueste la vida;

ojitos de capulin, 

tú serás mi consentida.

Me he de cortar una flor 

de esas de tu hermosa rama; 

y aunque me cueste el rigor,

me he de acostar en tu cama, 

ángel divino de amor, 

aroma de la manzana.

Me he de cortar una flor 

de esas que hay en el zacate; 

y aunque me cueste el rigor, 

me he de acostar en tu catre, 

ángel divino de amor, 

aroma del cacahuate.

Me he de cortar una flor 

de esas que hay en tu jardín; 

y aunque me cueste el rigor, 

me he de acostar a dormir, 

ángel divino de amor, 

aroma de pachulín.

Cancionero folklórico de México

I Coplas del amor feliz

Textos recopilados y editados por investigadores del

Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios

De El Colegio de México, bajo la dirección de

Margit Frenk

México

Primera edición, 1975

Primera reimpresión, 1998.

 

Jueves

Decir cama

A batallas de amor, campos de pluma

Luis de Góngora y Argote

Decir cama no es igual que decir gato 

aunque ambas creaturas tengan cuatro letras, 

como cuatro son las patas de la cama 

y cuatro las de ese animal que, a semejanza tuya,

es cifra de todos los misterios.

Naciste en una cama, antes de que la conciencia 

tuviera un lugar en tu odisea.

Si así lo dispone el tren de la vida, 

llegarás en ella al final de tu breve aventura.

Mientras, pronuncia en presente la palabra cama 

con toda tu boca, tus dientes, tu saliva, 

tu blancura insurgente, tu carne en rebeldía.

Dale la vida que no tiene, quítale el reposo.

Sé sobre ella la amazona 

que no pide ni da tregua.

Vive en estado de guerra permanente.

Necesidad de la ballena

Me despierta mi cuerpo siempre alerta. Mi cuerpo huérfano de ti, por más que lo pueble de memorias. Mis manos sin tu entraña y tus mandatos. Tus urgencias. Acaso a esta hora insomne me acompañas, y eres víctima de la fiera común que sólo muerde a los enamorados y a los locos. A los iluminados. O tal vez duermes y yo velo. En mi vigilia siento tu respiración de barco hundido, ignorante de otro reino que el destinado por nosotros. A esta misma hora una ballena emerge para dar a los otros mortales una nueva oportunidad. Su cola esbelta es el abanico más grande del planeta y lo despliega sólo para quien pueda descifrarlo. Ella y tú respiran y eso basta. Nueva ocasión para celebrar la vida. Y tú con ella.

Lavar el día con romero

Lavar el día con romero 

es comenzar la vida 

como el primer día 

en que fuimos creados.

El agua, siempre nueva en tus formas 

te bautiza otra vez, te hace 

más deseable y más prohibida.

Cuatro rodillas como montañas entre la espuma 

y nuestros besos con sabor a jabón

devuelven su inocencia a estar desnudos, 

otorgan a la piel su rostro verdadero.

La dama del jardín

He estado desde siempre. Antes de la ciudad, ya reinaba con mis olores y mis formas para conquistar los sentidos de quienes iban a ser mis dueños. Me dieron orden, escuadra, simetría, y fui conforme a las reglas de los otros, pero fui libre hasta donde me lo permitieron los gruesos muros que me guardaron del ruido y la algarabía de afuera. Así fui creciendo y perfumando las noches de verano, los amaneceres del invierno. Primavera inmortal y sus indicios, escribió un poeta, y eso es verdad en esa parte del mundo.

Un día ella llegó. Con su belleza, su altivez, su porte. Conforme los días pasaron, ella se posesionó de mí a través de la mirada: me vio con ojos con los que nunca me habían mirado, me olió, me supo con todos los sentidos que ella tiene. Cada mañana adivinaba sus pasos, su perfume que anunciaba su llegada, su majestad absoluta en las pequeñas cosas.

Escribo estas palabras en la casi imperceptible línea del alba, cuando todo es recién nacido y estoy solo con mi aroma, antes de que el canto de mis pájaros inunde la mañana. Hoy supe que la Dama en el Jardín se ha marchado para siempre. Ruego a las presencias de este espacio que la traigan de nuevo. Quiero sentir otra vez la inminencia del prodigio. De saberla más mía mientras menos la toque.

Vicente Quirarte (1954)

La piel que no conozco.

Mano Santa Editores

Director de la colección: Jorge Esquinca.

Editor: Emmanuel Carballo Villaseñor.

Diseño y diagramación: Luis Fernando Ortega

Guadalajara, 2023.

 

Viernes

Y lentamente parándonos volvimos a cargar nuestros restos.

Raúl Zurita

Yo no sabía qué era reverberar. Me sonaba a un panal de abejas, al zumbido de esos animales grandes que te vuelan cerca de los ojos y te espantan. Luego me enteré que era brillar mucho entre dos, que era tenerte enfrente y devolverte algo de lo que tu cuerpo reflejaba en mí.

Por eso creí que con esto podía contar una historia.

Retomando el hilo, fuimos nosotros los que le dimos continuidad a esta historia, y te diré que hice una ficción de todo esto. Encontré lo que me quitaron. Dejé mi nombre como última palabra. Yo era como tú o podía ser tú; así de hermoso o la más fuerte.

Me empeñé por sobrevivir, pero tú también. La idea de que todos somos parte del daño estructural, no. La persistencia de que debemos dejar de ser el daño estructural, sí. Juguemos entonces a construir un cuerpo no rígido, no tensado. Desafíame a creerte todo: que un error no se reitera, que si un día una herida ya no me acuerdo, ya no me duele, pero ah, cómo sangró.

Así, engarza tu voz a estas palabras.

Es verdad que algo te están diciendo, 

escucha:

Yo era un satélite. Satélite mujer. Satélite hombre. Te acompañaba: si tú dabas vuelta, yo también. Si te perdías, yo también. Tu órbita, es decir tu trayectoria, fue la mía. Te seguí, porque era un satélite, qué otra cosa podía hacer. Me gustaba decir que era un cuerpo orbitante. Yo orbitaba. Me necesitabas como yo a ti. Piensa en ello: me necesitabas como yo a ti. Piensa en ello.

Pasa que esta historia no es sólo mía, porque aquí, donde estás ahora, si miras de reojo verás que alguien igual que yo está buscando. Alguien igual que tú le da vueltas y vueltas al mismo cuento. Había una vez una mujer o un hombre que más tarde fueron muchos. Te concentrarás en aquellas partes que no comprendes. Es la historia de la trama rota. Ya he mirado los pedazos y ni así embonan.

No usar el cuerpo, ni la defensa o la batalla. Abandonar el lenguaje como posibilidad de construcción crítica.

Aquí empieza una metáfora: voy a recordarlo todo.

No tengo palabras. Entonces no hables de más, mejor acuérdate del día en que descubrimos algo parecido a una promesa.

¿Cómo se le dice? Juramento es una palabra larga que se cansa en la lengua.

Tú y yo nos juramos todo y para siempre.

Digamos que tenían razón, que fue así como nos lo contaron, que tanta sumsión no era un castigo. Digamos que el amor sin descanso ni piedad nos arrasó. Digamos que fue así: que él, ella, ustedes y luego nosotros atravesamos algo que no era un lugar. Digamos que hice a un lado todo el ruido y muchas voces me llamaron, pero ninguna era la tuya.

La evidencia que les entregué fueron mis palabras, se las puse todas.

Pero no, la vida son las cosas que pasan en la horrible ciudad que siguen construyendo y esa manía de vender flores en cada esquina, carísimas. Nunca me alcanzó para llevarte ni un ramillete de hierba adornada con listones. Mi amor fue la intención de hacerlo, aunque tú nunca lo supiste. Luego esa canasta de frutos rojos: zarzamoras, fresas, arándanos, cerezas, madroños y moras; las veías como si fueran algo importante, como si en cada una de ellas brillara la verdad.

Mi amor estuvo en ti todas las veces que miraste lo trivial.

Veníamos de hacernos fuertes. Llegamos hasta aquí, y nos ha costado mucho.

Llegamos porque nos aprendimos de memoria estas palabras:

Podemos perder ese miedo ancestral y dar

un solo paso a la orilla del camino y sentarnos

tranquilamente a ver pasar el sol por nuestros ojos.

Podemos.

Habrá que repetirlo.

Eva Castañeda (1981)

Decir otro lugar

Elefanta Editorial, México 2020.

Dirección de la editorial: Emiliano Becerril Silva

Ilustraciones: Jorge Brozon Vallejo.

 

Sábado

Irse

Irse, verbo intransitivo:

Moverse de un lugar hacia otro apartado de la persona que habla.

Irse, verbo pronominal:

Morirse o estarse muriendo.

Mi madre se encorva un poco más cada día.

Me veo en ella.

Soy ella.

          Soy también la tristeza de la vejez que me interpela.

Será su muerte

y luego el tiempo insoportable 

y después la mía,

mi muerte tan mía que yo misma querré decidirla.

          Desearé morir el día en que mi madre ya se haya ido.

          Al saber que mi madre ya no respira, 

en ese abismo que siempre me ha habitado, 

ahí, agazapadas,

encontraré las agallas necesarias para desaparecer.

Mientras ella viva yo estaré viva.

De lo contrario no.

Jamás.

Imposible.

          Irse es un eufemismo para la muerte.

Se dice que la gente se va para decir que se ha muerto.

Y se van a un lugar mejor.

¿Quién dijo que aquel lugar existe y que será mejor?

Para estas mentiras no hay ninguna entrada consignada en el diccionario.

          Desde ahora sé que no me será sencillo permanecer 

en esta tierra árida, fría.

No hay que preocuparse, no todavía.

Adriana Dorantes (1985)

Querida madre buena

Yo soy el fruto de tu sangre.

Que sólo ti lograste que me sienta seguro.

Eros Alesi

Querida madre buena.

Madre monumental.

Que todos los días del resto de nuestras vidas dejes de ser esa madre que llora.

Madre que no quería ser madre, pero entonces no se estilaba opinar.

Madre de otros antes que mía.

Que el tiempo te dé lo que perdiste al cuidar a tu hermana.

Que la culpa de verla morir deje de consumirte el pensamiento.

Madre silenciosa.

Que mañana quieras saber por qué ese lunar en tu espalda crece y crece.

Madre de corazón roto.

Que dejes de callar lo que te duele.

Que duieras hablar de mi padre y de las cosas que te dejaron con el llanto /eterno

           Madre de sonrisa y de rabia.

Que tus noches dejen las pesadillas y los insomnios.

Madre que sufre porque su hija le dice que ya no cabe en la casa y la    /abandona.

Madre de otros después que mía.

Que dejes de estar sola.

Madre que nunca quiso ser maestra, pero antes no se estilaba preguntar.

Que me dejes en algún lado el olor de tu cabeza.

Madre que engordó para procrear y nunca recuperó su cuerpo.

Que los días que nos quedan sean suficientes para el amor que hace falta.

Que nunca tenga que verte muerta.

Madre de todos mis soles.

Madre torbellino.

Adriana Dorantes (1985)

La náusea

Ella termina de bañarse y con sus manos temblorosas se quita la toalla,

seca su cabeza desierta y encuentra en el espejo la negrura de sus ojeras.

No sabe que la observo.

De su pecho nacen dos cicatrices fruncidas en la simetría de lo que eran sus /senos,

antes grandes

redondos

de pezones rosados y corolas breves.

          Hace tantas lunas que sus ojos resplandecían 

igual que su cabello largo

castaño claro, más brillante al sol, ondulado, abundante.

          Entonces íbamos a la playa,

usaba un traje de baño azul ceñido a su cintura angosta;

caminaba con la cadencia de quien no teme nada 

luciendo las piernas largas y firmes.

Me percato, mientras retira la toalla, 

de que sus miembros conservan cierta nostálgica lozanía.

          Luego llega mi náusea.

Me encuentro con la perturbadora presencia de su calvicie, 

el abdomen prominente y masculino que se le acentuó repentinamente.

Con repulsión veo su sonrisa incompleta poblada de piezas amarillas

y el escozor de su piel roída.

Miro entonces mis manos 

y pienso en las arrugas que se están formando 

                ligeras, casi imperceptibles.

Preguntas sin formularse en el lenguaje, pero preguntas, 

interrogantes que me corroen entre el silencio de mi voz.

          ¿Como se determina la descomposicion de las cosas?

¿Quién permite que seamos capaces de obrar a placer sobre una vida 

que nadie entiende completamente?

¿Cuál es el camino que alguien, 

que observa desde lejos, 

puede tomar para no enloquecer de libertad, 

culpa, miedo y angustia?

          Un mutismo profundo se instala en mi garganta;

me estremece las vísceras, 

me ahorca.

          Y luego las preguntas llueven 

como una tormenta en mi cabeza:

¿Sabré reconocer el momento crucial en que ella ya no deba sufrir más?

¿Reuniré el coraje suficiente para terminar 

esa agonía de vida que le queda?

¿Podré acabar con mi propio ser antes de verme igual que ella?

Adriana Dorantes (1985)

La espera y la memoria

Universidad Autónoma de Nuevo León,

México, 2022.

 

Domingo

Epifania

Un domingo

Epifania no volvió más a la casa.

          Yo sorprendí conversaciones 

en que contaban que un hombre se la había robado 

y luego, interrogando a las criadas, 

averigüé que se la había llevado a un cuarto.

No supe nunca dónde estaba ese cuarto 

pero lo imaginé, frío, sin muebles, 

con el piso de tierra húmeda 

y una sola puerta a la calle.

Cuando yo pensaba en ese cuarto 

no veía a nadie en él.

Epifania volvió una tarde 

y yo la perseguí por el jardín

rogándole que me dijera qué le había hecho el hombre 

porque mi cuarto estaba vacío 

como una caja sin sorpresas.

Epifania reía y corría 

y al fin abrió la puerta 

y dejó que la calle entrara en el jardín.

[Espejo]

Las ciudades

En México, en Chihuahua, 

en Jiménez, en Parral, en Madera, 

en Torreón,

los inviernos helados y las mañanas claras, 

las casas de la gente,

los grandes edificios en que no vive nadie 

o los teatros a los que acuden y se sientan 

o la iglesia donde se arrodillan 

y los animales que se han habituado a la gente 

y el río que pasa cerca del pueblo 

y que se vuelve turbulento con la lluvia de anoche 

o el pantano en que se crían las ranas 

y el jardín en que se abren las maravillas 

todas las tardes, a las cinco, cerca del quiosco 

y el mercado lleno de legumbres y cestas 

y el ritmo de los días y el domingo 

y la estación del ferrocarril 

que a diario deposita y arranca gentes nuevas 

en las cuentas de su rosario 

y la noche medrosa 

y los ojos de Santa Lucía 

en el quitasol de la sombra 

y la familia siempre 

y el padre que trabaja y regresa 

y la hora de comer y los amigos 

y las familias y las visitas 

y el traje nuevo 

y las cartas de otra ciudad 

y las golondrinas al ras del suelo 

o en su balcón de piedra bajo el techo.

          Y en todas partes 

como una gota de agua

mezclarse con la arena que la acoge.

[Espejo]

La renovada muerte

La renovada muerte de la noche 

en que ya no nos queda sino la breve luz de la conciencia 

y tendernos al lado de los libros 

de donde las palabras escaparon sin fuga, crucificadas en mi mano,

y en esta cripta de familia

en la que existe en cada espejo y en cada sitio la evidencia del crimen

y en cuyos roperos dejamos la crisálida de los adioses irremediables

con que hemos de enbalsamar el futuro

y en los ahorcados que penden de cada lámpara 

y en el veneno de cada vaso que apuramos 

y en esa silla eléctrica en que hemos abandonado nuestros disfraces

para ocultarnos bajo los solitarios sudarios 

mi corazón ya no sabe sino marcar el paso 

y dar vueltas como un tigre de circo 

inmediato a una libertad inasible.

Todos hemos ido llegando a nuestras tumbas 

a buena hora, a la hora debida, 

en ambulancias de cómodo precio 

o bien de suicidio natural y premeditado.

Y yo no puedo seguir trazando un escenario perfecto 

en que la luna habría de jugar un papel importante 

porque en estos momentos 

hay trenes por encima de toda la tierra 

que lanzan unos dolorosos suspiros 

y que parten

y la luna no tiene nada que ver 

con las breves luciérnagas que nos vigilan 

desde un azul cercano y desconocido

lleno de estrellas poliglotas e innumerables.

[Nuevo amor]

Tú, yo mismo…

Tú, yo mismo, seco como un viento derrotado 

que no pudo sino muy brevemente sostener en sus brazos una hoja que arrancó de los árboles

¿cómo será posible que nada te conmueva

que no haya lluvia que te estruje ni sol que rinda tu fatiga?

Ser una transparencia sin objeto 

sobre los lagos limpios de tus miradas 

oh tempestad, diluvio de hace ya mucho tiempo.

Si desde entonces busco tu imagen que era solamente mía 

si en mis manos estériles ahogué la última gota de tu sangre y mi lágrima

y si fue desde entonces indiferente el mundo e infinito el desierto

y cada nueva noche musgo para el recuerdo de tu abrazo

¿cómo en el nuevo día tendré sino tu aliento, 

sino tus brazos impalpables entre los míos?

Lloro como una madre que ha reemplazado al hijo único muerto.

Lloro como la tierra que ha sentido dos veces germinar el fruto perfecto y mismo.

Lloro porque eres tú para mi duelo 

y ya te pertenezco en el pasado.

[Nuevo amor]

La Historia

¡Mueran los gachupines!

Mi padre es gachupín,

el profesor me mira con odio 

y nos cuenta la Guerra de Independencia 

y cómo los españoles eran malos y crueles 

con los indios —él es indio—, 

y todos los muchachos gritan que mueran los gachupines.

          Pero yo me rebelo 

y pienso que son muy estúpidos:

Eso dice la historia

pero ¿cómo lo vamos a saber nosotros?

[Espejo]

Salvador Novo (1904-1974)

Antología 1925-1965

Prólogo de Antonio Castro Leal

Porrúa, México, 1979 (2ª ed.)


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